Para Reflexionar en Serio

Jerusalén cayó, las torres gemelas cayeron... y el mundo no se acabó

2010-05-16

Los cristianos de Jerusalén de los primeros siglos verían hasta con cierto agrado el...

Autor: P. Alberto Ramírez Mozqueda

La primera vez que tuve la oportunidad de visitar Tierra Santa fue todo un acontecimiento la llegada a Jerusalén. El guía era joven, instruido, judío, pero con sangre mexicana y había estado algunos años en nuestra tierra, México. Poco antes de llegar a esa ciudad, paró el camión, nos dio un pequeño recipiente con vino dulce y nos invitó a brindar por la paz de esa ciudad sede de tres religiones, la musulmana, la judía y la cristiana. Cuando hubimos acabado de brindar, nos pidió que entonáramos "Qué alegría cuando me dijeron, vamos a la casa del SeñorÂ…" y al instante apareció a lo lejos la ciudad de Jerusalén brillando como en sus mejores tiempos, con sus murallas, tus tumbas, sus monumentos, sus templos, y aquella mezquita dorada en la parte alta de la ciudad, en el interior de la ciudad vieja, que nos hizo llorar, e imaginarnos la emoción que sentirían todas las gentes sencillas de Israel, que subían a la alabanza y a la oración varias veces al año, tal como lo hizo Jesús acompañado de su Madre y de su Padre adoptivo cuando era adolescente.

Y así me imagino también la emoción de las gentes que acompañaban al mismo Cristo cuando se detuvieron cansados a respirar antes de continuar su camino hacia esa histórica ciudad. Era tal la belleza y la majestuosidad que contemplarían, que el comentario fue espontáneo: "Mira, Señor, que belleza, que imponente belleza la del templo". Por supuesto que Cristo era también judío y también se emocionó como sus contemporáneos de la fastuosidad del templo, con sus abundantes visitantes y sus nutridos donativos. Pero las gentes que le comentaron sobre la gloria de los judíos, que era el templo, se olvidaron de que Cristo era un profeta, que lloró al contemplar con sus propios ojos la obra de Salomón, pero al mismo tiempo la desgracia de su pueblo que rechazó la gloria, el perdón, la salvación, y el comienzo de una nueva vida que no tendría que estar ya fincada en los muros de un templo, de unas piedras, de una nación. Con profunda emoción, Cristo exclamó ante sus asombrados oyentes: "Días vendrán en que no quedará piedra sobre piedra de todo esto que están admirando; todo será destruido". Jerusalén efectivamente fue arrasada en el año 70 de nuestra era, y el templo quedó reducido a ruinas, sin volver a ser reconstruido nunca más.

Esa afirmación de Cristo encendió la curiosidad de los judíos sobre el día, la hora y las circunstancias en que tal hecho ocurriría, pero Jesús dejó sin satisfacer la curiosidad de las gentes, y sobre todo, algo que está entremezclado en el capítulo 21 de San Lucas, la curiosidad sobre el fin del mundo. Jesús no quiso definitivamente aclarar las circunstancias, y previendo que siempre habría profetas de desventuras, dejó bien clara la necesidad de vivir en contante vigilancia para que nadie llevara el agua a su molino, y menos por motivos económicos. Si bien es verdad que las palabras de Cristo pueden parecer con un halo de pesimismo, sus palabras finales son verdaderamente de luz, de paz y de esperanza. No quiso mover los corazones con amenazas inútiles y con sermones agrios y furibundos. Su tónica era la esperanza y nunca decayó en su ánimo aunque a él mismo le sobrevendría la muerte entre otras cosas a causa de su aseveración sobre la suerte del templo de Jerusalén.

Los cristianos de Jerusalén de los primeros siglos verían hasta con cierto agrado el fin del mundo, pues su situación era difícil, persecuciones, destierro, deportación, y si la llegada era inminente, pues qué mejor, así acabaría todo más rápido, pero pronto llegaron gentes a instalarse, y sintiendo que si el momento de la llegada del Señor era inminente, ya para qué trabajar, ya para que empeñarse en una evangelización que ya no tendría éxito. Se llegó el tiempo de la flojera, y San Pablo tuvo que lanzarse fuerte frente a aquellas gentes, haciendo famosa su frase "el que no trabaja, que no coma".

Cristo dejó en claro que el fin del mundo es cosa que solo su Padre conoce, para que nadie, absolutamente nadie, cualquiera que sea su fin, se atreva a señalar fechas, como ya ha ocurrido, metiendo miedos, temores y haciendo gastar fortunas a las personas con velas, agua bendita, sal, aceite y otras linduras que librarían de tormentos, de persecuciones y asegurado la salvación eterna. Cristo incluso asegura persecuciones para sus seguidores, pero en vista a conseguir precisamente la salvación que él traía de parte de su Buen Padre Dios. Ese es el testimonio de los mártires que a través de la historia, han ido sembrando sangre en los cinco continentes, pero haciendo que su sangre se convierte en semilla de evangelio, de salvación, de justicia, de paz, en un mundo que se debate en la injusticia, en el odio, en los crímenes y en la maldad. Bendito sea Dios que nuestro siglo también está dando mártires a nuestra fe, lo cual quiere decir que la fe está viva y que la creencia en Dios no es cosa del pasado ni de siglos ya pretéritos.

Los judíos estaban seguros de que cuando el templo de Jerusalén fuera destruido, el mundo mismo terminaría, por eso les cayeron tan mal los augurios de Jesús. Pero Cristo estaba deseando que ese templo fuera acabado, como "Símbolo de una religión hecha de ritos y de leyes, de miedos y de prohibiciones, que olvida que Dios no necesita nuestras alabanzas y oculta que Dios quiere que tomemos conciencia de que nos necesitamos unos a otros. Debe acabarse ya el mundo en el que la religión separa en vez de unir, asusta en lugar de ofrecer un camino a la alegría; debe desaparecer una religión convertida en un negocio, siente miedo ante la felicidad, el placer, la autonomía del individuo, la libertad de la persona... ese mundo ya llega a su fin". El templo de Jerusalén era un símbolo de la identificación de la religión con estructuras sociales, políticas, económicas y religiosas de Israel, férreas estructuras que esclavizaban, más que salvar y ponían grilletes más que liberar. Su religiosidad se apoyaba casi con exclusividad en las piedras de su templo, de su edificio. Cristo les achaca que su templo lo hubieran convertido en una cueva de ladrones, de explotadores de su propio pueblo. Ya vimos lo que le pasó a Cristo, y lo que le pasa a quién se quiera meter a redentor, sin embargo, es el camino del cristiano, es el camino de Cristo, es el camino de la cruz, es el camino de la persecución.

Pero, mis queridos lectores, por favor no se pierdan de leer completo el capítulo 21 de San Lucas, poniendo mucho énfasis en las palabras esperanzadoras, llenas de luz de vida y de gracia de Cristo Jesús: Cuando oigan de guerras, de persecuciones, cuando oigan de cataclismos y fenómenos naturales que se vuelven en contra del hombre, como estamos viendo el día de hoy, cuando sepan de persecuciones y de vejaciones a causa de la fe, cuando en China prohiban a los deportistas que lleven Biblia, u objetos religiosos sobre sus cuellos, recuerden: "SIN EMBARGO, NO CAERÁ NINGÚN CABELLO DE LA CABEZA DE USTEDES. SI SE MANTIENEN FIRMES, CONSEGUIRÁN LA VIDA". 



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