Consultorio Médico

Historias de radicales libres

2012-07-11

Su estrategia fue un éxito, Gerda no sólo le daría acceso al quirófano...

Javier Aranda Luna, La Jornada

Si no fuera por el respaldo de la revista científica Klinische Wochenschrift la historia parecería realmente fantástica.

Sobre todo porque el médico internista seguía vivo y era el autor del testimonio publicado.

Con el tiempo se supo que el joven cirujano había alterado los detalles de su historia dada a conocer en el número  45 de 1929 de la citada revista. Pero cuando se supo lo que realmente ocurrió, lo inverosímil del relato aumentó: él sólo, sin ayuda de nadie como había escrito inicialmente, introdujo por una vena bronquial la manguera de goma que había alcanzado a su propio corazón.

En realidad se trataba de un urinario que a medida que invadía su cuerpo le producía un intensa sensación de quemazón.

No es improbable que recordara todos los detalles de lo ocurrido aquella tarde cuando recibió el premio Nobel en Estocolmo 27 años después.

En 1929 Werner Forssman contaba con 25 años y no tenía mayor conocimiento de lo que pretendía hacer que los rudimentos básicos de medicina que había aprendido en la Universidad de Berlín.

Apenas trataba de especializarse como cirujano en el hospital de Eberswalde y acababa de graduarse como médico cuando la idea de alcanzar el corazón con una manguera de goma siguiendo la ruta de una vena le rondaba en la cabeza.

En esos años se sabía muy poco del funcionamiento del corazón y Forssmann imaginó que para conocer su funcionamiento y afecciones podía accederse a él con una delgada manguera.

El razonamiento parecía impecable pero también en esa época una locura. Le propuso a su jefe Richard Schneider probar su técnica con moribundos pero la respuesta fue: no, de ninguna manera. Y como se propuso él mismo como voluntario Schneider le prohibió llevar a cabo cualquier experimento con esas características.

Pero la negativa no lo detuvo. Como sabía que necesitaba una sala de cirugía y equipo estéril investigó quién tenía acceso a todo ello. Y quien tenía acceso era Gerda Ditzen, la jefa de enfermeras.

La rondó para conocerla y cuando supo que Ditzen era una apasionada de la medicina, fomentó su pasión regalándole libros, manuales y largas horas de conversación sobre cirugía. Cuando estuvo seguro de que ambos compartían una obsesión similar le dijo lo que pretendía hacer.

Su estrategia fue un éxito, Gerda no sólo le daría acceso al quirófano y los instrumentos sino que ella misma se había ofrecido como voluntaria.

Llegado el día se introdujeron en el quirófano. Ella se acostó en la mesa de operaciones y Forssann empezó a atarla de pies y manos. Le limpió con yodo el antebrazo y de pronto desapareció.

Como el joven médico no estaba dispuesto a poner en riesgo a su cómplice, él mismo en una sala contigua se cortó una vena branquial por la que se introdujo un delgado tubo de goma que a medida que entraba en su cuerpo sabía de su trayectoria por el ardor que le producía.

Cuando sintió que el catéter urinario había llegado al hombro volvió al quirófano donde estaba Ditzen furiosa. Trató de explicarle y calmarla y le pidió incluso que lo ayudara a bajar las escaleras para llegar a la sala de rayos X.

La sala estaba vacía pero de pronto entró uno de su colegas con el radiólogo en turno. Primero intentaron sacarle el tubo que le pendía del brazo pero como Forssmann empezó a lanzarles patadas para impedirlo accedieron a su petición de sacarle un placa que diera fe de su experimento.

Esa fue la imagen que ilustró el texto de Forssmann publicado en la Klinische Wochenschrift en el que daba cuenta de su experimento.

Pero como apunté líneas arriba lo hizo mintiendo un poco. Dijo que lo había llevado a cabo con ayuda de un colega que a la hora de la verdad entró en pánico y lo dejó solo.

Después se supo la verdad de la que da cuenta Michael Brooks en Radicales libres: la anarquía secreta de la ciencia, un libro lleno de historias como la del berlinés Werner Forssmann.

No es un pecado decir que desde hace tiempo la ciencia nos está contando cosas más interesantes que cientos de cuentos y novelas.

Y si es un pecado esa afirmación tal vez convenga recordar que la ha escrito, sin asomo de duda, George Steiner uno de los mayores críticos –y no diré literarios porque no quiero limitarlo– de todos los tiempos.

Historias como la de Forssman nos dicen, además de lo que dicen, que la historia de la ciencia cuenta. Y no es necesario remontarnos al lejano año de 1929 para comprobarlo sino sólo unos días atrás cuando el Gran colisionador de Ginebra, demostró que la partícula subatómica imaginada por Peter Higgs, "La partícula de Dios", existe y puede revelarnos el origen del universo, de la misteriosa materia oscura y del tiempo, ese río fatal que nos arrastra sin darnos cuenta.



gilberto