Punto de Vista

Espejito, espejito…

2013-03-06

Está claro que la sociedad mexicana no le ha dado hasta ahora la dignidad e importancia al...

Claudio Lomnitz, La Jornada

Escribo estas líneas no como experto en educación –que no lo soy–, sino como maestro universitario, que he sido desde hace ya treinta años.

El proceso judicial contra La Maestra ha sido un performance mediático con rasgos dramáticos sensacionales, que llama a reflexionar acerca del lugar del magisterio en la sociedad mexicana, y de las actitudes del magisterio para con esa sociedad.

La del maestro es, por naturaleza, una profesión noble. Se trata, a fin de cuentas, de un trabajo que tiene como fin principal compartir conocimiento. La nobleza de esa labor se entiende mejor cuando se compara la relación del maestro con el conocimiento con la de, por ejemplo, la del político o del hombre de negocios. Para el político, tanto como para el hombre (o mujer) de negocios, el conocimiento es un elemento estratégico que de ninguna manera se comparte o se hace público a la ligera. De hecho, para todo el común de los mortales el conocimiento se puede convertir en poder o dinero, y así como no se regala el dinero ni se comparte el poder tampoco se regala el conocimiento. Por eso se patentan inventos y hay derechos de autor; por eso el buen político ante todo es discreto y sabe callar; y por eso también hay secretos de familia.

Como regla general el conocimiento es un recurso que aporta ventajas a quien lo tiene: "en tierra de ciegos el tuerto es rey". Por eso importan tanto los consejos que se dan entre padres e hijos, y los informes que se dan generosamente entre sí los amigos. Los maestros son un contrapeso a la tendencia social a privatizar el conocimiento: tienen por función justamente el compartirlo y enseñar todo lo que saben. Por eso su trabajo es noble.

Ahora bien, el trabajo del maestro será noble, pero no es tampoco materia prima para el santoral. Al contrario, tiene que haber reciprocidad entre la sociedad y la función social dedicada a socializar el conocimiento. Desde la invención de la educación pública esa reciprocidad se basa en preceptos bastante sencillos: como el maestro va a entregarle a la sociedad todo lo que sabe, la sociedad le debe, a cambio, seguridad en el empleo (sólo así el maestro puede compartir sin temor a quedar desposeído una vez que haya enseñado lo que sabía), un nivel de bienestar material que le permita vivir una vida ciudadana plena y ejemplar –modesto, frecuentemente, pero suficiente para garantizar la permanencia en sectores medios de la población–, y reconocimiento, es decir, la honra que se le debe a quien ha optado por vivir enseñando, en lugar de utilizar sus ventajas cognoscitivas para su propio beneficio.

Está claro que la sociedad mexicana no le ha dado hasta ahora la dignidad e importancia al magisterio que éste tendría que tener para atraer para sí una proporción regular de sus mejores mentes. La categoría misma de "maestro" no es ampliamente honrada en la sociedad, y así es muy difícil atraer el conocimiento al magisterio.

Por otra parte, no es menos cierto que los maestros han olvidado algunas de sus responsabilidades más fundamentales. La primera, me parece, es que el maestro no debe nunca sacrificar al alumno. Debe trabajar por acrecentar su conocimiento, estar al día en lo que se enseña, y velar siempre primero por el interés del alumno.

Por eso estoy en contra, en principio, de las huelgas y los paros como instrumento de presión en la negociación colectiva en el magisterio. A diferencia del obrero, el maestro que hace una huelga está dañando directamente al pueblo. Una huelga magisterial daña en primer lugar al estudiante de la escuela pública, dándole menos elementos de conocimiento que el que tienen los niños de escuelas particulares, o los niños de otros países. Existen otros elementos de presión de los que se puede valer el magisterio para hacer sentir sus quejas, basados todos justamente en demostrar y convencer a la sociedad y al gobierno de la importancia de la inversión educativa.

En segundo término, no debe haber, como hay en México, un partido político del magisterio. El espacio de la enseñanza, a diferencia del espacio de la política, tiene que estar abierto a la discusión y consideración ponderada, respetuosa y pacífica de todos los puntos de vista. Una forma de garantizar que eso sea así es que el magisterio esté abierto a los maestros que tengan convicciones políticas íntimas muy dispares entre sí, pero que estén todos comprometidos justamente al respeto a la enseñanza como su valor cardinal. La idea de que haya un partido político del magisterio es un síntoma de la falta de autonomía y de respeto en el aula.

Por último, el acceso a las plazas magisteriales tiene por fuerza que ser abierto y meritocrático. Las plazas no se pueden heredar, ni traspasar, ni tratar como prebendas de quien controla un sindicato sin perjudicar profundamente el estatus del magisterio en la sociedad.

La sociedad mexicana le ha fallado al magisterio y el magisterio le falla cotidianamente a la sociedad.

Hoy la sociedad mexicana vive fascinada con las imágenes de Elba Esther mirándose en el espejo, comprando Louis Vuitton, haciéndose cirugía plástica, contemplándose en el espejo de las rejas de su nueva cárcel. Pero la fascinación con la historia de Elba como una alegoría de la vanidad oculta un juego de espejos todavía más barroco: Elba Esther es también el espejito en que se ven reflejados tanto el magisterio como la sociedad mexicana.



EEM