Punto de Vista

¿Confiscaciones bolivarianas?

2013-04-25

O sí. Porque el descuido no parece inocente. Y es que Acemoglu y Robinson no sacralizan los...

FÉLIX OVEJERO

A los opinadores conservadores les faltó tiempo. Ni se molestaron en leer el decreto ley antidesahucios de la Junta de Andalucía: un robo, una agresión confiscatoria, un expolio. Cospedal incluso fue más lejos: una inseguridad jurídica que transmite señales equívocas a los mercados internaciones. Poco importó que en Francia o el Reino Unido exista legislación parecida o que las expropiaciones constituyan prácticas comunes de los gobiernos, por ejemplo, cuando establecen un trazado ferroviario o una red de carreteras. De hecho, si hacemos caso a la vicepresidenta, un decreto ley aprobado por el gobierno meses atrás incorporaba medidas como las ahora descalificadas. Daba lo mismo, a biografía rodada, no había modo de echar el freno. Aquello era chavismo puro. Un atentado a la propiedad privada.

Lo único claro de la reacción era su tono fanatizado. La invocación a los derechos de propiedad no se demoraba en argumentos. Y eso que no faltan. En particular, llamaba la atención que después del empacho de Acemoglu y Robinson y sus élites extractivas de los últimos tiempos, nadie se acordara de su tesis central: la buena economía requiere, además de un control democrático de las élites, políticas y sociales, que impida la apropiación de los recursos por unos pocos, y de una real igualdad de oportunidades, que permita el buen uso colectivo de los talentos de cada cual, de una estructura sólida de derechos, entre ellos los de propiedad, que animen a participar en el quehacer productivo. El olvido conservador de las dos primeras condiciones se entiende. El de la tercera, no tanto.

O sí. Porque el descuido no parece inocente. Y es que Acemoglu y Robinson no sacralizan los derechos de propiedad. Para ellos, la propiedad se justifica instrumentalmente, en tanto contribuye al bienestar social. Dicho de otro modo: el interés colectivo resulta prioritario; lo demás, es un simple procedimiento. Ni más ni menos que lo que nos dice el artículo 33 de nuestra Constitución: la función social de los derechos (de propiedad) delimitará su contenido y la utilidad pública o el interés social son motivos suficientes para limitarlos.

En el mercado solo se escuchan las voces respaldadas por el dinero

Los derechos de propiedad no están escritos en las tablas de la ley. Lo de Moisés en el Sinaí era otra cosa. Tampoco nos sirve la imagen del solitario Robinson Crusoe que, en su isla, dispone a su gusto de lo que encuentra. Los derechos de propiedad no son anteriores a una estructura jurídica, a un diseño institucional, dentro del cual cobran sentido. No soy propietario antes de ser ciudadano, miembro de una comunidad política que delimita mis derechos, incluidos los de propiedad. El marco jurídico señala qué formas de apropiación y de intercambio son aceptables y cuáles no. Puedo comprar los servicios de un mecánico pero no los de un juez. Me está permitido vender una casa pero no un hijo. También acota lo que podemos hacer con nuestras cosas. Puedo utilizar mi coche para desplazarme pero no para atropellarte. En tus tierras podrás sembrar algunas cosas, pero no levantar un silo nuclear. La ley establece los límites. Y quien dice la ley dice la comunidad democrática.

Pero, ya puestos en fundamentos, hay algo más. Los derechos de propiedad no son otra cosa que una estructura de autorizaciones y de prohibiciones. Tú puedes entrar y salir de tu casa cuando quieras o decorarla según tu gusto. A mí no me está permitido. Ser propietario de un bien supone asegurarse de que los demás no pueden usarlo. Para disponer de tu casa debería comprártela. Con suficiente dinero, podré modificar las prohibiciones que regulan mi vida. Si te compro la casa, serás tú el que no puede —no serás libre de— disponer de ella. Por eso mismo, si recibes una asignación de dinero podrían desaparecer algunas de las interferencias que regulan tu vida. El dinero oficia como pasaporte universal. Desde cierto punto de vista las transferencias de dinero —incluido ese dinero de todos que salva bancos— equivalen a una modificación de los derechos de propiedad o, por mejor decir, de su posibilidad. Una redistribución de la renta reordena, más temprano que tarde, la red de prohibiciones. En ese sentido, supone una nueva asignación de libertad. La libertad, por así decir, se redistribuye. Unos la ampliarán y otros la disminuirán.

Situados en ese terreno, la perspectiva cambia. Si siempre hay interferencias, asociadas a los derechos de propiedad y a la posibilidad de modificarlos, la pregunta es qué juego de autorizaciones y prohibiciones está justificado y eso, por lo visto, no es independiente de la distribución de ingresos. Y parece sensato pensar que a la hora de responder a esa pregunta algo tienen que decir los ciudadanos. Después de todo, cuando se han agotado todas las instancias, en los procesos constituyentes, la comunidad política es la que decide los derechos a garantizar.

El problema, claro, es saber qué le parece bien a los ciudadanos. El mercado, según algunos, cumple esa función. Las preferencias de las personas nos mostrarían lo que juzgan valioso y lo que no. Los ingresos de Belén Esteban, Pilar Rahola, Cristiano o Messi no harían más que reflejar, a través de las demandas de consumo, lo que la sociedad aprecia. Las audiencias televisivas de los programas, el número de asistentes a los estadios oficiarían como indicadores de las querencias populares. Si los ingresos de estas personas son cien o mil veces superiores a los de un maestro o de una enfermera es porque la sociedad valora cien o mil veces más sus talentos. Al menos, según parece, está dispuesta a pagar cien o mil veces más. Se lo merecen.

Las valoraciones ciudadanas, traducidas en leyes, enmarcan el juego de lo debido

¿Pero realmente la sociedad establece esas valoraciones? ¿Son las preferencias de consumo las verdaderas valoraciones ciudadanas? Hay razones para pensárselo antes de contestar afirmativamente a esas preguntas. En el mercado no cuentan todas las voces e incluso, entre las que cuentan, no todas cuentan igual. Solo se escuchan las respaldadas por dinero y cuanto más dinero, más atruenan. Las necesidades de los pobres son afónicas. Hay necesidades por atender y se atienden otras más que discutibles. A cuenta de la medicina lo sintetizó con eficacia Le Clézio: "En el mundo actual, se está invirtiendo cinco veces más en medicamentos para la virilidad masculina y siliconas para mujeres, que en la cura del Alzheimer. De aquí a algunos años, tendremos viejas de tetas grandes y viejos con pene duro, pero ninguno de ellos se acordará para que sirven".

La otra vía para medir las valoraciones ciudadanas es la democracia. En esta, al menos a la hora de votar, la voz de todos los ciudadanos cuenta por igual. Y además, las preferencias públicas, tienen cierto plus de justicia, de imparcialidad que no acostumbra a acompañar a las preferencias de consumo. Los mismos ciudadanos americanos que consumían obsesivamente las noticias del lío entre la becaría y Clinton se mostraban partidarios de limitar la información sobre el asunto Lewinsky. En un caso se dejaban guiar por lo que les interesaba, en el otro por lo que les parecía correcto. Mal que bien, nuestras preferencias políticas, por públicas, indican alguna cosa sobre las ideas de justicia de una sociedad, sobre lo que deben tributar Cristiano y los demás. Las leyes son un eco, siquiera amortiguado, de esas ideas.

Las valoraciones ciudadanas, traducidas en leyes, enmarcan el juego de lo debido, de lo que es un robo y lo que no. Las leyes y su cumplimiento, eso es lo importante para la seguridad jurídica. También para los mercados. Ni la inseguridad jurídica se socava con las expropiaciones, si se realizan de acuerdo con la ley, ni la propiedad privada es, sin más, garantía de seguridad jurídica. La inseguridad aparece cuando hay cambios arbitrarios en las reglas del juego, aunque sea para que se levante Eurovegas. Lo que inquieta, a los mercados y a la tropa, es no saber a qué atenerse. De eso saben bastante los trabajadores a los que cambian las condiciones laborales acordadas, los funcionarios a quienes quitan las pagas o los ciudadanos que ven cómo se desmontan los estados del bienestar que decían defender los partidos que votaron.



EEM

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