Trascendental

El cetro de la misericordia

2013-09-14

La fulgurante virtud de la doncella de Nazaret conquistó de tal forma la benevolencia del...

Por Emelly Tainara Schnorr

Tiempo hubo en que, conforme narran las Sagradas Escrituras, el pueblo judío recibió la amenaza de ser exterminado por el Rey Asuero. En ese momento crucial de su historia, entró en escena la reina Ester intercediendo junto al monarca por los suyos y obteniéndoles la salvación (cf. Est 3 - 7). Recordemos cómo eso se dio.

Según las leyes en vigor en aquella época, era prohibido el acceso de cualquier persona al atrio interno del palacio real sin haber sido convocada. Quien allí osase entrar por propia iniciativa sería inmediatamente condenado a la pena capital, a no ser que el soberano levantase su cetro de oro en dirección al intruso, como señal de asentimiento. Hacía un mes que Ester no era llamada a la presencia de Asuero, cuando Mardoqueo la alertó sobre la trama del infame Amán. Confiando, sin embargo, en el Dios verdadero y en las oraciones hechas por los suyos, la reina se dirigió a los aposentos reales. El anhelo por obtener la salvación de su pueblo vencía en su espíritu al miedo de la muerte. Al verla, el monarca se alegró y le extendió el temido bastón de comando, cuya punta ella se apuró a tocar en señal de sumisión. "¿Qué quieres reina Ester?", le preguntó el soberano. "Aunque pidieses la mitad de mi reino ella te sería concedida" (Est 5, 3). La amenaza fuera vencida.

Esta admirable escena de la Historia Sagrada prefigura una realidad más elevada y conmovedora para nosotros, cristianos. Expulsado del Paraíso y tornado enemigo de Dios por causa del pecado, el hombre del Antiguo Testamento estaba sometido al dominio del demonio, mucho más cruel y tiránico que los de Asuero o Amán. ¿Cómo podía hacer para entrar nuevamente en el Palacio Celestial y recuperar las buenas gracias del Creador? ¿Quién osaría comparecer delante del Rey de la Justicia para interceder por la humanidad rebelada contra su buenísimo Dios y Señor?

"No temas, María, pues encontraste gracia delante de Dios" (Lc 1, 30). Las simples palabras del Ángel Gabriel dejan entrever el inefable amor del Altísimo para con una criatura, la más santa y noble entre todas. Desde el momento de su Inmaculada Concepción, Dios la había inundado de gracias y favores. Y bastó, por así decir, que Ella tocase la punta del divino cetro omnipotente, abogando por la venida del Salvador, para que fuera inmediatamente atendida.

La fulgurante virtud de la doncella de Nazaret conquistó de tal forma la benevolencia del Creador que Él decidió tomarla por Esposa Inmaculada y tornarla su Madre Virginalísima. Y depositando en sus blanquísimas manos el cetro que simboliza el dominio sobre todos los hombres, la tornó Reina de Misericordia. Por la omnipotencia suplicante que Dios le concedió, nada puede ser negado a tan bondadosa Soberana.

"Como una nueva Ester, la Santísima Virgen encontró gracia a los ojos del Señor en favor de todos los hombres y consiguió la mitad de su imperio divino. Ella detiene el cetro de la misericordia, mientras su Hijo continúa siendo el Rey de la justicia. Sí, María es el ministro plenipotenciario de la misericordia divina; ese es su ministerio. Así como en los Estados los que tienen que tratar de una cuestión de finanzas, de marina o de agricultura se dirigen a los ministros respectivos, del mismo modo es a la Madre de Dios que deben recurrir los que tienen necesidad de misericordia".

Nunca nos cansemos, por tanto, de recurrir a Ella en los momentos de dificultad y aflicción. Del cetro que le fue entregado por su Divino Hijo emanará siempre la fuerza necesaria para enfrentar cualquier adversidad de la vida, porque, más todavía que Reina y Señora, Ella es Madre amante de cada uno de nosotros. "Sobre todo en las horas de sufrimiento y de tentación, siempre podremos contar con ese factor de paz fundamental: Nuestra Señora estará conmigo, aunque yo no esté con Ella. No me abandonará nunca y me ayudará en todas las circunstancias. Vendrá a mi encuentro con la exuberancia de su misericordia, concediéndome más de lo que le pido y más de lo que le retribuyo, dejándome pasmo y desconcertado delante de todo lo que Ella hace por mí".



JMRS