Internacional - Población

Nueva York teme el contagio en los barrios más conflictivos

2014-08-19

Hasta ahora, las protestas han sido pacíficas, pero el temor permanece. Para el...

VICENTE JIMÉNEZ, El País

El caso Garner es una estúpida y desgraciada historia con personajes dispares, una controvertida teoría social y un debate sembrado de minas. Los personajes son un afroamericano que murió asfixiado en plena calle cuando se resistía a ser detenido por vender cigarrillos, un agente que aplicó una llave de estrangulamiento prohibida, un jefe de policía y un fiscal partidarios del orden a cualquier precio, un reverendo negro experto en movilizar masas y un alcalde progresista que prometió mantener segura la ciudad sin vulnerar derechos civiles. La teoría es la de las ventanas rotas: si una ventana de un edificio se rompe y no se repara, al poco tiempo el resto de ventanas aparecerán rotas, es decir, que la intolerancia con los delitos menores es la base de una convivencia segura. El debate espinoso es si se puede reducir la criminalidad en Nueva York sin cometer excesos. O, dicho de otro modo, ¿lo sucedido con Garner fue un error o la manifestación de un problema más profundo?

Los sucesos de Ferguson han alimentado el debate estos días en Nueva York, y puesto en guardia a las autoridades, que, aunque se congratulan de que la ciudad haya respondido con civismo a un suceso que contenía nitroglicerina, temen el efecto contagio en los barrios más conflictivos. Hasta ahora, las protestas han sido pacíficas, pero el temor permanece. Para el sábado está prevista otra marcha en Staten Island que preocupa mucho a la policía.

Eric Garner murió el pasado 17 de julio mientras era detenido por varios agentes de policía en plena calle del barrio de Staten Island por vender cigarrillos. Garner, de 43 años, seis hijos, 150 kilos de peso y más de 1,80 metros de altura, se resistió a ser arrestado. Uno de los agentes, Daniel Pantaleo, le redujo con una llave de estrangulamiento prohibida por la policía desde 1994. Antes de fallecer, la víctima gritó "¡No puedo respirar¡" en once ocasiones. Todo ello fue grabado en vídeo por el teléfono móvil de un amigo de Garner. El forense determinó que, pese a los problemas de salud de la víctima (obesidad, diabetes, asma…), la causa de su muerte fue el estrangulamiento. La policía y Garner eran viejos conocidos. Anteriormente había sido detenido decenas de veces por la venta ilegal de pitillos. La víctima había denunciado a los agentes por lo que consideraba un acoso injustificado para un delito menor.
 
Hasta aquí, lo hechos. Las consecuencias no tardaron en llegar. La familia de la víctima, temiendo que el fiscal del distrito, Daniel M. Donovan, echara tierra sobre el suceso dadas sus buenas relaciones con los mandos policiales, acudió al reverendo, político y activista afroamericano Al Sharpton, de 59 años, 40 de ellos denunciando abusos policiales contra la población de color. Sharpton, uno de los líderes civiles más influyentes y polémicos de Estados Unidos, movilizó su organización, la National Action Network, en Harlem, para convocar protestas en demanda del procesamiento de los agentes implicados. La hoguera prendió cuando los sindicatos policiales salieron en defensa de sus colegas por el "vil, vergonzoso e injustificable" trato que estaban recibiendo. Y en medio, sentado sobre el barril de pólvora, el nuevo alcalde, el demócrata Bill de Blasio, que afronta su primera gran crisis desde que accedió al cargo.

"Volvemos a caminar como una ciudad unida, solidaria y justa", dijo De Blasio el día que tomó posesión de su cargo. Ni unida, ni solidaria, ni justa. El alcalde intenta mantener un equilibrio imposible. Por un lado, calmar los ánimos de la población negra y de sus líderes, que denuncian el poco interés de las autoridades por procesar a los policías implicados y reclaman al alcalde que sea consecuente con sus promesas. Por otro lado, agradar a una policía que desconfía de él por su retórica socialdemócrata, alejada de la mano dura defendida por los exalcaldes republicanos Rudolph Giuliani y Michael Bloomberg.

De Blasio, padre de una familia interracial (su mujer y sus hijos son negros), se opone al stop-and-frisk (detener y registrar), tan practicado en la etapa de Bloomberg, y aplaude la decisión del fiscal de Brooklyn de no procesar a los poseedores de pequeñas cantidades de marihuana, algo que molesta a la policía. Su diferencias con los sindicatos del cuerpo sobre cuestiones laborales tampoco ayudan. El caso es que los 35.000 agentes de Nueva York tienen estos días un ojo en las calles y otro en De Blasio, muy atentos a todo lo que dice y hace.

"Voy a hacer todo lo que esté a mi alcance para que los responsables de esta muerte sean procesados. Después de tanto tiempo, seguimos luchando contra el uso excesivo de la fuera. Ya basta. Vamos a seguir celebrando mítines y marchas, y vamos a mantener la presión porque ningún hombre o mujer debe morir a manos de los que han jurado protegerle. El crimen no puede ser combatido si tenemos que temer tanto a la policía como a los delincuentes", escribió en su blog, como si de un sermón se tratara, el reverendo Sharpton.

"No fue la llave de estrangulamiento lo que mató a Garner, fue la retórica antipolicial, que envía a los delincuentes el mensaje de que se pueden resistir a un arresto. Es una falta de respeto a la ley el trato injusto que los agentes están recibiendo por parte de agitadores raciales, políticos, expertos y funcionarios", le respondió Patrick J. Lynch, presidente del sindicato Patrolmen's Benevolent Association. "El oficial Pantaleo no fue a trabajar con la intención de matar a nadie. Simplemente trataba de hacer su trabajo. Los hombres y mujeres de la policía de Nueva York están siendo atacados. Esto debe terminar. La gente que trabaja duro en esta ciudad debe apoyar a la policía", añadió su colega Edward D. Mullins, de la Sergeants Benevolent Association.

De momento, el alcalde no ha contentado a nadie. La protesta convocada para el próximo sábado por el reverendo Sharpton en Staten Island es una prueba de ello y el último capítulo de un asunto que ha despertado viejos fantasmas.

Pase lo que pase, sobre la mesa hay otra cuestión de tanto o mayor calado que los problemas de De Blasio para sostener de forma creíble su discurso sobre la igualdad, la justicia social y la atención a las minorías rezagadas. En el centro de la hoguera está el debate sobre uno de los grandes pilares de la política policial seguida durante dos décadas de Administraciones republicanas: la teoría de las ventanas rotas, presentada en sociedad en 1982, año récord de criminalidad en Nueva York, en un artículo de la revista The Atlantic firmado por los profesores George L. Kelling y James Q. Wilson. Kelling, de 78 años, ya retirado, colabora en un think tank conservador, el Manhattan Institute, y asesora a la policía de Nueva York. El segundo, que fue profesor en Harvard y en UCLA, falleció en 2012.

Kelling sigue convencido de que mantener el orden en las calles, la intolerancia hacia delitos menores, evita problemas mayores. "En una sociedad urbana, donde todos somos extraños, el civismo y el orden son un fin en sí mismos. Cuidando de las ventanas se reduce la criminalidad; cuidando de la seguridad, se reduce el número de ventanas rotas", declaró recientemente a The New York Times.

Sin embargo, Kelling no es partidario de una aplicación maximalista de su doctrina. Considera que las autoridades deben decidir, barrio por barrio, qué comportamientos suponen un peligro para la comunidad y cuáles no. Es decir, si vender cigarrillos de forma ilegal, como hacía Eric Garner, es algo tan grave que merece la detención como respuesta porque atenta contra los negocios locales o los derechos de otros ciudadanos, o si es una actividad que no merece el empleo un castigo tan severo. Porque, ¿es un vagabundo una ventana rota? ¿Qué comportamientos deben culminar con un arresto y el consiguiente y costoso proceso judicial?

Para los críticos, la teoría de las ventanas rotas es un producto neocon, que ampara excesos policiales y encarcelaciones masivas por delitos de escasa relevancia, dirigido a negros, hispanos y pobres en general. Aseguran que no hay evidencia científica que pruebe su bondad y consideran que no tiene relación alguna con la caída de la delincuencia experimentada por la ciudad de Nueva York en los últimos años. Y ofrecen cifras: el 80% de los 400.000 arrestos al año en Nueva York son por delitos menores, como la venta ilegal. La mitad de esos arrestos se producen en barrios donde negros e hispanos son mayoría. La Civilian Complaint Review Board, una agencia independiente de Nueva York que investiga denuncias de abusos policiales, registró el año pasado unas 6.000 quejas, de las que un 4,4% se referían al uso de la llave de estrangulamiento prohibida.

Steven Zeidman, profesor de Derecho y director del programa de Defensa Criminal de la City University of New York School of Law, es muy crítico con las ventanas rotas. "La criminalidad ha descendido en las dos últimas décadas, pero hay que analizar otros factores, como los cambios demográficos o la caída del consumo de crack. Además, poner a miles de agentes a practicar detenciones, que luego acaban en un juzgado, es muy caro. Y está el daño social. Los detenidos suelen ser negros e hispanos. ¿Cómo les afectan esos arrestos por delitos menores a la hora de encontrar empleo y casa, a sus familias y sus comunidades? No se trata sólo de arreglar la ventana, sino de mejorar todo el edificio y hacerlo asequible", declaró en un texto enviado a EL PAÍS por correo electrónico.

Alex Vitale, profesor asociado del Departamento de Sociología del Brooklyn College, es mucho más crítico. "No comparto la teoría de las ventanas rotas. Es sólo una hipótesis. Se usa para resolver problemas aislados de desorden público criminalizando a unos y contentando a otros, pero no hay una relación clara entre eso y reducir la delincuencia. Debemos dejar de confiar en la policía como la principal herramienta para reducir determinados delitos y comportamientos", señala a EL PAÍS.

"La gran cuestión que plantea la muerte de Garner", añade, "es la excesiva intervención de la policía en los barrios de color. Esta muerte tiene que ver con la teoría de las ventanas rotas en la medida en que los agentes se acercan a Garner en aplicación de esa política. Esta es la primera gran crisis de De Blasio, y la lección que debe extraer es que tiene que dejar de apoyar un enfoque exclusivamente policial sobre la delincuencia". Según Vitale, "la clave para mejorar las relaciones entre la policía y la ciudadanía y para garantizar los derechos civiles es reducir nuestra dependencia de la policía. Ayudando a los jóvenes en lugar de criminalizarlos, por ejemplo".

En un terreno más templado está Gary Orfield, profesor e investigador de la Universidad de California-Los Ángeles y codirector del Proyecto de Derechos Civiles de la citada universidad. "La muerte de Eric Garner no es atribuible a las prácticas policiales basadas en la teoría de las ventanas rotas. Una policía exigente y vigilante no tiene por qué ser brutal. Lo de Garner fue un trabajo mal hecho", afirma a este periódico. "Tragedias como esta tienen un tremendo coste para la convivencia, ya que uno de los ingredientes necesarios para reducir la criminalidad es que la población no tema a la policía. Para eso hay que construir sólidas relaciones comunitarias. Creo que es posible encontrar un equilibrio entre derechos civiles y efectividad policial, pero siempre habrá tensiones", advierte.

En la misma línea se manifiesta Pedro Noguera, profesor e investigador de la New York University (NYU) especializado en temas de igualdad, educación, cultura y desarrollo. "No tengo ninguna objeción a la teoría de las ventanas rotas. En este caso la policía se ha excedido. La reducción de la criminalidad en Nueva York es producto de una mayor presencia policial en áreas conflictivas. Esto es algo positivo. Pero es necesario que la policía sea capaz de manejar determinadas situaciones de forma pacífica para que su trabajo sea efectivo con las minorías". Sobre la actitud de los sindicatos policías, Noguera lamenta que traten de "defender lo indefendible". En su opinión, la obligación de De Blasio es encontrar un equilibrio entre seguridad y respeto por los derechos civiles: "Vistos los abusos que se cometieron con Bloomberg, va a ser necesario tiempo para que ese equilibrio se alcance".

El ‘hijo' de James Brown

El reverendo Al Sharpton es un tipo peculiar, repleto de aristas, admirado y odiado a partes iguales, del que nadie duda de su capacidad para movilizar la calle y del que muchos temen y critican sus métodos. Orlando Patterson, un sociólogo experto en segregación, le calificó en su momento de "pirómano racial". Nada en la biografía de Alfred Charles Sharpton Jr., deja indiferente.

En ella se mezclan una precoz capacidad de atracción pública (con cuatro años dio su primer sermón y con diez fue ordenado ministro pentecostal) y una peculiar conciencia social salpicada de escándalos. Con 18 abrazó la causa de los derechos civiles, que alternó durante años con fracasados intentos de ser alcalde, senador e incluso candidato demócrata a la Casa Blanca. Su condición de topo del FBI, sus problemas con la Hacienda pública o el intento de asesinato que sufrió en 1991 no le han impedido ser una de las voces más oídas en cualquier caso de abusos policiales. Su activa presencia en los medios, como presentador de radio, bloguero o tertuliano en televisión agranda su figura. Aseguran quienes le conocen que Tom Wolfe se inspiró en Sharpton para su agitador reverendo Bacon de La hoguera de las vanidades.

Sea cierto o no, Sharpton no defrauda. Durante años fue productor de las giras del cantante James Brown. "Fue un padre para mí. Él me enseñó a ser un hombre", proclama a menudo. "Recuerdo cuando el gran James Brown me contó cómo unos agentes tirotearon su coche sin motivo y casi le matan. Yo tenía 18 años. Años después, tenemos que seguir soportando abusos de la policía. Ya basta", escribió hace días en su blog.



ROW

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