Reportajes

Alexander Mora, un campesino que anhelaba ser maestro

2014-12-22

Desde que era niño, Alexander ayudaba a su padre en el campo. "No había de otra,...

ÓSCAR GRANADOS, El País

Ezequiel Mora cierra el puño de su mano derecha y golpea su pierna con fuerza: "Yo no quería que fuera a la normal, pero se aferró". Su voz es tan baja que apenas se escucha. Habla de su hijo, Alexander Mora, como si aún estuviese vivo. Sin embargo, en su humilde casa, en El Pericón —un pequeño pueblo en Guerrero, con 1.900 habitates—, le ha puesto un altar como si estuviese muerto. Una cruz hecha con flores blancas, un par de veladoras y un listón negro rodean los retratos de Alexander, el único de los 43 estudiantes desaparecidos del que se han localizado los restos. El 16 de septiembre se vieron por última vez: "Lo llevé junto con su hermana a un baile… hablamos de la escuela. Estaba recontento", comenta Ezequiel mientras arregla los gladiolos rojos que acaba de comprar para la ofrenda. "Su deseo siempre fue ser maestro y llegar hasta el último rincón de Guerrero".

El 7 de diciembre, cuando se confirmó que algunos de los restos hallados, en un basurero y en el río de Cocula, eran de este normalista de 19 años, todo el pueblo corrió a la casa de Ezequiel, que se ha mantenido incrédulo ante la versión del Gobierno. "¿Por qué sólo han encontrado a mi hijo? ¿Por qué dicen que sólo él ha muerto?", se pregunta. Alexander nació el 25 de abril de 1995. Fue el penúltimo de los ocho hijos —seis hombres y dos mujeres— que tuvo Ezequiel con Delia, que murió hace cinco años con 51 años; su retrato, de cuerpo entero, también está en el altar.

Ezequiel mira las fotografías en silencio. Arrastra sus sandalias en el suelo de tierra de esta casa con el techo de tejas rotas y las paredes pintadas de azul. Aquí creció Alexander. Hace dos años, recuerda su hermano Omar, aplicó para entrar a la normal de Ayotzinapa, pero lo rechazaron. Así que acudió a la Universidad Autónoma de Guerrero a estudiar Desarrollo Regional. "Su sueño siempre fue ser maestro", espeta Omar, pero al instante rectifica: "Bueno no, siempre quiso ser futbolista, pero no había pa'tanto". A principios de 2014, Alexander insistió. Lo aceptaron en la escuela normal Isidro Burgos. Su suerte duró poco. El 26 de septiembre, fue detenido por la policía local de Iguala junto a otros 42 compañeros y entregado, de acuerdo con la reconstrucción del crimen que ha hecho la fiscalía, a unos pistoleros del cartel llamado Guerreros Unidos que le dieron muerte.

El apoyo económico lo recibió de uno de sus hermanos que trabaja como jornalero en Estados Unidos. Ezequiel de vez en cuando le daba algo de dinero que ganaba con la cosecha de maíz, frijol y calabaza, y de su trabajo como taxista. Hugo, otro de los hermanos de Alexander, habla poco. "Ya no quiero decir nada, porque todo lo que se dice en los medios de mi carnal [hermano] es pura mentira", arguye. Su mirada está puesta en los dos árboles ciruelos que están en el patio de la casa de Ezequiel y que se han quedado secos. "Decían que era de Los Rojos (una organización criminal que opera en Guerrero), que sembraba mota [marihuana]… ya no confió en nadie". "La música, eso sí que le gustaba un chingo", recuerda Hugo. "Yo tengo un aparato (cadena de sonido) y me la pedía prestada… le gustaba eso del reggaetón, lo que escuchan los morros [los jóvenes]".

Detrás de Hugo hay una manta con el rostro de Alexander. Dos más cuelgan de una pila de tabiques apilados rústicamente y que sirven de pared. "Tenía un equipo de fútbol aquí en El Pericón, se llamaba Juventus", dice Hugo con una leve sonrisa, "pero la verdad es que le iba al Cruz Azul", y suelta una carcajada.

A 114 kilómetros de El Pericón, Jesús Hernández, alías El Chaparro, se ha duchado con agua fría. El día termina y se prepara para descansar en un pequeño cuarto de escasos cuatro metros cuadrados. El Chaparro ahora duerme solo. Antes del 26 de septiembre, diez de sus compañeros de primer grado en la escuela Isidro Burgos, le hacían compañía. "Alexander se echaba aquí conmigo", dice mientras señala con su mano morena una pequeña manta carcomida por el tiempo y que por las noches les servía de cama. "Fue el último que llegó y no había espacio para otro", detalla.

En las paredes del dormitorio, pintadas de rojo y blanco, se extienden algunas cuerdas. De ellas cuelgan algunos vaqueros, camisetas, un par de sandalias y unas deportivas de ‘La Roca' o ‘El Randy', como le decían a Alexander. "Acomodé toda la que estaba ahí en el suelo… toda su ropita sucia que había dejado". Nadie toca nada. El Chaparro aún lo espera de vuelta. "No está muerto, a lo mejor está por un lugar o lo tendrán secuestrado".

Desde que era niño, Alexander ayudaba a su padre en el campo. "No había de otra, todos mis hijos se han dedicado a la tierra", comenta Ezequiel. Lo poco que sembraban les daba para comer. "Sus hermanos se enojaban cuando se iba temprano del campo a jugar fútbol, pero tenía que consentir un poco a Alexander, era su única diversión", añade. "A veces salía algo para vender y el dinero lo repartía entre todos… un día con ese dinero me compró unos huaraches [sandalias] y me las regaló de Navidad".

Fue la tarde del 27 de septiembre cuando un par de jóvenes, estudiantes de la normal, acudieron a la casa de Ezequiel para decirle que Alexander había sido secuestrado. "Sus amigos decían que no le había pasado nada… Pero me di cuenta de que lo habían desaparecido. Y desde ahí me sentí mal. Jamás pensé que el pendejo Gobierno de Iguala anduviera metido con los narcotraficantes". Lo único que le queda de su hijo es el recuerdo. Todas sus cosas se las dejó a Ayotzinapa.



ROW

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