Testimonios

Sentido y valor de la vejez

2015-03-08

Está muy difundida, hoy, en efecto, la imagen de la tercera edad como fase descendiente, en...

Fuente: Pontificio Consejo para los Laicos

Las expectativas de una longevidad que se puede transcurrir en mejores condiciones de salud respecto al pasado; la perspectiva de poder cultivar intereses que suponen un grado más elevado de instrucción; el hecho de que la vejez no es siempre sinónimo de dependencia y que, por tanto, no menoscaba la calidad de la vida, no parecen ser condiciones suficientes para que se acepte un período de la existencia en el cual muchos de nuestros contemporáneos ven exclusivamente una inevitable y abrumadora fatalidad.

Está muy difundida, hoy, en efecto, la imagen de la tercera edad como fase descendiente, en la que se da por descontada la insuficiencia humana y social. Se trata, sin embargo, de un estereotipo que no corresponde a una condición que, en realidad, está mucho más diversificada, pues los ancianos no son un grupo humano homogéneo y la viven de modos muy diferentes. Existe una categoría de personas, capaces de captar el significado de la vejez en el transcurso de la existencia humana, que la viven no sólo con serenidad y dignidad, sino como un período de la vida que presenta nuevas oportunidades de desarrollo y empeño. Y existe otra categoría —muy numerosa en nuestros días— para la cual la vejez es un trauma. Personas que, ante el pasar de los años, asumen actitudes que van desde la resignación pasiva hasta la rebelión y el rechazo desesperados. Personas que, al encerrarse en sí mismas y colocarse al margen de la vida, dan principio al proceso de la propia degradación física y mental.

Es posible, pues, afirmar que las facetas de la tercera y de la cuarta edad son tantas cuantos son los ancianos, y que cada persona prepara la propia manera de vivir la vejez durante toda la vida. En este sentido, la vejez crece con nosotros. Y la calidad de nuestra vejez dependerá sobre todo de nuestra capacidad de apreciar su sentido y su valor, tanto en el ámbito meramente humano como en el de la fe. Es necesario, por tanto, situar la vejez en el marco de un designio preciso de Dios que es amor, viviéndola como una etapa del camino por el cual Cristo nos lleva a la casa del Padre (cf. Jn 14, 2). Sólo a la luz de la fe, firmes en la esperanza que no engaña (cf. Rom 5, 5), seremos capaces de vivirla como don y como tarea, de manera verdaderamente cristiana. Ese es el secreto de la juventud espiritual, que se puede cultivar a pesar de los años. Linda, una mujer que vivió 106 años, dejó un lindo testimonio en este sentido. Con ocasión de su 101° cumpleaños, confiaba a una amiga: " Ya tengo 101 años, pero ?sabes que soy fuerte? Físicamente estoy algo impedida, pero espiritualmente hago todo, no dejo que las cosas físicas me abrumen, no les hago caso. No es que viva la vejez porque no le hago caso: ella sigue por su camino, y yo la dejo. El único modo de vivirla bien es vivirla en Dios ".

Rectificar la actual imagen negativa de la vejez, es, pues, una tarea cultural y educativa que debe comprometer a todas las generaciones. Existe la responsabilidad con los ancianos de hoy, de ayudarles a captar el sentido de la edad, a apreciar sus propios recursos y así superar la tentación del rechazo, del auto-aislamiento, de la resignación a un sentimiento de inutilidad, de la desesperación. Por otra parte, existe la responsabilidad con las generaciones futuras, que consiste en preparar un contexto humano, social y espiritual en el que toda persona pueda vivir con dignidad y plenitud esa etapa de la vida.

En su mensaje a la Asamblea mundial sobre los problemas del envejecimiento de la población, Juan Pablo II afirmaba: " La vida es un don de Dios a los hombres, creados por amor a su imagen y semejanza. Esta comprensión de la dignidad sagrada de la persona humana lleva a valorizar todas las etapas de la vida. Es una cuestión de coherencia y de justicia. Es imposible, en efecto, valorizar verdaderamente la vida de un anciano, si no se da valor, verdaderamente, a la vida de un niño desde el momento de su concepción. Nadie sabe hasta dónde se podría llegar, si no se respetara la vida como un bien inalienable y sagrado ". (5)

La construcción de la auspicada sociedad de " todas las generaciones " permanecerá en pie sólo si se funda en el respeto por la vida en todas sus fases. La presencia de tantos ancianos en el mundo contemporáneo es un don, una riqueza humana y espiritual nueva. Un signo de los tiempos que, si se comprende en toda su plenitud, y se sabe acoger, puede ayudar al hombre actual a recuperar el sentido de la vida, que va mucho más allá de los significados contingentes que le atribuyen el mercado, el Estado y la mentalidad reinante.

La experiencia que los ancianos pueden aportar al proceso de humanización de nuestra sociedad y de nuestra cultura es más preciosa que nunca, y les ha de ser solicitada, valorizando aquellos que podríamos definir los carismas propios de la vejez:

– La gratuidad. La cultura dominante calcula el valor de nuestras acciones según los parámetros de una eficiencia que ignora la dimensión de la gratuidad. El anciano, que vive el tiempo de la disponibilidad, puede hacer caer en la cuenta a una sociedad " demasiado ocupada " la necesidad de romper con una indiferencia que disminuye, desalienta y detiene los impulsos altruístas.

– La memoria. Las generaciones más jóvenes van perdiendo el sentido de la historia y, con éste, la propia identidad. Una sociedad que minimiza el sentido de la historia elude la tarea de la formación de los jóvenes. Una sociedad que ignora el pasado corre el riesgo de repetir más fácilmente los errores de ese pasado. La caída del sentido histórico puede imputarse también a un sistema de vida que ha alejado y aislado a los ancianos, poniendo obstáculos al diálogo entre las generaciones.

– La experiencia. Vivimos, hoy, en un mundo en el que las respuestas de la ciencia y de la técnica parecen haber reemplazado la utilidad de la experiencia de vida acumulada por los ancianos a lo largo de toda la existencia. Esa especie de barrera cultural no debe desanimar a las personas de la tercera y de la cuarta edad, porque ellas tienen muchas cosas qué decir a las nuevas generaciones y muchas cosas qué compartir con ellas.

– La interdependencia. Nadie puede vivir solo; sin embargo, el individualismo y el protagonismo dilagantes ocultan esta verdad. Los ancianos, en su búsqueda de compañía, protestan contra una sociedad en la que los más débiles se dejan con frecuencia abandonados a sí mismos, llamando así la atención acerca de la naturaleza social del hombre y la necesidad de restablecer la red de relaciones interpersonales y sociales.

– Una visión más completa de la vida. Nuestra vida está dominada por los afanes, la agitación y, no raramente, por las neurosis; es una vida desordenada, que olvida los interrogantes fundamentales sobre la vocación, la dignidad y el destino del hombre. La tercera edad es, además, la edad de la sencillez, de la contemplación. Los valores afectivos, morales y religiosos que viven los ancianos constituyen un recurso indispensable para el equilibrio de las sociedades, de las familias, de las personas. Van del sentido de responsabilidad a la amistad, a la no-búsqueda del poder, a la prudencia en los juicios, a la paciencia, a la sabiduría; de la interioridad, al respeto de la Creación, a la edificación de la paz. El anciano capta muy bien la superioridad del " ser " respecto al " hacer " y al " tener ". Las sociedades humanas serán mejores si sabrán aprovechar los carismas de la vejez.



EEM