Editorial

Desprecio

2015-03-11

Al tiempo en que uno se pregunta hasta cuándo puede durar esta suerte de seguridad...

JORGE F. HERNÁNDEZ, El País

Cuentan que Marcel Proust se desesperaba ante interlocutores que evitaban detalles en sus conversaciones. Si el escritor que ganaría su inmortalidad precisamente por andar buscando el tiempo perdido se le ocurría preguntarle a alguien cómo había sido su día, sentía no menos que la aceleración de su curiosidad si acaso el interrogado respondía secamente con narrar que había llegado a su oficina a las 10 de la mañana y había celebrado una reunión donde algunos secretarios tomaban notas. Mais précisez, mon cher Monsieur, nállez pas trop vite, decía Proust y ejercía entonces la mayéutica de pedirle a quien acortaba historias o simplificaba noticias que contara si había llegado a la oficina en coche, si había tenido que subir escaleras, que evocase el ruido de los papeles sobre el escritorio, los mapas que colgaban en las paredes y si acaso alguien servía algún thé hirviente en el salón adjunto.

Que Proust exigiera detalles en cada narración –así fuera en conversaciones ocasionales—era como si deseara contagiar a cualquier interlocutor (o lector) de un claro afán por pintar detalladamente el mural de la realidad que nos rodea y que, por ende, por las prisas o por hacernos de la vista gorda obviamos la evocación de los detalles donde reside la verdadera pulpa de los hechos. De aquí que a Proust le gustaba leer las llamadas notas breves que publicaba Le Figaro y a partir de dos o tres renglones donde el periódico soltaba notas sin detalles precisos sobre crímenes o chismes políticos armar sobre el desayuno las posibles conjeturas que quizá constituían la esencia de las escenas: si el diario informaba de un hombre que había sido apuñalado sobre la mesa de una carnicería, Proust sería capaz de imaginar algún tórrido romance con algún panadero celoso que quizá provocó el asesinato o si leía que algún caballo había embestido el paso de un tranvía, se le ocurría imaginar que el jamelgo en realidad estaba vengando la muerte de alguno de sus hermanos equinos, sacrificados en aras de la modernidad. De hecho, Proust armaba explicaciones a las breves notas periodísticas hilándolas precisamente a la luz de la gran literatura universal que lo mantenía desvelado como lector constante y así, Zola-Dostoyevsky o Balzac se volvían referentes para intentar entender la enredada trama de la realidad aparentemente incongruente de todos los días.

Algo similar sucede con las prisas con la que nos bombardea la serenidad al mantenernos constantemente informados de todos los sucesos posibles en tiempo real, mas no necesariamente contextualizados en sus detalles. Sumamos nombres y geografías, apodos y localidades, paisajes, algunos detalles explicativos… pero obviamos los huecos o vacíos donde se revelan las verdaderas palabras que transpiran bajo la piel de los hechos. En tan sólo la agitada taquicardia de la pasada semana, no pocos lectores en México fuimos acosados con sinfín de datos sobre la visita del Presidente Peña Nieto a Londres, el gazapo de brindar por Isabel Segundo durante el banquete oficial, la vergüenza de llevar a Primera Dama e hijas envueltas en carísimos vestidos de firma absolutamente insultante para la mayoría de las mujeres mexicanas (justo durante la misma semana en que la Primera Dama de los Estados Unidos no tuvo más que elogios al lucir un hermoso vestido que cuesta tan sólo 30 dólares en cualquier tienda de la Unión Americana). Agreguemos la inmediata cascada de videos, mensajes, resúmenes y más datos sin parar que llegaron a nuestros ojos y oídos por vía de las redes sociales, y podemos imaginar que monsieur Proust llevaba razón: se nos contó con demasiada prisa la ridícula fotografía en donde la Primera Dama de México aparece como fan de visita en el set de Downton Abbey (sin detallar que era la única actriz retratada allí con ropa del siglo XXI entre disfraces del siglo pasado, tanto como la única sonriente personaje del cuadro dueña de una casa valuada en siete millones y medio de dólares supuestamente con el sudor de sus telenovelas que jamás podrían igualar el nivel de guión, producción o ingresos que precisamente genera la globalmente popular serie inglesa; se nos contó con velocidad de vértigo el ridículo instante durante una conferencia de prensa donde el primer mandatario de México declara no poder opinar sobre economía, tasas de interés, paridades entre el peso y el dólar estadounidense (sin subrayar el pequeño detalle de que es precisamente sobre esos temas –entre otros—los que forzosamente esperan su opinión. No creo criticable que el hombre no entendiera las preguntas formuladas en inglés y que tuviese que esperar a que terminase la traducción de cada pregunta para entonces intentar su respuesta, pero es notablemente revelador que el Sr. Presidente respondiera que no pensaba externar una opinión, al tiempo en que intentaba formularla); se nos soltó como si nada el vergonzoso dato de que 200 personas –entre amigos invitados, colados y funcionarios con función—compusieron la comitiva oficial de ese viaje que en su veloz paso por las notas breves impidió la proustiana formulación de una posible definición: estamos –una vez más—ante la sutil confirmación de un desprecio.

En la agitada taquicardia de la pasada semana, no pocos lectores en México fuimos acosados con sinfín de datos sobre la visita del Presidente Peña Nieto a Londres

La desfachatez que no necesariamente desparpajo con la que la alta clase política realiza, actúa o finge sus acciones, palabras, discursos en pantalla, poses estudiadas o improvisadas, vestuario, modales, sonrisas o silencios denota el profundo desprecio –o por lo menos, desconocimiento profundo aunque funcional—que le tienen a México. Su andar cotidiano es ya una garantizada revelación de falta de aprecio por los miles de muertos, millones de desposeídos; una nefanda desestimación de nuestra cultura, literatura, pensamiento y potencialidad disfrazada con palabras huecas entre constantes desaires y un puro desdén.

Al tiempo en que uno se pregunta hasta cuándo puede durar esta suerte de seguridad inapelable de quien se cree realmente impune, esa especie de soberbia impoluta con la que una actriz se toma la molestia para dar explicaciones a la plebe – a regañadientes al tiempo que regaña—o ese tufo de niña con chófer y toda la vida asegurada que farda un vestidito que por su solo valor resulta insultante o ese que se jacta de un nombramiento a todas luces reprobado por la ciudadanía, aunque venga avalado por las prisas con las que se formalizó su nombramiento y la velocidad a la que se nos pasó por encima la noticia… quizá confirmen que en el fondo, en realidad, no pocos distinguidos miembros de la clase política mexicana, si no es que todos los ya muy honrados personajes de la clase gobernante, nos miran –si acaso, consideran—con un auténtico desprecio.

Quien intente cuajar la crónica de tanto tiempo que hemos perdido en el tiempo más reciente quizá podría intentar como Proust o Ibargüengoitia la redacción detallada de lo que no leímos por las prisas o no se logró captar en video por los vértigos: la conversación en carreta de oro puro entre la Reina de Inglaterra que todo lo ha visto con un joven exageradamente peinado que acepta públicamente no hablar ni entender la lengua con la que supuestamente aparentaba hablar con ella durante el trayecto a su palacio o la bitácora de quienes hicieron la limpieza en las habitaciones de las niñas donde quizá olvidaron cositas, ropita o pasadores (como suele ocurrir con las niñas bien) o el curioso instante en que el príncipe heredero al trono de Inglaterra cae en la silenciosa cuenta de que quizá sabe mucho más de eso que llamamos México que los propios visitantes distinguidos. De no lograrse esa crónica –o de censurarse su intento—a uno le queda el consuelo, sin prisas y sin hablarlo rápido, de externar lo que a todas luces es ya una respuesta generalizada a ese desprecio constante: somos cada vez más mexicanos ciudadanos responsables, pagadores de impuestos, respetuosos vecinos de toda calle y paisaje, lectores de cada pretérito y cada imaginación que nos honra los que con absoluta sinceridad sentimos ante ustedes, señores y señoras de la oprobiosa clase gobernante, un profundo desprecio.



EEM