Reportajes

México, esperando a El Chapo

2015-07-20

Estados Unidos y México, tan unidos y tan separados en tantos aspectos, tienen en el...

ANTONIO NAVALÓN, El País

Las sociedades americanas como la mexicana conviven históricamente con una gran comprensión hacia dos fenómenos mortales: la corrupción y el narcotráfico. A diferencia de Pablo Escobar en Colombia, El Chapo Guzmán no es el típico narco ultraviolento, capaz de derribar aviones o mandar a la otra vida a enemigos e inocentes. El origen, la extensión y la estructura de sus negocios son los mismos, pero se distingue la perfección y el comportamiento del hombre que, por segunda vez, ha demostrado más habilidad o una infinita capacidad para corromper al Estado mexicano.

Estados Unidos y México, tan unidos y tan separados en tantos aspectos, tienen en el problema de los capos de la droga un punto de tensión común durante este sexenio. La puesta en libertad de Rafael Caro Quintero, el narco acusado de asesinar al agente de la DEA Enrique Camarena Salazar, y esta segunda huida de El Chapo crean un grave conflicto político entre los dos Gobiernos.

Y así, entre los que miran hacia otro lado y los que han hecho de eso un negocio, se ha creado un monstruo con muchos aspectos peligrosos. Como la confusión, el peor de ellos. Por ejemplo, Escobar, que construía hospitales y campos de fútbol para los pobres de Medellín, creyó que también podía tener un ejército propio. Nunca comprendió qué significa que en la misma olla hiervan bandidos y militares. Los políticos se limitan a recibir el dinero con la mano derecha para después negarlo con la izquierda.

El problema de la corrupción es que se ha convertido en la bacteria que alimenta la epidemia del narcotráfico. La segunda huida de El Chapo —"increíble e imperdonable", en palabras del presidente Peña Nieto— es un gesto que humilla y destruye la credibilidad del Estado, dejando en evidencia varios aspectos.

El primero, que desde el inicio —como Peña Nieto dijo en Univisión— eran conscientes de que esto podía pasar. Desde su primera noche en el penal de máxima seguridad, Guzmán tenía claro que, como Houdini, no habría quien lo mantuviera encerrado. El segundo, ¿cómo no se le colocó un chip al enemigo público número uno para tenerlo localizado?

El tercero, dejando aparte la broma de la cámara con puntos ciegos para preservar la integridad del reo y sus derechos humanos, ¿dónde está el resto de las medidas de inspección? O ¿acaso esa cámara mágica detectaba cualquier anomalía y por ello se sustituyeron las inspecciones oculares para los reos más peligrosos, obligatorias en todos los sistemas penitenciarios?

Y el cuarto es que se ha llegado a un punto final con las Fuerzas Armadas mexicanas que le detuvieron en colaboración con Estados Unidos. Hoy, sus miembros están procesados y cuestionados frente al pueblo mexicano: la guerra insensata contra el narcotráfico declarada por el expresidente Felipe Calderón les obligó a cumplir con labores que no eran las suyas.

Ahora los que detienen o abaten a los criminales están en la mira de las organizaciones de derechos humanos. Con 100,000 muertos y 23,000 desaparecidos, hay casos de abusos que, ante la ausencia de un soporte legal, proyectan la sombra de la sospecha sobre las Fuerzas Armadas. Y encima una vez que entregan a los detenidos a las autoridades, éstas cometen errores de tal magnitud que incluso a estas alturas —en las que un escándalo mata al otro— la lista de los fallos en la cárcel de El Altiplano es la prueba más evidente de la desaparición del Estado mexicano.

El problema no es sólo la nueva captura de El Chapo, el problema es que ni militares ni civiles pueden estar seguros de que algún mecanismo estatal funcione. Mientras tanto, los políticos —del presidente para abajo— hacen declaraciones que tienen un problema crucial de partida: era tan evidente que se iba a escapar que por eso no quisieron impedirlo.



EEM

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