Mensajería

Dignidad y misión de la mujer

2015-08-12

Ante todo queremos resaltar que al tratar el concepto de laico, el Magisterio entiende expresamente...

Autor: Ettore Malnati

Uno de los primeros compromisos-misión para la mujer es promover el orden del amor sin el cual toda la familia humana se vería comprometida y empobrecida. Y hay que promoverlo y realizarlo a todos los niveles.

Ante todo queremos resaltar que al tratar el concepto de laico, el Magisterio entiende expresamente hombre y mujer, queriendo así eliminar toda discriminación y, al mismo tiempo, asegurar la justa presencia de la mujer en la Iglesia y en la sociedad.

Este criterio permite la "consideración de los fundamentos antropológicos de la condición masculina y femenina, destinada a precisar la identidad personal propia de la mujer en su relación de diversidad y de recíproca complementariedad con el hombre, no sólo por lo que se refiere a los papeles a asumir y las funciones a desempeñar, sino también, y más profundamente, por lo que se refiere a su estructura y a su significado personal… Empeñándose en la reflexión sobre los fundamentos antropológicos y teológicos de la condición femenina, la Iglesia se hace presente en el proceso histórico de los distintos movimientos de promoción de la mujer y, calando en las raíces mismas del ser personal de la mujer, aporta a ese proceso su más valiosa contribución. Pero antes, y más todavía, la Iglesia quiere obedecer a Dios, quien, creando al hombre "a imagen suya", "varón y mujer los creó" (Gn 1, 27)" (Juan Pablo II, Christifideles laici, 50). Además, no se puede ignorar que Jesucristo promueve y valoriza esta bipolaridad en relación a su secuela.

Juan Pablo II no duda en resaltar que "desde el principio de la misión de Cristo, la mujer demuestra hacia él y hacia su misterio una sensibilidad especial, que corresponde a una característica de su femineidad. Hay que decir también que esto encuentra una confirmación particular en relación con el misterio pascual; no sólo en el momento de la crucifixión sino también el día de la resurrección. Las mujeres son las primeras en llegar al sepulcro. Son las primeras que lo encuentran vacío. Son las primeras que oyen: "No está aquí, ha resucitado como lo había anunciado" (Mt 28, 6). Son las primeras en abrazarle los pies (cf. Mt 28, 9). Son igualmente las primeras en ser llamadas a anunciar esta verdad a los apóstoles" (Mulieris Dignitatem, 16).

Tras haber recordado el papel de la mujer narrado por los evangelistas en los Evangelios, Juan Pablo II escribe que "lo dicho hasta ahora acerca de la actitud de Cristo en relación con la mujer, confirma y aclara en el Espíritu Santo la verdad sobre la igualdad de ambos —hombre y mujer—. Se debe hablar de una esencial "igualdad"… La "igualdad" evangélica, la "igualdad" de la mujer y del hombre en relación con "las maravillas de Dios", tal como se manifiesta de modo tan límpido en las obras y en las palabras de Jesús de Nazaret, constituye la base más evidente de la dignidad y vocación de la mujer en la Iglesia y en el mundo".

Siguiendo la estela del Evangelio, la Iglesia de los orígenes se separa de la cultura de su tiempo y llama a la mujer a tareas vinculadas con la evangelización. En sus cartas, el apóstol Pablo recuerda, por nombre, a numerosas mujeres por las diversas tareas que éstas realizan en las primeras comunidades cristianas (cfr. Rm 6, 1-15; Fil 4, 2-3; Col 4,15; 1Cor 11,5; 1Tm 5,16). Esto demuestra la igual dignidad entre hombre y mujer que no anula, sin embargo, la diversidad, la cual forma parte de la complementariedad marcada por el Creador, que los quiso hombre y mujer. Lo que hoy causa problemas y se convierte en argumento de debate es el hecho de que "en la participación en la vida y en la misión de la Iglesia, la mujer no puede recibir el sacramento del Orden; ni, por tanto, puede realizar las funciones propias del sacerdocio ministerial. Es ésta una disposición que la Iglesia ha comprobado siempre en la voluntad precisa —totalmente libre y soberana— de Jesucristo, el cual ha llamado solamente a varones para ser sus apóstoles; una disposición que puede ser iluminada desde la relación entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa" (Christifideles laici, 51).

Para entender plenamente esta diversidad de funciones sin resquebrajar la dignidad común, ni la igualdad que existe para la Iglesia entre el hombre y la mujer, hay que partir del hecho de que el ministerio ordenado no está vinculado a una mayor dignidad o perfección de la naturaleza del bautizado, situándose, en cambio, en el ámbito del servicio como función en favor del crecimiento espiritual de cada creyente, y de la edificación del Pueblo de Dios como representación sacramental de Cristo Cabeza y Pastor. Es precisamente este estrecho vínculo entre Cristo, que nos ha hecho merecedores de la gracia y la santificación con su misterio, y quien decide seguirlo a través del camino sacramental, lo que induce a la Iglesia, para evitar la nulidad del efecto del sacramento mismo, a interpretar en sentido rígido la voluntad positiva de Cristo acerca del ministerio ordenado previsto sólo para los Doce y no para las mujeres que le habían seguido desde Galilea hasta los pies de la cruz.

Si es verdad, como es verdad lo que hemos recordado, esta exclusión no puede en toda honestidad ser considerada una diminutio para la mujer, sino más bien una presencia distinta en el servicio a la evangelización y en la comunión, tanto en la Iglesia como en el mundo. En este sentido, tras el Concilio, la Congregación para la Doctrina de la Fe (1976) en la declaración Inter Insigniores, da los límites y la posición del magisterio respecto a esta problemática.

En lo que concierne el sacerdocio y el episcopado, la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa no han pensado nunca sobrepasar la voluntad expresada por Cristo y no se consideran autorizadas a pensar en el sacerdocio o el episcopado para las mujeres.

Juan Pablo II, el 22 de mayo de 1994, como respuesta a la ordenación de mujeres al sacerdocio por parte de la Iglesia anglicana, confirma la posición negativa de la Iglesia católica con la carta Ordinatio Sacerdotalis. En este pronunciamiento del magisterio se vuelven a confirmar las posiciones de la declaración Inter Insigniores y se pide mirar a la mujer en la Iglesia no según los parámetros de la "igualdad de oportunidades", y tampoco como problema de doctrina, sino como una cuestión de hermenéutica teológica general que no puede prescindir de la mens Christi de la que la Tradición da fe.

Aclarado este punto como servicio a la verdad y ciertamente no con la intención de mortificar, el magisterio contemporáneo, desde un análisis acerca de la presencia de la mujer en la comunidad sub-apostólica como nos refieren los Hechos (Cfr. At 18, 26-27; At 21,9) y las Cartas de Pablo (Cfr. Rm 16, 1-2; 1 Cor 11, 2-16; 1 Cor 11,5; 1 Cor 14, 34-35; Gal 3,28; Col 4,15; Fil 1-2; 1 Tm 2, 11-12; 1 Tm 3,11), concreta una serie de ámbitos donde la mujer está llamada no sólo a desarrollar su misión de evangelización, sino también de auténtica promoción para tutelar la dignidad de los valores propios de la asamblea humana que sólo ella puede llevar a cabo.

Una de las tareas particulares que la mujer debería hacer propia tanto en la sociedad como en la Iglesia es la del "orden del amor", criterio cualitativo de su dignidad.

De hecho, así se expresa Juan Pablo II: "Si no recurrimos a este orden y a este primado no se puede dar una respuesta completa y adecuada a la cuestión sobre la dignidad de la mujer y su vocación" (Mulieris Dignitatem, 29). Hoy más que nunca, en esta cultura de lo efímero característica de la post-modernidad, con todas sus contradicciones, es necesario indicar qué es misión y vocación de la mujer, en particular si es cristiana, y hacer que el tejido cultural y social sea realmente consciente de que "el amor [verdadero] es una exigencia ontológica y ética de la persona. La persona debe ser amada ya que sólo el amor corresponde a lo que es la persona". Ello indica que "la mujer representa un valor particular como persona humana y, al mismo tiempo, como aquella persona concreta, por el hecho de su femineidad. Esto se refiere a todas y cada una de las mujeres, independientemente del contexto cultural en el que vive cada una y de sus características espirituales, psíquicas y corporales, como, por ejemplo, la edad, la instrucción, la salud, el trabajo, la condición de casada o soltera".

Uno de los primeros compromisos-misión para la mujer es promover el orden del amor sin el cual toda la familia humana se vería comprometida y empobrecida. Y hay que promoverlo y realizarlo a todos los niveles: en el matrimonio, en el celibato voluntario por el Reino, en la maternidad, en el compromiso social, en el campo de la vida nacional e internacional. Esta inclusión en los varios tejidos de la sociedad y de la Iglesia, por parte de las mujeres, del orden del amor es ese "signo de los tiempos" indicado por Juan XXIII como misión y toma de conciencia de la dignidad de la mujer, que no puede faltar donde el concepto del amor, como vemos a menudo hoy, frecuentemente está revestido de enfoques ambiguos y estético-utilitaristas.

Los padres conciliares confiaron a las mujeres ese educar a la paz como un "apostolado urgente y valioso" (Mensaje a la Humanidad, 8 de diciembre de 1965). El magisterio contemporáneo pide a la mujer que tome conciencia y estigmatice esa "persistente mentalidad que considera al ser humano no como persona, sino como cosa, como objeto de compraventa, al servicio del interés egoísta y del solo placer; la primera víctima de tal mentalidad es la mujer" (Juan Pablo II, Familiaris Consortio, 24).

Tenemos, además, la familia fundada sobre el matrimonio, sacramento considerado como "imagen y participación del pacto de amor de Cristo y de la Iglesia que hace manifiesta a todos la viva presencia del Salvador en el mundo y la genuina naturaleza de la Iglesia, ya sea con el amor, la fecundidad generosa, la unidad y la fidelidad de los cónyuges, ya sea con la amorosa cooperación de todos sus miembros" (Pontificio Consejo Justicia y Paz, Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 219). El hombre y la mujer que han hecho proprio el sacramento del matrimonio son llamados a la concreción de este amor conyugal y familiar y a la tutela de la vida naciente, convirtiéndose así en testigos "de su fidelidad y armonía en el mutuo amor y en el cuidado por la educación de sus hijos y si participan en la necesaria renovación cultural, psicológica y social en favor del matrimonio [hombre y mujer] y de la familia [monógama]" (Gaudium et Spes, 49).

En este contexto la mujer tiene su propio papel que deriva del carisma de la maternidad, vista no sólo como fruto de la unión matrimonial sino, de modo especial, como resultado de ese "conocimiento" bíblico que corresponde a la unión de los dos en una sola carne.



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