Pan y Circo

Realidad y cinismo

2016-02-17

Sólo así se explica que no hayan dejado de intentar enterrar a las víctimas en...

Javier Sicilia, Proceso

Mientras el gobierno y la alta clerecía intentan borrarle la realidad al Papa, el semanario Zeta abrió su número 2182 con una revelación: "Sexenio de muertos. Van 65,209". La cifra, a la que habría que agregar la de los 120 mil 219 asesinados del sexenio anterior (185 mil 428 en sólo nueve años), la de los 27 mil desaparecidos y la de los familiares afectados (por cada víctima hay por lo menos cuatro personas gravemente dañadas en sus vidas), no dice nada. La estadística es tan abstracta que su evidencia en la realidad es inimaginable. Jamás hemos visto 849 mil 712 personas juntas. Nuestra vista no alcanzaría a abarcarlas. Pero aun cuando en un estadio pudiéramos reunir la cifra dada por Zeta, no sentiríamos nada. Todas esas personas serían un montón de puntitos de colores en la lejanía.

Sin embargo, si hiciéramos el ejercicio de intentar poner rostro humano a cada una de esas cifras e imaginar sus muertes, su angustia, su desesperación, su súplica, no llegaríamos al décimo número sin que el corazón desfalleciera o nos produjera esa indignación que han generado los últimos movimientos sociales, desde el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad hasta el de Ayotzinapa, pasando por el Yo Soy 132, las policías comunitarias y las autodefensas.

Por desgracia ni los gobiernos ni las partidocracias han hecho el ejercicio o, si lo han hecho, ha sido con el mismo cinismo de los criminales que logran velar el horror bajo el aplanamiento de sus cerebros. Sólo así se explica que no hayan dejado de intentar enterrar a las víctimas en las fosas comunes del olvido y de exaltar, amparados en el rejuego del espectáculo, a los criminales.

Desde el inicio del sexenio de Enrique Peña Nieto, los diversos gobiernos de los estados, a través del Ejecutivo federal, se han empeñado en repetir que el crimen "va a la baja". A pesar de tener los datos que revela Zeta; a pesar de escuchar todos los días en las procuradurías, en las oficinas de la Comisión de Atención a Víctimas y en las de derechos humanos, el sufrimiento; a pesar de ver brotar el horror en los medios que aún conservan su responsabilidad ética, el 29 de julio de 2014 Osorio repitió por centésima vez: "La violencia se ha reducido a su mínima expresión". El 11 de junio de 2015, en una declaración a EFE en Bruselas, Peña Nieto continuó: "Sin duda los niveles de violencia que se están registrando están disminuyendo". El 17 de enero de 2016, Osorio Chong, en entrevista con La Jornada, reiteró: "Nosotros ya los bajamos (los homicidios) de una manera significativa". El 4 de febrero declaró que el Papa "podrá ver que vivimos con dificultades, pero que las estamos superando".

Acompañando este intento mediático de inhumación clandestina, el 8 de enero de este año los gritos apoteóticos de la captura del Chapo Guzmán y las palabras triunfalistas de Enrique Peña Nieto, "misión cumplida", colocaron como héroes a los responsables del horror minimizado. Un imbécil que mal habla y un presidente lego que, con su Twitter, se ponía a la altura del delincuente y lo hacía su par, ocuparon, como ahora el Papa, las planas de la prensa nacional e internacional. Al compás de una prensa frívola que tenía su nuevo show, y de dos actores que, olvidando su responsabilidad ética buscaban escribir la historia de un criminal, los responsables de tanta muerte danzaban sobre sus crímenes y sus fosas comunes en un festejo macabro.

Este cinismo habla de la temperatura de nuestra época. Importa el show, el espectáculo de una guerra en la que asesinos pueriles, cuyo prototipo es el Chapo –inculto hasta la estupidez, siempre sucio, en cuartos de mala muerte o en cloacas, son las imágenes que de él nos han mostrado–, y unos gobernantes mediocres, representados por la figura presidencial –engomada, mediática y mentirosa hasta el ridículo, cuya idea del Estado es la de gestionar negocios–, se nos quiere hacer pasar por seres dignos de imitar y de preservar en la memoria colectiva.

Exaltar eso y ocultar lo que su cinismo está generando no es sólo una burla a las víctimas y a la desgarradura del país, es también exaltar lo inhumano.

Contra ello, lo verdaderamente narrable es la historia de las víctimas y de quienes resisten. Ellos son los verdaderos sujetos del drama. Sobre las vacías y cobardes vidas de criminales y políticos, habría que escribir las de mujeres como María Herrera, que tiene cuatro hijos desaparecidos y no ha dejado de luchar; como las de las Patronas, que diariamente alimentan a quienes están a merced del crimen y la corrupción; como la del rector de la UAEM, Alejandro Vera, que decidió enfrentar con la universidad la inhumana maquinaria del Estado. Contarlas en profundidad, pasarlas por la narrativa del cine, del corrido, de la literatura, exaltarlas en los medios, es mostrar la realidad y generar una pedagogía ética que permita construir ciudadanos. Contarlas es no sólo resistir, es dejar también de reforzar el sistema y los términos en que los gobiernos han edificado y prolongado esta guerra. Sus vidas guardan las virtudes de la valentía y la dignidad de los vencidos que luchan sin esperanza, porque se debe, porque lo contrarios sería indigno, por la belleza de la bondad. No es tiempo de escribir ni de exaltar A sangre fría, sino La peste.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a José Manuel Mireles, a sus autodefensas, a Nestora Salgado, y a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, boicotear las elecciones y devolverle su programa a Carmen Aristegui.



LAL