Vox Populi

Caciques de casimir

2016-03-14

No se equivocó Enrique Peña Nieto al unir las identidades dispersas en el Pacto por...

León García Soler, La Jornada

Borrón y cuenta nueva. Los mexicanos del vuelco y la alternancia se quedaron huérfanos al desaparecer la paterna figura del césar sexenal. Al principio, seguramente por las previsiones tecnocráticas de Ernesto Zedillo, por las pesadillas del miedo a la política y a los políticos, por la sana distancia que llegaron a pensar evitaría el contagio del activismo en la cosa pública y la fiebre del estatismo tan temido, los de arriba, a la vista del arribo al hoy afamado, uno por ciento, rindieron fervoroso tributo a la democracia sin adjetivos. Y a la navegación sin rumbo.

Vendría la docena aterradora de la ignorancia supina y el fanatismo reaccionario. Y las dudas en torno al cambio que todos, sin excepción, enarbolaban como pendón del inminente arribo al paraíso del capitalismo financiero, el mercado sin regulación alguna y la disciplina fiscal como símbolo de orden en la marcha de cortejo encabezada por los dueños del dinero al lado de la jerarquía católica que todavía se imaginaba combatiente a las órdenes de Juan Pablo II, el papa que desató en la Plaza de San Pedro los gritos de: ¡Santo súbito! en cuanto se anunció el final de su larga vida guerrera. ¿Por qué no funcionaban la plutocracia en ciernes, el mando horizontal y la fiel aplicación del dogma neoconservador a cargo de gerentes? ¿No sería porque no asumieron el poder los empresarios, los capitalistas, sino sus huestes gerenciales, ujieres de gris atuendo y mentes obnubiladas?

Imposible. En el prometedor arribo del sistema plural de partidos encontraron cabida y la posibilidad de evitar tanto el cesarismo sexenal como el caudillismo precursor del mando único matizado con el manto de árbitro de última instancia. De la pluralidad dispersa del pasado surgió la opción de una política tripartita, que bajo el control de las sucesivas, interminables, reformas electorales, impediría que alguno de la triada alcanzara la mayoría. Ya no digamos la mayoría absoluta en el Congreso de la Unión; así como la posibilidad de la unanimidad servil que sirvió para generar el mito del poder omnímodo del señor presidente. Y para corroer hasta demoler el poder constituido de la institución presidencial; la de la no relección absoluta y la no intervención en asuntos internos ajenos a la República.

Sucedió que con la alternancia seguida del retorno del PRI adormilado por la sana distancia, se derrumbó la Torre de Babel del régimen sobreviviente al cambio de titular del Poder Ejecutivo de la Unión. Después del vuelco, cambio de militancia partidista de los del cambio. El régimen se mantuvo firme y la transición en presente continuo aseguraba su permanencia, mientras los del proceso daban vueltas a la noria y sacaban del pozo una reforma electoral tras otra y otra y otra más. Los de abajo pagaron el precio; se proletarizó la clase media emergente y la mitad de la población se empantanó en la pobreza, con millones en la llamada pobreza extrema, al borde de la hambruna. Inalcanzable el lenguaje común. Pero no el de la ambición compartida de hacerse del botín político.

La transición logró el milagro de democratizar la corrupción. Ya no era atributo exclusivo del señor presidente, sus amigos y paniaguados. Siempre se necesitó la complicidad de uno de afuera, de algún elegante señorito de la iniciativa privada que recibiera del de adentro la prebenda y pagara puntualmente el porcentaje siempre creciente de la parte del león. Lo que permaneció inalterable fue la impunidad. Y al llegar el sufragio efectivo y la triada de partidos dominantes que suplieron al invencible partido hegemónico, la comalada sexenal de millonarios que inmortalizó la frase de Emilio Portes Gil, devino en festín constante, en la multiplicación de los panes y los peces bendecidos con el sello del gasto público y el reparto garantizado por el mismísimo poder gubernamental.

Y se entendieron los de la parda clase dominante de nuestra pobre República. Los panistas ya habían buscado la mano firme de algún integrante de la burguesía rural del noroeste. Después de 1988 erigieron una estatua al Maquío Clouthier. A nadie sorprendió que los del priato tardío se entendieran con los del PAN que no se come. De adversarios ideológicos pasaron a compañeros de banca y de bancos. La clase política se identificaba en el desdén por el nacionalismo revolucionario, el agrarismo, los sindicatos identificados como nido de corrupción. Eran ya la clase dominante. Y con el vuelco, la clase gobernante. Imposible excluir a la izquierda, perseguida y combatida al imponerse la derechización en el PRI, el anticomunismo en Los Pinos y en los salones y templos de la derecha que ponía en sus puertas la advertencia: Aquí vive una familia cristiana.

Lejos quedó, aunque no se olvide, el 2 de octubre. Los años de guerrilla ensangrentaron al país y enlodaron a las fuerzas del orden. La derechización del país se hizo realidad. La clase política, antes y después del vuelco finisecular, se reconoció instrumento de poder al servicio de la clase dominante. La democracia alcanzada se reveló conducto para la oligarquía, puente para la plutocracia todavía oculta bajo el velo discreto del sistema plural de partidos y el aparato electoral en permanente mantenimiento. No se equivocó Enrique Peña Nieto al unir las identidades dispersas en el Pacto por México: clave para la acción concertada donde todos son iguales, pero unos más iguales que otros.

No se equivocaron los del PAN que comulgan todos los días con ruedas de molino. No se equivocaron los del PRD bajo el dominio de los chuchos que multiplicaron influencias y fuentes de ingresos, a costa de perder militantes y fuerza política. No se equivocaron los del PRI que pasó de la orfandad a la docilidad bajo la férrea institutriz Elba Esther Gordillo, quien hizo su propio pacto: Felipillo santo al poder y todos contra Madrazo. Los gobernadores, caudillos potenciales, conspiradores por vocación, supieron conformar una coalición capaz de llevar a la candidatura presidencial al del estado más poblado y con más recursos económicos. En la derrota, la insolente frase del profesor Hank González, Un político pobre es un pobre político, fue la bandera para recuperar Los Pinos.

No he incluido en el relato de la conversión de la clase política en clonación, la narrativa política trastocada en nota roja. Insistir en que el terror del crimen organizado y del narcotráfico es ya negocio dominante, cercano al monopolio financiero. No lo es, por mucho que se laven fortunas fantásticas en la banca (que) en México pasa por el mejor ciclo de la historia. La desigualdad imperante aquí y en todo el mundo es la fuerza dominante, piedra angular de la concentración del capital en manos de menos de uno por ciento de la población. Tienen, son dueños, de más, mucho más de lo que tiene la mitad de la población. Y la concentración se multiplica geométricamente.

Primero es comer. Pero en la transición, lo electoral distrae de lo vital. Hoy debatimos el dilema de los candidatos independientes, a sabiendas de que no existen. En busca del salvador, del mesías, o del gesticulador que promete la democracia sin partidos políticos, hay que mantenernos atentos a la amenaza que representa para el mundo entero el deslumbramiento de multitudes reaccionarias y fanáticas con Donald Trump.

Multimillonario, insolente, ignorante de la realidad, Trump sirve para que no olvidemos el horror del nazifascismo. Y para que los mexicanos no persigan la sombra de un caudillo. O la entronización de un farsante.



LAL