Reportajes

La segunda guerra fría

2016-03-15

El comportamiento de Occidente o de Rusia sirve de excusa para justificar actos terroristas: se...

Mary Kaldor, El País

En su libro El retorno de la historia y el fin de los sueños (2008), Robert Kagan dice que el mundo se ha vuelto "otra vez normal". Al decir normal se refiere a la geopolítica, a una rivalidad entre Estados soberanos que se apoya en el poder militar. Algunos definen esta situación como una segunda guerra fría, es decir, el regreso imaginario de la primera. En ministerios de Defensa, empresas de armamento y grupos de estudios estratégicos, este giro narrativo ha ido acompañado de un suspiro colectivo de alivio. Irak y Afganistán han quedado atrás. Podemos volver a lo que sabemos hacer, evitar un conflicto con Rusia o China y construir sistemas armamentísticos cada vez más complejos.

La última Revisión de la Defensa de Reino Unido ­—documento que recoge periódicamente la estrategia de seguridad nacional de ese país— compromete a Londres a desarrollar una nueva generación de armas nucleares lanzadas desde submarinos y adquirir dos portaviones dotados del avión de combate F-35, tan sofisticado y tan increíblemente caro que todavía no se ha fabricado. El documento no explica verdaderamente por qué se necesitan estos sistemas, ni se percibe ninguna sensación de urgencia sobre los peligros que afronta Reino Unido; seguramente porque se supone que esas adquisiciones son normales. Parece darse por sentado que la seguridad consiste en fuerzas militares al estilo de las de la Guerra Fría y que todo lo demás es secundario, o se espera que encaje en su sitio, no se sabe cómo. En otras palabras, lo que podríamos llamar la segunda guerra fría es una repetición imaginaria de la primera.

La primera Guerra Fría se consideró en general una rivalidad épica entre dos sistemas sociales: capitalismo contra socialismo o democracia contra totalitarismo. Se decía que la disuasión era lo único que podía impedir el estallido de una III Guerra Mundial. Por supuesto, hubo conflictos locales fuera de Europa en los que murieron millones de personas, además de represión y dictaduras en Europa del Este. Pero Europa Occidental y Estados Unidos vivían bastante a salvo de la violencia real.

Ahora bien, ¿y si la ausencia de enfrentamientos armados en Europa Occidental tuviera otra explicación? También la primera Guerra Fría se puede caracterizar de imaginaria. Se suele decir que Europa vivió "en paz" durante ese periodo. En efecto, aparte de los conflictos en Europa del Este, Grecia y Turquía, Irlanda del Norte y el País Vasco, lo que experimentó Europa fue una guerra imaginaria. Una y otra vez, en las maniobras militares a través de las llanuras alemanas, en los relatos de espionaje y contraespionaje, en la retórica de los políticos y los periódicos, lo que había entre el este y el oeste era imaginario. Los europeos vivían con la angustia del choque inminente y las formas de control y organización típicas de una situación bélica. Era como si la II Guerra Mundial no hubiera terminado. Y las imágenes resultaban tan emocionales porque los recuerdos de esa guerra estaban todavía frescos.

Se podría decir que la guerra imaginaria fue una forma de ejercer el poder. Permitió a los dos bandos retener lo que habían ganado durante la II Guerra Mundial. Sirvió para mantener la cohesión de Occidente y justificar un gasto público elevado para prevenir la vuelta del desempleo. Y, en el este, facilitó una mentalidad bélica que legitimó el dominio soviético de esa parte de Europa y las formas centralistas y represivas de organización. Según esta explicación, ninguno de los dos bandos quería el enfrentamiento; sólo reforzar sus respectivas posiciones internas. Y si eso es verdad, entonces la Guerra Fría tal vez contribuyó a impulsar la longevidad del comunismo en Europa del Este, a sostener la hegemonía de EE UU y a justificar un gasto cada vez mayor de armamento.

Hablar de la segunda guerra fría puede desempeñar una función similar. Desde el punto de vista de Putin, las historias de la expansión de la OTAN, las violaciones occidentales del derecho internacional en Irak y Kosovo y la manipulación occidental de las revoluciones de colores en el antiguo dominio soviético ofrecen una justificación para los actos de Moscú en los países vecinos, en Osetia, Crimea y el este de Ucrania, por no hablar de la campaña de bombardeos en Siria. Recuperar el discurso de la época soviética, acudir al rescate de los ciudadanos rusos y actuar como superpotencia en Oriente Próximo son medidas que refuerzan su endeble posición interna. En concreto, las protestas en Ucrania, que estaban dirigidas contra la oligarquía rusa en el país y sus vínculos criminales (no muy diferentes a las de los indignados en España), podrían haber dejado al descubierto a los delincuentes rusos y además estaban empezando a encontrar eco en Moscú. La anexión de Crimea y la guerra en el este de Ucrania transformaron la interpretación de lo que estaba sucediendo, convirtieron unas manifestaciones en favor de la democracia en un conflicto étnico y, de esa forma, impidieron cualquier cambio sustancial en Ucrania.

Desde el punto de vista de Occidente, el comportamiento de Putin ofreció nuevos argumentos para la OTAN y para aumentar el gasto de defensa. Cuando parecía que nadie estaba dispuesto a examinar cómo se hicieron tan mal las cosas en Irak y Afganistán, ni a aprender las lecciones de aquellos años, dio la impresión de que se agradecía la vuelta a elementos institucionales conocidos, en un momento en el que varios proyectos de armamento estaban dando fruto y necesitaban más inversiones. Era una forma de ignorar las interminables consecuencias de aquellas guerras —la extensión de los conflictos en Oriente Próximo y África y la expansión del ISIS— y, al mismo tiempo, contentar a varios grupos tradicionales de apoyo en los respectivos países. Extrañamente, por ejemplo, el anacrónico debate sobre la compra de submarinos Trident en Reino Unido, a un precio de más de 40,000 millones de libras (51,600 millones de euros), sólo puede entenderse por intereses partidistas, como una forma de dividir al Partido Laborista. Igual que la primera Guerra Fría puede interpretarse como un empeño colectivo en el que ambas partes se reforzaban mutuamente, el relato geopolítico común, hoy, ofrece beneficios mutuos a los diversos actores dominantes.

Salvo que quizá la segunda vez no salga tan bien. Ya no es tan fácil aislar a Europa Occidental y EE UU de los problemas en otras partes del mundo. Las guerras en Ucrania, Oriente Próximo o África también pueden considerarse empeños colectivos y quizá una especie de condición social. En lugar de dos bandos con objetivos políticos identificables, se caracterizan por tener numerosos grupos armados, algunos vinculados al Estado y otros no, que sacan más provecho de la violencia y el caos que de la victoria, y eso explica su persistencia y por qué es tan difícil ponerles fin. Son grupos que viven de propagar creencias sectarias y fundamentalistas y de enriquecerse mediante el saqueo, el robo, el secuestro y el contrabando de petróleo, drogas o antigüedades. Los choques entre los grupos armados son menos frecuentes que la violencia dirigida contra la población civil. La estrategia típica consiste en establecer el control político mediante los desplazamientos forzosos.

Estas guerras no sólo son difíciles de terminar, también son complicadas de contener. Se extienden con los refugiados y los desplazados (un millón del este de Ucrania, ocho millones de Siria, por el momento, por no hablar de Yemen, Afganistán, Libia, Mali, Sudán del Sur, República Democrática del Congo, etcétera). Se propagan a través del crimen organizado internacional, con la venta de drogas y antigüedades o el blanqueo de dinero —el problema de los precios de la vivienda en Londres, por ejemplo, se explica porque la propiedad inmobiliaria es uno de los mejores métodos de blanqueo de dinero para los oligarcas rusos y ucranios y los nuevos ricos de la guerra en Oriente Próximo—. Y se extienden a través de ideologías extremistas, como hemos visto en París, Bruselas y otros lugares.

La geopolítica no es ninguna solución. El comportamiento de Occidente o de Rusia sirve de excusa para justificar actos terroristas: se enmarca como víctimas a los musulmanes en Crimea, Chechenia, Irak y Siria. La intervención militar sirve para justificar más violencia. El suministro de armas no hace sino contribuir a aumentar el número de muertos y de desplazados.

La segunda guerra fría tampoco puede solucionar problemas internos. La economía rusa sigue cayendo y a los manifestantes por la democracia ya se han unido también los sindicatos. El gasto de defensa no va a acabar con el paro ni las desigualdades, y la retórica de la segunda guerra fría sólo sirve para alimentar el populismo de extrema derecha. En otras palabras, lo que ahora es normal está sujeto a la inseguridad, la precariedad y el miedo. La segunda guerra fría es una fantasía peligrosa y anacrónica que nos impide pensar seriamente en cómo resolver las tragedias de nuestra época e incluso las agrava.



JMRS
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