Calamidades

La corrupción, de nuevo

2016-04-10

La corrupción ha dejado de ser un medio para lograr el enriquecimiento rápido, y se...

HÉCTOR E. SCHAMIS, El País

En América Latina, la corrupción encabeza la agenda del debate público. Se trataría de una cierta disonancia si efectivamente se registra una disminución de la misma, según reportan de forma independiente entre sí AmericasBarometer, Latinobarómetro y Transparencia Internacional. Con buen criterio, ello enfatiza un reciente artículo de Kevin Casas-Zamora y Miguel Carter, a pesar de tomar los datos como válidos.

Son todos surveys muy respetados, pero bien podría tratarse de un clásico ejemplo de empiricismo falaz. Es que menos casos de corrupción no necesariamente significa menos corrupción. Otras lecturas, otras maneras de “medir”, son capaces de capturar mejor el fenómeno, por ejemplo, en montos de dinero, de vidas, en impunidad, o en términos de colusión con el poder político. También puede ser que se hayan desarrollado economías de escala en corrupción, es decir, menos episodios pero más concentrados y de mayor magnitud.

Si ello es así, y es una hipótesis, hay que precisar mejor lo que se mide. No se trata solo de validar sino de entender la naturaleza del fenómeno. Mas allá del número de escándalos de corrupción, eufemismo con el que a menudo se representa esta conducta criminal, el debate apenas si ha rasgado la superficie. Quedan varios acertijos por resolver sobre la cuestión y sus efectos en la política.

La corrupción ha dejado de ser un medio para lograr el enriquecimiento rápido, y se ha convertido en una finalidad política: el control del Estado

He sugerido con anterioridad, en este mismo espacio, analizar la corrupción como forma de dominación, o sea, como régimen político. Para ello hay que mirar al Estado como causa y consecuencia al mismo tiempo. Tal vez la corrupción sea un subproducto de aquello que llamamos “globalización”, ese término que nos dice que los bienes, los servicios, las personas, la cultura y la información son hoy más móviles que nunca, y que las nociones tradicionales de soberanía—el Estado—constituyen formas de control obsoletas. Ello también para el caso de los ilícitos.

A veces el argumento es exagerado, pero tiene sentido en América Latina, sobre todo por que el problema es endémico: el Estado siempre ha sido débil, frágil, defectuoso, a menudo fallido y casi siempre capturado por grupos privados. El mapa del Estado como aparato burocrático y legal no coincide con el mapa político en casi ningún país de la región. En vastas zonas de la periferia no hay presencia estatal, son actores privados quienes administran justicia, cobran impuestos y monopolizan el uso de la fuerza. O más bien una caricatura de todo ello.

Ello es propicio para la corrupción, un tema viejo y nuevo al mismo tiempo. Es que ya no se trata de un simple funcionario que paga un sobreprecio para quedarse con la diferencia. Lo nuevo es la criminalidad transnacional, la magnitud de sus recursos, su capacidad de penetrar la sociedad y de capturar—literalmente—el aparato del Estado. La corrupción ha dejado de ser un medio para lograr el enriquecimiento rápido, y se ha convertido en una finalidad política: el control del Estado.

Si los partidos se han debilitado y fragmentado, además de haber perdido la confianza de la sociedad, lo cual es frecuente, la corrupción ocupa ese vacío. Cumple así las funciones básicas de la política: seleccionar dirigentes, organizar la competencia electoral, ejercer la representación y el esencial control del territorio y, desde luego, financiar campañas.

La perpetuación es la consecuencia lógica de esta nueva realidad y el crecimiento geométrico de las cifras de la corrupción, que pueden llegar a miles de millones de dólares, su requisito necesario. De este modo, la información más valiosa de los Panama Papers no es tanto la evasión fiscal como el lavado, componente habitual de la corrupción. Para ello hay que saber cuales son las cuentas abiertas durante o inmediatamente después de que su titular pasara por el poder, a diferencia de las que existían con anterioridad a la política.

Todo esto por que, además, la corrupción mata. Es una implacable aseveración, pronunciada por la sociedad civil argentina en ocasión del accidente ferroviario causado por falta de mantenimiento, consecuencia de la apropiación de recursos que debieron usarse para tal fin. El caso motivó la condena con cárcel de varios exfuncionarios de los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner. Es que si la corrupción mata, tal vez estemos entrando en un nuevo terreno a explorar: la corrupción como violación de derechos humanos y, de este modo, potencialmente sujeta a jurisdicción universal.

Algo ya existe en la legislación internacional, pero ha tomado forma concreta en Guatemala con la CICIG, comisión internacional contra la impunidad que llevó a la caída al gobierno de Pérez Molina, y en Honduras con la MACCIH, misión de apoyo contra la corrupción y la impunidad creada por la OEA. Si se plantea en términos de derechos humanos, es una estrategia a profundizar. Sería un círculo completo y virtuoso: los mismos recursos globales que hacen la corrupción posible, ofrecen instrumentos para combatirla.



TRO

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