Reportajes

La larga guerra de Colombia con las FARC se acerca a su fin; ahora viene lo más difícil

2016-07-25

52 años después de que las FARC se alzaron en armas, los guerrilleros que alguna vez...

KEJAL VYAS, The Wall Street Journal

CALAMAR, Colombia— Desde hace años, los guerrilleros del llamado Frente 1, o Frente Primero, de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) sobrevivieron a bombardeos aéreos y combates, raciones miserables y enfrentamientos nocturnos con ejércitos de hormigas rojas que caminaban sobre sus improvisadas camas en medio de la selva.

Sin embargo, para ellos y para muchos de los 6,800 combatientes de las FARC dispersos por territorio colombiano, lo que tienen por delante es una nueva y, en cierto modo, más abrumadora fase: la paz. “Nuestro mundo está a punto de ser puesto volteado”, dijo Carolina Torres, de 37 años, quien lleva 22 años en la guerrilla y trabaja de enfermera en el Frente.

Cincuenta y dos años después de que las FARC se alzaron en armas, los guerrilleros que alguna vez soñaron con la toma del poder están en una encrucijada: sus comandantes están cada vez más cerca de sellar un acuerdo de paz con el que alguna vez fue su enemigo jurado, el gobierno de Colombia. El mes pasado, después de tres años y medio de negociaciones en Cuba, las FARC y el gobierno acordaron un alto el fuego permanente como parte de un plan para el desarme y la desmovilización de la organización guerrillera, lo que pondría fin al conflicto armado más prolongado del mundo.

Cuando llegue la paz, los mandos supremos de la organización —algunos de ellos comunistas formados en el antiguo bloque soviético— se pondrán al frente de un nuevo partido político. No obstante, algunos inconformes, que durante años se enfrentaron con las fuerzas antiguerrilleras, temen la perspectiva del desarme y la reintegración en la sociedad, según dijeron a The Wall Street Journal decenas de rebeldes durante una reciente de conversaciones en su campamento selvático en el sur del país.

Muchos de los rebeldes, veinteañeros desgarbados que nunca han estado en una ciudad o estudiado otra cosa que no sean tácticas de combate y doctrina leninista, dijeron que desconfiaban del proceso de paz. Algunos advirtieron que si la transición no funciona para ellos, volverían a rebelarse. Esta no es una amenaza vacía en un país donde otros grupos insurgentes disueltos se transformaron en bandas de narcotraficantes.

De hecho, poco después de la visita del Journal, una facción rebelde del Frente 1 emitió un comunicado rechazando el proceso de paz y prometiendo continuar la lucha.

“Tienes que ser realista”, dijo un joven guerrillero que utiliza el nombre de CamaradaKevin Victorino y ha luchado en las FARC durante 11 años.

“Si se firma un acuerdo y todos nosotros no estamos totalmente de acuerdo con él, tomaremos las armas de nuevo, o nos iremos a otro grupo”, aseveró el hombre de 28 años, aferrando su fusil bajo un pesado aguacero que convirtió el suelo del campamento en un lodazal. “Eso sí es un riesgo”.

El presidente Juan Manuel Santos ha apostado su mandato a la conclusión de un conflicto que desde mediados de los años 60 ha dado lugar a más de 220,000 muertes y el desplazamiento de millones de agricultores pobres. Con sólo dos años más en la presidencia, Santos y sus negociadores están trabajando febrilmente para llegar a un acuerdo final y ponerlo en práctica antes del fin de su mandato.

En el acuerdo sellado el 23 de junio, las FARC se comprometieron a que luego de la firma del acuerdo final, sus casi 100 unidades se congregarán en 23 “zonas de concentración” repartidas en otras tantas aldeas. Allí, durante un proceso que durará seis meses, los guerrilleros entregarán sus armas a una comisión de verificación de Naciones Unidas.

El Estado se comprometió a garantizar la seguridad de los rebeldes desarmados, que temen represalias de caudillos regionales. Y la guerrilla acordó someterse a tribunales especiales que investigarán atrocidades cometidas en el conflicto, lo que potencialmente podría hacerles pasar un tiempo en la cárcel.

Para las FARC, el premio es la oportunidad de participar en la vida política.

Sin embargo, para los cerca de 100 combatientes que viven en este campamento escondido en la profundidad de la selva, la idea de una nueva Colombia genera incertidumbre y desconfianza.

Muchos de ellos —que temen dar sus nombres reales— se preguntan por qué tienen que renunciar a los fusiles de asalto y los lanzagranadas que han portado por tanto tiempo.

“¿Por qué no podemos hacer política con armas?”, preguntó un guerrillero que usa el alias de Zenyi. Cuando tenía 11 años, su padre, también un rebelde, lo incorporó a las FARC. Zenyi, que aprendió a leer hace cinco años, dijo que sus favoritos son El arte de la guerra de Sun Tzu y libros de historia sobre las FARC y Mao Zedong.

“Santos tiene todo un ejército detrás de él”, dijo con voz suave el joven de 27 años mientras lustraba su arma al lado de una trinchera de 1,20 metros de profundidad junto a la cama donde duerme.

Ese tipo de dudas acerca de lo que traerá para ellos la paz ha llevado a algunos rebeldes del Frente 1 a emitir recientemente un comunicado que decía: “Hemos decidido no desmovilizarnos”.

“Continuaremos la lucha por la toma del poder”, agregaba el comunicado.

Funcionarios del gobierno dicen que unos 50 guerrilleros formarían parte de esa rebelión, planteando dudas acerca de qué harían otras unidades. Desde La Habana, los comandantes de las FARC les advirtieron que si no vuelven al redil no podrán llamarse a sí mismos FARC o usar “sus armas”.

Por su parte, el gobierno de Santos dijo que combatirá a los rebeldes que se resisten.

“Cualquiera que tenga alguna duda, que mejor la deje a un lado y se acojan, porque es la última oportunidad que tienen para cambiar de vida”, dijo Santos en un discurso reciente, pidiendo a todas las unidades guerrilleras que se preparen para desarmarse. “Porque de otra forma terminarán —se los aseguro— en una tumba o en una cárcel”.

Para Zenyi y otros como él, sin embargo, este pedazo de selva es su casa, un lugar donde el Frente 1 funciona como un feudo y navega los ríos libremente. En un pequeño pueblo con el único teléfono en la región, van a comprar verduras en ropa de combate, con granadas colgadas de sus pechos. Esta unidad ejerce su autoridad sobre más de 80,000 campesinos, muchos de los cuales cultivan coca, la hoja usada para hacer cocaína. Funcionarios del gobierno dicen que los rebeldes aquí no sólo cobran impuestos a los agricultores, sino que además trafican la sustancia terminada.

Para llegar hasta este campamento hay que recorrer un largo camino que serpentea a través de un laberinto de afluentes en el departamento de Guaviare, donde aldeas de casuchas de madera dan paso a bosques vírgenes. Río abajo, los únicos signos de la civilización son los ocasionales bidones de gasolina flotando vacíos en la corriente.

Las FARC marcan su territorio claramente con carteles de color azul celeste similares a vallas de publicidad de carretera colocadas a lo largo de los cursos de agua. “FARC-EP — 50 años de lucha por la justicia y la paz”, se lee en un cartel. Otro cartel muestra la cara del ex comandante de las FARC Alfonso Cano, muerto a manos del Ejército colombiano. “Indestructible, sereno, vivo”, dice el cartel.

En esta selva no hay carreteras, electricidad o teléfonos. Con una presencia casi inexistente del Estado, la única ley aquí es la del Frente 1, una unidad de más de 200 combatientes aguerridos, la mitad de los cuales estaban asignados al campamento visitado por el Journal.

Forman parte del Bloque Oriental de las FARC, que durante seis años tuvo como rehenes a tres contratistas del Departamento de Defensa de Estados Unidos y a la candidata presidencial colombiana Ingrid Betancourt. El Bloque Oriental también es conocido por depender en gran medida de las ganancias de la droga.

En Cuba, los comandantes de las FARC dicen que se están alejando del tráfico de drogas, así como del uso de niños soldados y la extorsión, que llevaron a que EU y la Unión Europea designaran al grupo como organización terrorista. Aquí, sin embargo, el papel prominente de la coca en la financiación de las operaciones de la guerrilla se conversa abiertamente entre los guerrilleros, que citan con frecuencia la llamada Ley 002 de las FARC. Esta norma, dicen, les da derecho a cobrar impuestos a los productores de coca. El gobierno de Colombia afirma que los rebeldes se han aprovechado de las negociaciones en Cuba para aumentar las cosechas. En 2015 los cultivos de coca crecieron 39% en comparación con el año previo, de acuerdo con un reporte que Naciones Unidas publicó la semana pasada sobre la base de imágenes satelitales.

“No hay nada malo con ponerle un impuesto a la coca”, dijo Oscar Toro, de 27 años, que pasó de ser un trabajador menor de edad en una fábrica de DVD piratas a peón de una plantación de coca antes de hacerse combatiente.

Para Toro, volver a la vida civil significa regresar a una sociedad que, según él, lo ha rechazado. No puede concebir la integración en un sistema capitalista que le han enseñado a despreciar. Cuando se le preguntó qué habilidades podría aportar a la vida civil, sonrió y mencionó su talento para hacer bombas.

“Una cosa que me ha gustado hacer y algo en lo que soy bueno son los explosivos, volar soldados”, dijo Toro, un joven corpulento y con bigote, mientras sorbía café instantáneo azucarado de un tarro de metal con las palabras “Ejército Colombiano” grabadas en su base.

“Es difícil saber” cuántos soldados he matado, reconoció Toro. “A veces hay un pedazo de un cuerpo aquí y otra por allá”, dijo, contando sus experiencias de combate.

En la superficie, la guerrilla parecía estar tratando de prepararse para este nuevo capítulo en sus vidas. Y en cierto sentido, el proceso de paz ya ha dado algunos frutos: se acabaron los días de arrastrarse penosamente por la selva para escapar de los misiles guiados por láser lanzados por aviones Super Tucano o las largas caminatas a la civilización para atacar a las patrullas del Ejército.

La mayoría de los guerrilleros dijeron que hacía más de un año que no disparaban sus armas. En los últimos 12 meses, sólo cuatro personas han muerto en Colombia por el conflicto: un civil y tres soldados del Ejército.

El comandante de este destacamento guerrillero, Iván Lozada, un veterano de 24 años con un ojo de vidrio y uno de los 18 hijos de una familia pobre de agricultores, hasta hace poco se había esforzado en ayudar a sus subordinados a prepararse para la incorporación a una nueva vida.

Lozada da una clase de formación marxista en la que los rebeldes ponen en escena obras de teatro que cuentan la historia de las FARC como víctimas de la lucha de clases y debaten la aplicación del marxismo a un mundo moderno del que saben muy poco.

Soñaban con convertir a Colombia en un país que nunca han visitado: Cuba. Los guerrilleros visten camisetas con la bandera cubana y boinas con la imagen del icónico líder guerrillero Ernesto “Che” Guevara.

El propósito de estas reuniones, explicó Lozada, era mantener la unidad ideológica mientras se embarcan en un camino incierto.

“Hoy en día no estamos haciendo tantos ejercicios militares”, dijo, mientras sostenía en sus manos un libro sobre la vida de Fidel Castro. “Ahora estamos enfocados en los estudios”.

Las sesiones diarias comienzan a las 4:50 a.m. Los rebeldes tienen que caminar en la oscuridad para llegar a unos bancos de madera que hacen de aula improvisada, guiándose a veces por unas cuerdas.

Después de hacer ejercicios en la ropa de combate que visten todo el día, los guerrilleros se sientan en los bancos y leen el libro de estatutos de las FARC, en el que la organización se compromete a proteger los derechos de los agricultores y a mantener lejos de estas tierras a las codiciosas multinacionales.

Mientras un rebelde lee, otros parecen estar pasando por todas las etapas de los estudiantes de secundaria aburridos: bostezan, sueñan despiertos y susurran chistes al oído de sus compañeros. Al caer la tarde, se reúnen para ver películas de batallas de las FARC en una laptop alimentada por un generador a gas, en lo que llaman la “hora cultural”.

No obstante, en un país capitalista —Colombia es el aliado más cercano de EU en América Latina— hay poco en las enseñanzas impartidas por Lozada que pudiera ser relevante para la sociedad actual. Lozada mismo dice que rara vez ha salido de la selva tropical. Nunca ha oído hablar de McDonald’s —o del concepto de comida rápida— ni ha estado en una ciudad. Y rara vez ha tenido su fusil más allá del alcance de la mano.

“No creo que vaya a dejar el campo”, aseveró Lozada, que luego se contó entre los comandantes que se declararon en contra de las negociaciones de paz.

Es difícil entender por qué alguien querría vivir esta vida. Los rebeldes comen una dieta rica en almidón que incluye arroz, papas y pescado de río, a menudo guisado con el mismo cubito de condimento salado. Duermen en hojas de palma. La vida cotidiana significa lidiar con picaduras de mosquitos portadores de malaria y evitar serpientes venenosas.

Los rebeldes se retiran a sus camas a las 6 de la tarde, después de lo cual hacer ruido o incluso encender un cigarrillo está prohibido como medida de seguridad contra la vigilancia aérea. Esto lleva a muchos guerrilleros a fumar como chimeneas durante la tarde.

Las relaciones entre hombres y mujeres requieren del consentimiento de Lozada, quien dice que toma su decisión luego de considerar la salud mental de los combatientes y cerciorarse de que no tengan enfermedades de transmisión sexual. En el campamento, las parejas pueden compartir la cama sólo los miércoles y domingos.

Rebeldes como Torres, la enfermera de esta unidad, duda que las destrezas que aprendió aquí, como realizar una cirugía de apendicitis, sean útiles en la sociedad colombiana. Como marxista, dijo, no puede verse a sí misma lidiando con el ajetreo cotidiano, tratando de ganar dinero para sobrevivir.

“Todo el mundo afuera sólo piensa en capital, en sus intereses personales”, sostuvo, añadiendo que ella duda que el proceso de paz vaya a funcionar. “La oligarquía es muy tramposa”, dijo.

Otros —como un joven de 21 años que se hace llamar Exneider y se unió a los rebeldes por su amor a las armas— dicen que simplemente se han acostumbrado a vivir aquí.

Exneider, que llevaba un lanzagranadas, dijo que las FARC le enseñaron disciplina y a vivir un estilo de vida regimentado y espartano. Contó que en su antigua vida cultivaba coca y ganaba US$15 por día, que en su mayoría gastaba en whisky Old Parr.

“Esto es como la universidad”, dijo sobre la vida en la selva. “Aquí se aprende a ser un ser humano”.

Hay combatientes con aspiraciones modestas para una vida después de las FARC.

Una guerrillera de 25 años que se hace llamar Mileidy afirmó que quiere estudiar danza. Y un amigo suyo, Marlon, que abandonó la escuela en tercer grado para unirse a las FARC, sueña con ser enfermero.

“Cuando pienso en eso”, dijo, “veo que fue un error abandonar la escuela”.

No obstante, en sus conversaciones con el Journal, la mayoría de los rebeldes se mostraron escépticos.

Uno de los guerrilleros más viejos, un rebelde de 60 años conocido como Livardo, recordó que en los años 80 los paramilitares de derecha mataron a más de 1,000 miembros de la Unión Patriótica, un partido político que las FARC ayudaron a fundar. Livardo teme que ahora pase lo mismo, a pesar de que el acuerdo de paz incluye disposiciones para la protección de los rebeldes desarmados.

Cuando se le preguntó si se iba a desmovilizar y entregar su fusil de asalto, Livardo, que llevaba un sombrero camuflado y una bufanda roja, sonrió pícaramente.

“Oh, eso es algo que voy a tener que pensar bastante”, dijo. “Otros pueden entregar las armas antes de mí, yo voy a estar al final de la fila”.



JMRS