Testimonios

¿Cuál es el origen del culto a los santos?

2016-07-28

Los mártires siguen las huellas de Cristo enfrentando por Él el sufrimiento y la...

Por el Hno. Felipe Sánchez Sacramento, EP

Tarde de fiesta en el anfiteatro de Esmirna, en torno al año 155 de nuestra era. Lo abarrotaba una multitud sedienta de sangre, ante la expectativa de asistir a un cruel espectáculo: el martirio de doce cristianos. A la hora señalada entra un anciano de casi 90 años, el santo obispo Policarpo, mirando con indiferencia al populacho.

El procónsul que presidía el evento, cuando lo condujeron a su presencia, le propuso un medio seguro para librarse de los suplicios y de la muerte: maldecir el nombre de Jesús. "Le sirvo desde hace ochenta y seis años, y Él no me ha hecho ningún daño. ¿Cómo puedo blasfemar contra el rey que me ha salvado?",1 replicó Policarpo.

Al ver fracasadas sus tentativas de llevar a la apostasía al santo varón, el gobernador le gritó:2

-Voy hacer que te quemen en la hoguera si no cambias de idea.

-Me amenazas con un fuego que quema un instante y poco después se apaga, pues ignoras el fuego del juicio futuro y del suplicio eterno que está reservado a los malvados. ¿Pero por qué tardas? Haz ya lo que pretendes -respondió el obispo.

En poco tiempo se preparó la pira y se avivó el fuego. Entonces sucedió un hecho prodigioso: las llamas formaron una especie de bóveda, como la vela de un barco hinchada por el viento, que envolvía el cuerpo del mártir. Ahí se encontraba él, no como carne que se está quemando, sino como pan en el horno, como oro o plata en la fragua. Y se difundió por el aire un aroma de incienso. Enseguida el verdugo, por orden del gobernante, apuñaló a Policarpo con una daga.

Para evitar que después los cristianos se llevasen aquel santo cuerpo, digno de veneración, un centurión romano mandó que lo quemaran. Sin embargo, los fieles lograron luego recoger sus huesos, "más preciosos que las piedras preciosas y más valiosos que el oro",3 y los pusieron en un sitio apropiado.

Una forma de devoción que se remonta al siglo primero

El martirio de San Policarpo ha llegado hasta nosotros narrado en una carta escrita poco después de su muerte por la Iglesia de Esmirna a la de Filomelio. Constituye el documento más antiguo conocido que da testimonio de la costumbre de venerar las reliquias de los santos en la Iglesia primitiva. Pero la costumbre en sí misma es más antigua, y no falta quien opine que se inició con San Esteban.

Así, por ejemplo, medio siglo antes de Policarpo, Ignacio de Antioquía recibía igualmente la gloria de ser condenado a morir, esta vez, destrozado por las fieras. Ambos obispos eran discípulos de San Juan Evangelista, y en ellos resplandecía de tal modo la santidad que, aún en vida, despertaban incontenibles manifestaciones de veneración de los fieles.

La entrada de Ignacio en la arena del Coliseo de Roma fue acogida con bramidos por una muchedumbre ávida de sangre humana. Las puertas de las jaulas se abrieron y los hambrientos leones se arrojaron al corto espacio que los separaba de ese hombre de Dios, llevando a cabo el deseo de éste de ser molido como trigo por las fieras. 4 Pero cuando el manto de la noche cubrió el colosal anfiteatro, algunos cristianos entraron en la arena, esperanzados con recoger al menos un puñado de arena enriquecida con algunas gotas de sangre, y encontraron intactos -¡oh alegría!- un fémur y el corazón del santo obispo.

Conmemorando el "dies natalis"

Los mártires siguen las huellas de Cristo enfrentando por Él el sufrimiento y la muerte, y a ellos "como discípulos e imitadores del Señor, los respetamos y queremos como merecen, por su afecto incomparable hacia su propio Rey y Maestro",5 afirmaban los fieles de Esmirna al pedirle el cuerpo de San Policarpo al procónsul.

La admiración que suscitaron esos héroes de la fe en las comunidades cristianas hacía que los corazones de otros muchos fieles ardiesen en deseos de morir por Cristo. Y el testimonio de los que ya habían sido martirizados les inspiraba un intenso deseo de amar a Dios hasta el holocausto de sus propias vidas.

Por lo tanto, no es de extrañar que la asamblea conmemorase su dies natalis leyendo con amor y veneración las narraciones de su martirio. Una vez más son los fieles de Esmirna los que nos dan testimonio de tal anhelo: "Según podamos, el Señor nos permitirá congregarnos, en gozo y alegría, para celebrar el aniversario de su martirio, en memoria de todos los que ya han luchado en la contienda y para la enseñanza y preparación de los que han de hacerlo más adelante".6

Finalizado el período de las persecuciones, la atención de los cristianos se volvió paulatinamente hacia los santos no mártires. Y la Santa Iglesia fue promulgando leyes a lo largo de los siglos para organizar y disciplinar los actos exteriores de dicho culto, como lo conocemos en nuestros días.

La utilidad de esas fiestas

Admiremos ese ejemplo y aprendamos con los que nos han precedido en la fe a amar a los que fueron capaces de derramar toda su sangre por amor a Cristo crucificado y a imitar su testimonio.

Y para ello, nada mejor que concluir estas líneas con un hermoso y esclarecedor escrito de San Agustín: "Ellos no tienen necesidad de nuestras festividades, porque gozan en los Cielos en compañía de los ángeles; pero gozan con nosotros no si los honramos, sino si los imitamos. El mismo hecho de honrarlos a ellos es de provecho para nosotros, no para ellos. Pero honrarlos y no imitarlos no es otra cosa que adularlos mentirosamente. Con esta finalidad ha dispuesto estas festividades la Iglesia de Cristo: para que a través de ellas la comunidad de los miembros de Cristo se sienta invitada a imitar a los mártires de Cristo. Ésta es, sin duda alguna, la utilidad de esta fiesta, no otra".7

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1 MARTIRIO DE SAN POLICARPO, IX, 3. In: QUINTA, Manuel de (Ed.). Padres Apostólicos. 4.ª ed. São Paulo: Paulus, 2008, p. 151.
2 Cf. Ídem, XI, 2.
3 Ídem, XVIII, 1, p. 154.
4 Cf. SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA. Carta a los romanos, IV, 1. In: QUINTA, op. cit., p. 105.
5 MARTIRIO DE SAN POLICARPO, op. cit., XVII, 3, p. 154.
6 Ídem, XVIII, 3. 7 SAN AGUSTÍN. Sermo CCCXXV, n.º 1: ML 38, 1447.



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