Testimonios

Un mundo en guerra

2016-08-03

Estamos en guerra, como dice el Papa, pero no es una guerra de religiones, por la sencilla...

Santiago Martín

El Papa en Polonia y ha dicho cosas importantes. Merece la pena destacar lo que dijo nada más llegar: el mundo se encuentra en guerra, aunque no sea una guerra de religiones. Se refería al asesinato de un sacerdote francés, el P. Hamel, degollado por dos musulmanes mientras celebraba misa en su parroquia del norte de Francia.

Hay que evitar a toda costa que lo que está pasando se presente como una guerra religiosa o guerra de religiones. Los Papas, y no sólo Francisco, han hecho todo lo posible por no caer en esa trampa, que es lo que desearían los musulmanes radicales. Estamos en guerra, como dice el Papa, pero no es una guerra de religiones, por la sencilla razón de que una de esas dos religiones, la cristiana, no quiere entrar en guerra. Somos católicos y no tenemos más que un camino posible: responder con amor a la violencia, poner la otra mejilla (si nos cortan el cuello ya no podemos poner nada más), perdonar a nuestros enemigos y hacer el bien a los que nos hacen el mal. Cristo murió perdonando, el primer mártir (San Esteban) hizo lo mismo y a ellos les han seguido millones de mártires que han imitado al Señor.

La guerra, por lo tanto, no es un asunto nuestro, de los cristianos. No la hemos provocado, no la queremos y rezamos para que haya paz.

Eso no significa que no podamos y debamos decir algo sobre lo que está sucediendo. El fundamentalismo islámico que llega a la justificación del terrorismo, se fundamenta en las enseñanzas del Islam. De esas enseñanzas no se deduce necesariamente que la violencia sea legítima (de lo contrario, todos los musulmanes serían terroristas), pero sí dan pie a que algunos extraigan esas conclusiones. Y justo ahí es donde está el problema, un problema que son los propios musulmanes los que deberán resolver, pues tendrán que leer en un sentido espiritual los escritos sagrados en los que se sustenta su fe y tendrán que contextualizar las actuaciones de su fundador, Mahoma, para rechazar todo aquello que hoy ni puede ni debe ser aplicado. Ese es un gravísimo problema que ellos tienen, aunque seamos nosotros los que sufrimos las consecuencias.

Pero junto a esta necesaria redefinición del Islam, que excluya toda justificación de la violencia y que expulse de su seno oficialmente a quienes la practiquen, hay otro tema de fondo. Los que, como yo y por vivir en España, hemos tenido contacto con algún musulmán practicante de su religión, hemos notado enseguida el fuerte sentimiento de superioridad que tienen con respecto a los cristianos. Son más pobres, son nuestros choferes, jardineros, empleados, cuidadores de nuestros ancianos o cocineros en nuestras casas (a excepción de los ricos de las monarquías del Golfo Pérsico, con sus petrodólares). Sin embargo, a pesar de trabajar para nosotros, se sienten superiores. Y eso se debe a que su religión les imprime unas exigencias morales muy superiores a lo que practican la inmensa mayoría de los occidentales, que se han alejado de las diferentes Iglesias cristianas. No tienen una moral más exigente que la católica, pero ¿cuántos católicos practicantes conocen?

Por ejemplo, sus jóvenes y nuestros jóvenes; los nuestros son promiscuos hasta la náusea, alcoholizados ya desde la adolescencia, consumistas y perezosos (siempre hay excepciones), mientras que sus muchachas van con el velo que las cubre la cabeza y tienen una vida sexual muchísimo más casta. ¿No tienen motivos para sentirse superiores? Nosotros (no me refiero a los católicos practicantes) matamos a nuestros hijos en el vientre de las madres y lo hacemos no porque no podamos alimentarlos sino porque, de una manera o de otra, su llegada entorpece nuestros planes; ellos, en cambio tienen familias numerosas, aunque no tengan mucho dinero para darles todo lo que les gustaría. Les reprochamos que tengan varias mujeres (la mayoría tiene solo una), pero nosotros hemos establecido un sistema hipócrita de poligamia real, que consiste en divorciarse tantas veces como se desee y en muchas ocasiones sin una ayuda económica a la mujer que se ha dejado atrás.

Por todo eso y por otras cosas, cuando los musulmanes juzgan a Occidente lo que ven es una sociedad en descomposición, como una fruta madura que espera a ser cosechada e incluso que necesita ser salvada por ellos de su autodestrucción; con su mentalidad, identifican Iglesia con Occidente y al despreciar a éste desprecian a aquella. Además, ven cómo las sociedades secularizadas atacan al cristianismo (sobre todo al catolicismo) y concluyen que ni tenemos la capacidad de ser fermento en la masa para cambiar las cosas, ni sirve para nada nuestro método de responder al mal con el bien y de poner la otra mejilla. Eso termina por conducirles -no a todos- a un elogio de la violencia y a una justificación del terrorismo.

Por eso, lo importante en esta guerra, que no es de religiones pero en la que sí están implicadas las religiones, es acabar con lo que nos hace débiles. Occidente debe dejar de perseguir al cristianismo, pues sólo una Iglesia viva y fuerte podrá ser una respuesta moral a las pretensiones de superioridad espiritual del islam. Además, debe emprender un proceso de conversión urgente que sane muchas de sus costumbres pervertidas, empezando por aquellas que están deteriorando la familia y la vida. La defensa de los tres principios innegociables que planteó Benedicto XVI no es sólo una cuestión moral; ahora se ha convertido en un tema político de supervivencia. O Europa vuelve a sus raíces cristianas, o perecerá a manos del Islam más radical. O se vuelve a Cristo o la guerra de la que habla el Papa estará perdida. Y si cae Europa, que nadie lo olvide, después seguirán los otros continentes.



JMRS
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