Enfoque

El impeachment de Dilma Rousseff cambia el gobierno, pero no la política

2016-09-02

La salida de Dilma Rousseff y el PT llevó al poder al vicepresidente, Michel Temer,...

Por Carol Pires, The New York Times

En la última fotografía de su gobierno, tomada el 1 de enero de 2011, Luiz Inácio Lula da Silva desciende por la rampa del Palácio do Planalto —la sede del gobierno federal de Brasil— como un ídolo que, rompiendo el protocolo de seguridad, se lanza a los brazos del pueblo al final del espectáculo.

Cinco años y medio después, el 12 de mayo de 2016, el senado decidió apartar a Dilma Rousseff temporalmente del cargo, lo que se hará definitivo este 31 de agosto. Con el Partido de los Trabajadores (PT) desmoronándose, Lula volvió al Planalto para apoyar a Rousseff en su salida. “Yo no quería formar parte de esta foto”, le dijo a un amigo, con los ojos enrojecidos por las lágrimas.

El recorrido entre una imagen y la otra ha sido tortuoso. Rousseff mantuvo una economía estable durante la mayor parte de su primer gobierno, pero equivocó el cálculo al seguir estimulando el crecimiento basado en la manipulación del presupuesto. Después de su reelección, en 2014, decidió poner en marcha un ajuste fiscal demasiado duro que desaceleró una economía ya estancada. La movida fue vista como un zigzag ideológico, dio municiones a sus antagonistas y le hizo perder buena parte de sus partidarios, que veían en el ajuste la agenda neoliberal de la oposición.

Mientras tanto, Petrobras, la joya de la corona de las compañías estatales brasileñas, sirvió de hilo para que los investigadores encontraran una madeja infinita de corrupción pública que sacudió a la clase política (ya son 364 políticos investigados). Pero fue el PT de Lula, creado bajo la bandera de la ética y ahora otra vez protagonista de un escándalo de corrupción (el primero fue el esquema de sobornos y compra de votos en el parlamento conocido como Mensalão), el que quedó colgando como la piñata de la fiesta para que cualquiera le diera palazos.

La salida de Dilma Rousseff y el PT llevó al poder al vicepresidente, Michel Temer, líder del Partido del Movimiento Democrático Brasileño. Temer era el socio más importante del gobierno antes de volverle la espalda a Rousseff para liderar el juicio político. De todas maneras, su partido no está menos involucrado que otros en el saqueo de Petrobras. Una economía en declive y el hartazgo por la corrupción llevaron a un cambio de gobierno, pero no de la política brasileña.

El 12 de mayo Michel Temer asumió el gobierno con sus ministros, todos hombres blancos. La imagen hace pensar en la fotografía restaurada de un Brasil del pasado, en contraste con el gabinete diverso que acompañó en su salida de la presidencia a Rousseff, la primera mujer en ser elegida presidenta de Brasil.

Los primeros proyectos de la agenda neoliberal de Temer incluyen la flexibilización de las leyes de protección al trabajador, eliminar la asignación de un porcentaje obligatorio de la recaudación de impuestos para la salud y la educación, y el ajuste fiscal que Rousseff no logró sacar adelante: un cuadro donde los más pobres ya saben quién quedará afuera.

Aunque la tormenta no ha pasado completamente, uno ya puede ver a los políticos recaer en sus prácticas de siempre, como repartir los cupos de los equipos ministeriales entre los partidos de la coalición, la mayoría sin ideología definida, como en canje por sus votos en el parlamento. No hay asomo de una reforma política en el horizonte.

Después que el juicio político se hiciera irrevocable a principios de agosto, el extenso malestar social, generado por la rabia contra la corrupción y el desempleo de 11 millones de personas, se transformó en una apatía que ha vaciado las calles. El foco ya no está en un gobierno problemático sino en los bolsillos propios. Otros están de acuerdo con el expresidente Fernando Henrique Cardozo, del Partido de la Socialdemocracia Brasileña, quien dijo en una entrevista que Temer no era de su preferencia, pero “es lo que hay”.

El resultado de esa falta de referentes de partidos tradicionales, sumado al desencanto con los políticos, ha llevado al ascenso de figuras extremistas como el diputado Jair Bolsonaro, quien dedicó su voto por el juicio a Rousseff al jefe de uno de los centros de torturas de la última dictadura en Brasil. Hoy, el congreso brasileño ya es el más conservador en décadas. Se ha creado el terreno para que figuras extremas conquisten cargos en las elecciones parlamentarias de 2018.

Hay que recordar que Rousseff no fue acusada de corrupción en el proceso de juicio político, sino por violar normas fiscales, maquillando el verdadero déficit presupuestario, lo que se denominan pedaladas fiscais. Para el congreso, sin embargo, ese es un tema menor. Lo que argumenta la mayoría parlamentaria es que Rousseff ha “perdido las condiciones de gobernar”.

Para Rousseff y sus aliados, el juicio político es un intento de golpe, posición que impulsó una fuerte reacción de la izquierda. La prensa brasileña ha pasado por alto un dato de la última encuesta de Datafolha sobre la aprobación de Temer: un 49 por ciento de la población cree que las reglas democráticas están siendo respetadas en el proceso de juicio político, y el 37 por ciento cree que no. Aunque las reacciones empiecen a disiparse cediendo terreno a la apatía, los datos ilustran una realidad: la sociedad brasileña está dividida.

Al contrario de lo que sucedió con la destitución del presidente Fernando Collor en 1992 por cargos de corrupción, que fue considerada un progreso para las instituciones democráticas, la salida de Rousseff dejará un rastro de resentimiento. Aunque achicado y fracturado, el PT es aún el único partido genuinamente popular.

El miércoles 24 de agosto Lula no acompañó a Rousseff en su último acto como presidenta. Fue a Mato Grosso do Sul a visitar un asentamiento del Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra, grupo que lucha por una reforma agraria. Los Sin Tierra, junto con la Central Única de los Trabajadores, son los movimientos más fuertemente organizados del PT. Lula parece intentar recomenzar volviendo a la base social que lo ayudó en el origen de su carrera política.

La camiseta verde y amarilla del equipo brasileño de fútbol ha sido un emblema de las protestas callejeras a favor del juicio político. Los manifestantes han querido subrayar su patriotismo, pero la imagen de una masa uniformada como un equipo de fútbol sirve también como alegoría de la situación del país. Actuaron como aficionados que desean derrotar al adversario. Ganaron un partido, pero no el campeonato. El PT tendrá que reinventarse. Pero los demás partidos todavía ni siquiera ven la necesidad de hacerlo.



JMRS