Vuelta al Mundo

Brasil, una mala telenovela

2016-09-11

No se ha librado una batalla política, sino la apuesta por cambiar un estado de cosas que...

Leonardo Padura

En las telenovelas brasileñas siempre se cumple un código dramático y ético: aunque los héroes atraviesen terribles dificultades y reciban los más duros golpes, al final la justicia y la verdad triunfan. Por eso son telenovelas y tienen éxito en las más diversas culturas. Pero la realidad, ya lo sabemos, suele moverse con otros mecanismos, incluso si esa realidad es la brasileña.

Debo confesar que cuando casi todo el mundo, racionalizando el desarrollo del proceso de destitución de la presidenta brasileña, Dilma Rousseff, predecía el resultado del proceso, románticamente yo conservaba alguna esperanza de modificación de la sentencia anunciada. Y es que, quizás por deformación profesional, confundía la realidad con el código de las telenovelas.

Ahora que el famoso empichiment se ha concretado y Rousseff ha sido separada de su cargo, lo ocurrido me resulta tan política y humanamente aleccionador que, a pesar de todo lo escrito al respecto, me atrevo a meter baza, violando incluso mi costumbre de no opinar sobre realidades cuyas interioridades más profundas no domino, pues no participo de su cotidianeidad. Por ello apenas me atreveré a expresar unas ideas que me atormentan hasta el insomnio.

Para nadie es un secreto que la corrupción es un mal casi endémico en las sociedades latinoamericanas (aunque no solo en ellas). Y el hecho de juzgar a un presidente por haber participado en actos de este género me parece una decisión ejemplar. En el caso específico de Rousseff, sin embargo, hasta donde tengo leído y entendido, su pecado no cae en esa categoría sino en lo que pudiera ser catalogado como un mal empleo de fondos públicos, pero no con fines de lucro personal, como es la usanza, sino para mantener en funcionamiento de ciertas políticas aplicadas por su Gobierno y que ella consideró prioritarias.

Lo primero que resulta curioso, en esta lógica, es que una cantidad notable de los jueces que han decidido el destino de la expresidenta sí tienen abiertos procesos por corrupción pura y dura; investigaciones en curso que, de ser atendidas y juzgadas con la misma vehemencia con que fue revisada la gestión de Rousseff —y así debería ser, tratándose de justicia—, podría llevarlos incluso a la cárcel, si no a todos, al menos a algunos de ellos. Aunque solo fuera para seguir dando el buen ejemplo.

Tampoco es secreto, en estos meses en que tanto se ha hablado de la crisis política brasileña, la existencia de errores políticos y estratégicos de la exmandataria que pudieron ser los causantes de fricciones y rupturas de la coalición partidista que la sostenía. Pero equivocaciones de este tipo ocurren cada día en los Gabinetes de medio mundo y las crisis logran resolverse con el debate político: no con el enjuiciamiento y condena que se le regaló a Rousseff.

Tanto empeño por sacar del poder a la expresidenta y, con ella, al Partido de los Trabajadores al que pertenece, debe esconder, pues, otras razones menos puras y visibles. Porque las toneladas de mezquindades y odio que se han acumulado en las altas esferas de la política brasileña tienen motivaciones más oscuras: la venganza y el empeño en frustrar un proyecto político, o como he oído decir, “un proyecto de país”.

La polarización partidista y senatorial en contra de Rousseff ha arrastrado el tufo de la revancha destinada al desmontaje de una política social que, en los años de mandato del PT, se propuso un objetivo fundamental: mejorar la vida de los brasileños en general y de los más marginados y pobres en particular. Sin duda, Lula y Dilma cometieron errores en sus gestiones y en sus mandatos hubo casos de corrupción en los cuales, al menos hasta ahora, no se ha probado su participación. Pero ambos presidentes, también sin duda, trabajaron por ese gran objetivo económico y social. Al menos lo alentaron mucho más que casi todos —o que todos— los presidentes que ha tenido ese país. Y hay datos que así lo avalan.

¿Cómo es posible entonces que tantos brasileños, muchísimos más de los que pudieran considerarse la oligarquía y los enemigos partidistas de esa política, hayan participado de los socavamientos del prestigio de Rousseff y, por ende, propiciado su condena? En el caso de los primeros, sus razones están claras. En el del resto de los brasileños opuestos o críticos de la gestión presidencial las cosas se complican, pues no solo ha sido la clase media sino también muchos trabajadores, incluso habitantes de favelas, los que participaron de esa demolición. Se podrá decir que la crisis económica y la capacidad limitada para lidiar con ella afectaron a la percepción de ese sector ciudadano, pero hay otros dos que me parecen más aleccionadores: primero, la facilidad con que los medios y la propaganda consiguen manipular el pensamiento de la masa; y segundo, la siempre presente ingratitud humana, impulsada en este caso por las ambiciones personales no siempre realizadas.

Varias veces se ha argumentado que la destitución de la presidenta se ha hecho dentro de los márgenes del sistema y con apego a la Constitución. Y ambas afirmaciones pueden, deben ser ciertas. Pero no deja de ser cierto, también, que sistema y Constitución han sido burdamente manipulados para concretar una venganza. Si antes el rostro de Eduardo Cunha, expresidente del Senado y propulsor del empichiment, y ahora el de Michel Temer, elevado a la dignidad presidencial, han sido identificados como los protagonistas del proceso, todos sabemos que ambos solo han cumplido un rol que los sobrepasa y los utiliza en el propósito verdadero: cambiar el rumbo político y social del país.

Lo que se ha librado en Brasil no ha sido, pues, una batalla partidista, ni siquiera política: ha sido una apuesta por cambiar un estado de cosas que afectaba o podría afectar a grandes intereses económicos y que, de modo lamentable, contó con el apoyo explosivo de muchas de las víctimas de esos intereses económicos.

Ahora, mientras la Historia corre y comienza a acumular argumentos para realizar sus juicios definitivos, Brasil y su democracia viven horas oscuras. El hecho de que sistema y Constitución hayan sido los mecanismos para provocar lo que demasiada gente en el mundo considera un golpe de Estado parlamentario es una dolorosa certeza. Pero también una lección de lo frágiles que pueden resultar ciertos mecanismos del contrato social y del papel que en su accionar pueden jugar las masas —como ya lo ha demostrado la misma Historia en infinitas ocasiones—. Y al final, además de sufrir un sentimiento de frustración, muchas personas volveremos a comprobar que es más fácil escribir un final feliz para una telenovela que para la realidad de un mundo donde se condena a Dilma Rousseff y su proyecto mientras Donald Trump y su antiproyecto nos miran desde al acecho. Por solo citar un ejemplo entre otras realidades también espantosas que nos rodean.



JMRS