Cabalístico

Corazón inquieto

2016-09-12

A lo largo de su existencia el hombre tiene muchas esperanzas, más grandes o más...

Por: Agustín Gómez, L.C.

Goethe afirmó de sí mismo: «Se me ha ensalzado como a uno de los hombres más favorecidos por la fortuna. Pero en el fondo de todo ello no merecía la pena, y puedo decir que en mis setenta y cinco años de vida no he tenido cuatro semanas de verdadera felicidad. Ha sido un eterno rodar de una piedra que siempre quería cambiar de sitio».

A lo largo de su existencia el hombre tiene muchas esperanzas, más grandes o más pequeñas, diferentes según los periodos de su vida. En ocasiones puede parecer que una de estas “esperanzas” lo llena totalmente, lo realice a tal punto que no necesita de ninguna otra.

En la juventud puede ser la esperanza de un amor grandioso y satisfactorio; la esperanza de conseguir determinada posición en la profesión, de obtener uno u otro éxito culminante y determinante para su vida. A veces puede ser una casa o un coche. Sin embargo, cuando estas esperanzas se satisfacen, se ve con claridad que realmente esto no lo era todo, que el hombre necesita una esperanza que vaya más allá. Es evidente que sólo puede contentarse con algo infinito, algo que será más de lo que podrá alcanzar en esta tierra.

Los ricos y los pobres, los de arriba y los de abajo, todos los hombres, en sus momentos de sinceridad, reconocen que no encuentran una felicidad que los sacie plenamente, aunque hayan tenido todo y hayan gozado de todo. Sí, el hombre necesita esperanzas breves y duraderas, que día a día le den la fuerza para mantenerse en el camino. Pero como decía el sacerdote jesuita, Jesús Alfaro, «la aspiración fundamental del hombre no puede saciarse con la posesión de un objeto, el hombre no puede alcanzar su felicidad plena en una relación sujeto-objeto, sino en una relación yo-tú, es decir, en la relación con una persona».

¡Una persona! Una “gran esperanza” que basta por sí misma (Spe Salvi 31). Sólo Cristo puede saciar al hombre hasta la vida eterna (Jn 4,14).

Ya lo decía san Agustín: «Nos hiciste, Señor, para Ti; y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti» (Confesiones, I, 1).

 



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