Trascendental

Patria, historia, nacion, cultura

2016-09-24

En su acepción original, la patria significaba lo que hemos heredado de nuestros padres y...

Luis Lopez-Cozar

CONCEPTO DE PATRIA

Empecemos por un ejemplo. La sociedad polaca no solamente rechazaba el hitlerismo como el sistema que pretendía destruir a Polonia, sino que también, después se opuso al comunismo, como el sistema impuesto desde el Este. En su resistencia, aspiraba a mantener ideales de gran contenido positivo. Quiero decir que no se trataba simplemente de rechazar dichos sistemas hostiles. En aquellos años se recuperaron y confirmaron también valores fundamentales que daban vida al pueblo y a los cuales quería mantenerse fiel.

Despues de la caída del comunismo, Polonia, país católico, estaba  ante la necesidad de definir su  relación con Europa y con el mundo. Se discutía en particular sobre el riesgo de que la nación perdiera su propia cultura y el Estado, la soberanía. La entrada de Polonia en una comunidad más grande, la Unión Europea,  obligaba a recapacitar sobre las consecuencias que esto podría tener en una actitud interior tan apreciada en la historia polaca, como es el patriotismo. Muchos polacos a lo largo de los siglos estuvieron dispuestos a entregar sus vidas luchando por la libertad de la patria y muchos la sacrificaron de hecho.

En relación a esto ¿qué significado tienen los conceptos de «patria», «nación», «cultura»? ¿Cómo se relacionan entre sí tales conceptos? La expresión «patria» se relaciona con el concepto y la realidad de «padre» (pater). La patria es en cierto modo lo mismo que el patrimonio, es decir, el conjunto de bienes que hemos recibido como herencia de nuestros antepasados. Pero el concepto de patria incluye también valores y elementos espirituales que integran la cultura de una nación. En el concepto mismo de patria hay un engarce profundo entre el aspecto espiritual y el material, entre la cultura y la tierra.

En efecto, en el Evangelio aparece el término «Padre» en labios de Cristo como palabra fundamental, «Todo me lo ha entregado mi Padre» (Mt 11, 27; cf. Lc 10, 22); «El Padre ama al Hijo y le muestra todo lo que él hace, y le mostrará obras mayores que ésta» (Jn 5, 20; cf. 5, 21 etc.).

El Evangelio, pues, ha dado un significado nuevo al concepto de patria. En su acepción original, la patria significaba lo que hemos heredado de nuestros padres y madres en la tierra. Lo que nos viene de Cristo orienta todo lo que forma parte del patrimonio de las patrias y culturas humanas hacia la patria eterna. Cristo dice: «Salí del Padre y he venido al mundo, otra vez dejo el mundo y me voy al Padre» (Jn 16, 28). Este retorno al Padre inaugura una nueva Patria en la historia de todas las patrias y de todos los hombres. A veces se habla de «Patria celestial», la «Patria eterna». Son expresiones que indican precisamente lo ocurrido en la historia del hombre y de las naciones tras la venida de Cristo al mundo y su retorno de este mundo al Padre.

¿Cómo se ha de entender el patriotismo?

Si se pregunta por el lugar del patriotismo en el decálogo, la respuesta es inequívoca: es parte del cuarto mandamiento, que nos exige honrar al padre y a la madre, porque representan para nosotros a Dios Creador, al darnos la vida.

Patriotismo significa amar todo lo que es patrio: su historia, sus tradiciones, la lengua y su misma configuración geográfica. Un amor que abarca también las obras de los compatriotas y los frutos de su genio. La patria es un bien común de todos los ciudadanos y, como tal, también un gran deber. La patria, pues, tiene una gran entidad. Se puede decir que es una realidad para cuyo servicio se desarrollaron y desarrollan con el pasar del tiempo las estructuras sociales, ya desde las primeras tradiciones tribales.

No obstante, debido al globalismo, cabe preguntarse si ha llegado el fin de este desarrollo de la vida social de la humanidad. El siglo XX manifiesta una tendencia generalizada al incremento de estructuras supranacionales e incluso al cosmopolitismo. Esta tendencia, ¿no comporta también que las naciones pequeñas deberían dejarse absorber por estructuras políticas más grandes para poder sobrevivir? Se trata de cuestiones legítimas. Sin embargo, parece que, como sucede con la familia, también la nación y la patria siguen siendo realidades insustituibles.

El orden social católico habla en este caso de sociedades «naturales», para indicar un vínculo particular, tanto de la familia como de la nación, con la naturaleza del hombre que es de carácter social. Las vías principales de la formación de cualquier sociedad pasan por la familia. Y podría hacerse una observación análoga también sobre la nación. La identidad cultural e histórica de las sociedades se protege y anima por lo que integra el concepto de nación.

Naturalmente, se debe evitar absolutamente un peligro: que la función insustituible de la nación degenere en el nacionalismo. En este aspecto, el siglo XX nos ha  proporcionado experiencias sumamente instructivas, haciéndonos ver también sus dramáticas consecuencias. ¿Cómo se puede evitar este riesgo? El nacionalismo se caracteriza porque reconoce y pretende únicamente el bien de su propia nación, sin contar con los derechos de las demás. Por el contrario, el sano patriotismo, en cuanto amor por la patria, reconoce a todas las otras naciones los mismos derechos que reclama para la propia y, por tanto, es una forma de amor social ordenado.

CONCEPTO DE NACIÓN

Así pues, ¿cómo se ha de entender la nación, esta entidad ideal a la cual se refiere el hombre en su sentimiento patriótico?

Es padre quien, junto con la madre, da la vida a un nuevo ser humano. Con esta generación a través del padre y de la madre enlaza el término de patrimonio, concepto que subyace en la palabra «patria». Pero también el término «nación», desde el punto de vista etimológico, está relacionado con el nacimiento. Con el término nación se quiere designar una comunidad que reside en un territorio determinado y que se distingue de las otras por su propia cultura. La doctrina social católica considera tanto la familia como la nación sociedades naturales y, por tanto, no como fruto de una simple convención. Por eso, en la historia de la humanidad nada las puede reemplazar.

No se puede, por ejemplo, sustituir la nación con el Estado, si bien la nación tiende por su naturaleza a constituirse en Estado, como lo demuestra la historia de cada una de las naciones europeas. Menos aún se puede identificar la nación con la llamada sociedad democrática, porque se trata de dos órdenes diferentes aunque relacionados entre sí. La nación es el suelo sobre el que nace el Estado-nación.

También en este caso conviene volver a la Sagrada Escritura, porque en ella están los elementos de una auténtica teología de la nación. Esto vale ante todo para Israel. El Antiguo Testamento muestra la genealogía de esta nación, elegida por el Señor para ser su pueblo. Con el término genealogía se suele indicar a los antepasados en sentido biológico. Pero se puede hablar de genealogía —y quizás de un modo aún más apropiado— en sentido espiritual. Pensemos en Abraham. A él se remiten no solamente los israelitas, sino también —precisamente en sentido espiritual— los cristianos (cf. Rm 4, 16). La historia de Abraham y de la llamada que recibió de Dios, de su insólita paternidad, del nacimiento de Isaac, muestra cómo el proceso hacia la nación pasa, mediante la generación, a través de la familia y la estirpe.

Se comienza, pues, por el hecho de una generación. La esposa de Abraham, Sara, ya entrada en años, da a luz a su hijo. Abraham tiene un descendiente según la carne y, poco a poco, de esta familia de Abraham se forma un linaje. El libro del Génesis explicita las fases sucesivas de su desarrollo: de Abraham a Isaac hasta llegar a Jacob. El patriarca Jacob tiene doce hijos y éstos, a su vez, dan origen a las doce tribus que habrían de constituir la nación de Israel.

Dios escogió esta nación, confirmando la elección con sus intervenciones en la historia, como en la liberación de Egipto bajo la guía de Moisés. Ya desde los tiempos del gran Legislador se puede hablar de una nación israelita, aunque al principio estuviera formada sólo por familias y clanes. Pero la historia de Israel no se reduce a eso. Tiene también una dimensión espiritual. Dios eligió esta nación para revelarse al mundo en ella y por ella. Una revelación que comienza en Abraham y llega a su culmen en la misión de Moisés. Dios habló «cara a cara» con Moisés, guiando por mediación suya la vida espiritual de Israel. Lo decisivo en la vida espiritual de Israel era la fe en un único Dios, creador del cielo y de la tierra, junto con el decálogo, la ley moral escrita en las tablas de piedra que Moisés recibió en el monte Sinaí.

De la nación debía surgir el Mesías, el Ungido del Señor. «Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo» (Ga 4, 4), que se hizo hombre por obra del Espíritu Santo en el seno de una hija de Israel, María de Nazaret. El misterio de la Encarnación, fundamento de la Iglesia, forma parte de la teología de la nación. El Hijo consustancial, el Verbo eterno del Padre, al encarnarse, es decir, haciéndose hombre, dio comienzo a un «generar» de otro orden: el generar «por el Espíritu Santo». Su fruto es nuestra filiación sobrenatural, la filiación adoptiva. No se trata de un «nacer de la carne», por usar las palabras del evangelista Juan. Es un nacer «no de la sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios» (Jn 1, 13). Los nacidos «de Dios» se convierten en miembros de la «nación divina»

NACION Y CULTURA

El hombre no es un simple sujeto sometido al curso de los acontecimientos, no se limita a obrar y comportarse como individuo y como perteneciente a un grupo, sino que tiene la capacidad de reflexionar sobre la propia historia, de objetivarla describiéndola y enlazando entre sí los acontecimientos. Una capacidad análoga tiene cada familia humana, así como las sociedades y, en particular, las naciones. Estas últimas, de manera similar a los individuos.

Y la historia de las naciones, objetivada y puesta por escrito, es uno de los elementos esenciales de la cultura.

¿Cómo se ha de entender la cultura? ¿Cuál es su sentido y su génesis? ¿Cómo definir más detalladamente el papel de la cultura en la vida de la nación?

Todo creyente sabe que el comienzo de la historia del hombre ha de buscarse en el libro del Génesis. También se ha de acudir a sus páginas para indagar sobre el origen de la cultura humana. Todo se resume en estas sencillas palabras: «Entonces el Señor Dios modeló al hombre de arcilla del suelo, sopló en su nariz un aliento de vida, y el hombre se convirtió en ser vivo» (Gn 2, 7). Esta decisión del Creador tiene una dimensión particular. Porque, mientras para crear otros seres dice simplemente «hágase», sólo en este caso parece como si entrara dentro de sí para hacer una especie de consulta trinitaria y después decidir: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» (Gn 1, 26). El autor bíblico prosigue: «Y creó Dios al hombre a su imagen; a imagen de Dios los creó; hombre y mujer los creó. Y los bendijo Dios y les dijo: “creced, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla”» (Gn 1, 27-28). Leemos también en el relato del sexto día de la creación: «Y vio Dios todo lo que había hecho: y era muy bueno» (Gn 1, 31).

El libro del Génesis continúa diciendo que los dos seres humanos, creados por Dios como hombre y mujer, estaban desnudos y no sentían vergüenza. Esta condición duró hasta el momento en que se dejaron seducir por la serpiente, símbolo del espíritu maligno. El tercer capítulo del libro del Génesis describe de modo muy elocuente las consecuencias del pecado original, tanto para la mujer como para el hombre, así como para su recíproca relación. No obstante, Dios preanuncia una mujer futura, cuyo descendiente aplastará la cabeza de la serpiente,  es decir, preanuncia la venida del Redentor y su obra de salvación (cf. Gn 3, 15).

En otras palabras, esta verdad del mundo y de sí mismo es el fundamento de toda intervención del hombre sobre la creación. Esta misión del hombre respecto al mundo visible, tal como la describe el libro del Génesis, tiene en la historia su propia evolución, que en los tiempos modernos se ha acelerado extraordinariamente. Con lo dicho en las primeras páginas del libro del Génesis entramos en el meollo mismo de lo que se llama cultura, penetrando en su significado originario y fundamental, desde el que podemos llegar escalonadamente a lo que es la verdad de nuestra civilización.

Para la cultura humana, no sólo es esencial el conocimiento que el hombre tiene del mundo externo, sino también el que tiene de sí mismo. Y este conocimiento de la verdad concierne también a la duplicidad del ser humano: «Hombre y mujer los creó», y la recomendación de Dios sobre la generación humana: «Creced, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla» (Gn 1, 28). El segundo y tercer capítulos del Génesis proporcionan otros elementos que ayudan a entender mejor el designio de Dios: lo dicho sobre la soledad del hombre, la creación del ser semejante a él, del asombro ante la primera mujer creada de él, de la vocación al matrimonio y, en fin, de toda la historia de la inocencia inicial, perdida lamentablemente con el pecado original; todo esto brinda ya un cuadro completo de lo que significa para la cultura el amor que nace del conocimiento. Este amor es fuente de una nueva vida.

En la cultura del hombre está profundamente grabada también desde el principio la dimensión de la belleza. Es como si la belleza del universo estuviera reflejada en los ojos de Dios, como se dice en las Escrituras: «Y vio Dios todo lo que había hecho: y era muy bueno» (Gn 1, 31). Se dice «muy bueno», en concreto, de la primera pareja creada a imagen y semejanza de Dios, con toda su inocencia originaria y en aquella desnudez que la caracterizaba antes del pecado original. Todo esto subyace en el fondo mismo de la cultura que se manifiesta en las obras de arte, sean pinturas, esculturas, obras de arquitectura, composiciones musicales o frutos de la imaginación creativa y del pensamiento. Cada nación vive de las obras de su propia cultura.

«El hombre vive una vida verdaderamente humana gracias a la cultura [...]. La cultura es un modo específico del existir y del ser del hombre [...]. La cultura es aquello a través de lo cual el hombre, en cuanto hombre, se hace más hombre, “es” más [...]. La nación es, en efecto, la gran comunidad de los hombres que están unidos por diversos vínculos pero, sobre todo, precisamente por la cultura. La nación existe “por” y “para” la cultura. Y así es ella la gran educadora de los hombres para que puedan “ser más” en la comunidad. La nación es esta comunidad que posee una historia que supera la historia del individuo y de la familia [...]. Polonia ha vivido una de las mayores experiencias de la historia: ha sido condenada a muerte por sus vecinos en varias ocasiones, pero que ha sobrevivido y ha seguido siendo ella misma. Ha conservado su identidad y, a pesar de haber sido dividida y ocupada por extranjeros, ha conservado su soberanía nacional, no porque se apoyara en los recursos de la fuerza física, sino apoyándose exclusivamente en su cultura. Esta cultura resultó tener un poder mayor que todas las otras fuerzas. Sin embargo, los países de Europa occidental están hoy en un período que se podría definir como de «post-identidad» cayendo en la mentalidad globalista. Uno de los resultados de la Segunda Guerra Mundial fue precisamente la formación de este tipo de mentalidad en los ciudadanos.



JMRS
Utilidades Para Usted de El Periódico de México