Mensajería

Los Caminos de Dios

2016-10-26

A través del conocimiento puede ir recuperando la alegría perdida, ya que la certeza...

Fuente: Tiempos de Fe

Al correr los años, mi madre salió embarazada siendo soltera. Esto para la abuela fue demasiado difícil de asimilar, se sentía decepcionada y avergonzada; entonces conoció a los Testigos de Jehová y cambio su religión católica para unirse en ese ambiente.

Quiero compartir contigo la experiencia que me hizo conocer y definir cuál era el camino que le daría sentido a mi vida. En ese tiempo aprendí que sólo siendo auténtico se alcanzan los ideales que conducen a la felicidad.

La familia de mi madre era oriunda de una pequeña región en el Estado de Oaxaca, y en la época agraria tuvieron que salir huyendo.

Llegaron a la Capital con lo poco que pudieron sacar de su casa.

Al correr los años, mi madre salió embarazada siendo soltera. Esto para la abuela fue demasiado difícil de asimilar, se sentía decepcionada y avergonzada; entonces conoció  a los Testigos de Jehová y cambio su religión católica para unirse en ese ambiente.

Mi madre tenía que trabajar para mantenernos y delegó mi educación en la abuela, quién después de la experiencia vivida con mi madre, se volvió fanática y dominante. A pesar de todo, yo sabía que mi abuelita amaba profundamente.

En aquel entonces no había muchos testigos. Todas las niñas que yo conocía, vecinas o compañeras del colegio, eran católicas, es decir, el enemigo, los malos, por lo tanto, no me dejaban juntarme con ellas. Esa actitud hizo que fuera una niña solitaria. Sin embargo, aquella soledad me enseñó a reflexionar desde muy chica, acerca de mi vida, mi entorno, el sentido de la justicia y el valor del amor.

Había muchas cosas en los testigos de Jehová que me parecían absurdas y contradictorias pero no me atrevía a cuestionarlas. Me da mucha tristeza reconocer que fui un títere en manos de mi abuelita. Hacia todo lo que ella quería, pero a la vez, mi corazón estaba lleno de sentimientos encontrados; impotencia, frustración, profundo amor a Dios y temor de perder el cariño de mi abuelita.

Ella me enseñó lo que ha sido la directriz de mi vida; profundo amor y respeto por Dios, aunque el dios que ella me enseño era un dios rencoroso y vengativo, más que respeto inspiraba miedo.

Mi abuelita se afanó mucho para hacerme una mujer de valores y principios,  y yo se lo agradezco, porque ya sea a base de palos o regaños, el resultado fue positivo.

Me casé muy joven, a los diecisiete años, con otro testigo, muy apreciado por toda la comunidad.

A los dos meses de casada falleció mi abuelita, y aunque me es difícil decirlo con su muerte sentí que la parte más importante de mí se liberaba.

Casi recién casados nos fuimos a vivir a una región del norte de México. No conocíamos a nadie y tuvimos que relacionarnos con personas católicas. ¡Qué gran sorpresa ¡ descubrí que no eran tan malos; al contrario, muy serviciales, siempre dispuestos a convivir con nosotros, y lo que se me hacía casi increíble era el respeto que mostraban hacía nuestras creencias. Y pensaba: Nosotros testigos de Jehová siempre atacando, agrediendo a su Iglesia, no había revista que no la pusiera como la “Ramera del Apocalipsis”.

Entre más los conocía más crecía mi inquietud por haber pensado tan mal de ellos, por haber sido tan inocente al aceptar todo lo que me decían de ellos, sin cuestionar o comprobar por mí misma si era cierto.

Mi abuela no se cansaba de decir que: “el peor de los testigos de Jehová siempre será mejor, que el mejor de los católicos”.

Esta clase de juicios temerarios llegan a marcar una vida. Ahora entiendo que antes de ser testigo de Jehová, católico, judío o lo que sea, somos seres humanos imperfectos, en peligro de caer muchas veces; pero la maravilla de haber sido creados por Dios es que nos concedió la dignidad y capacidad necesaria para arrepentirnos, levantarnos y seguir adelante.

Mi vida empezó a cambiar; tenía amigas de mi edad, tres hijos y me sentía muy contenta.

Llegó el momento de poner a mis hijos en la escuela. En aquel entonces, sólo había dos alternativas: las escuelas de gobierno o los colegios católicos. Por conservar el “status” decidimos ponerlos en colegios privados. Cada día íbamos teniendo mayor trato con la comunidad, ya no sólo con los seglares. La relación se extendió a Hermanos Lasallistas y Sacerdotes.

Durante esos años, las dudas se fueron incrementando. Me preguntaba en qué otra cosa me había engañado los testigo de Jehová. Sin embargo, yo sentía que mi deber era con Dios y seguí adelante con ellos.

Después de doce años de ausencia, tuvimos que regresar a la Ciudad de México. Busque los mismos colegios para los niños para que el cambio no fuera dramático, ya que la vida de aquí era totalmente diferente a la que habían llevado en aquella hermosa y pequeña provincia mexicana.

Para esas fechas algo había cambiado en mi manera de pensar y de vivir. Ya no estaba asistiendo a las reuniones, mi pensar, sentir y actuar no estaban en armonía, me sentía muy confundida. Mi familia le avisó a los “hermanos” que ya vivía aquí y que no estaba asistiendo a ninguna “congregación”.

Entonces me visitaron para persuadirme y me incorporara a la “unidad” correspondiente; pero yo tenía una cantidad impresionante de preguntas que hacerles, mismas que formulé pues no podía seguir adelante sin antes obtener las respuestas que me eran esenciales.

¿Quién fue el fundador? ¿Quién escogió a ese señor? ¿Cómo fue su vida, antes y después de haber sido elegido por Dios? Afirmar que somos los únicos que se salvarán en el Armagedón, ¿no es caer en la soberbia, sentirse superior al prójimo? ¿Por qué engañamos a la gente presentándonos como una Sociedad Cultural y Educativa, siendo una religión?¿Por qué se predica el amor y se enseña a odiar a los católicos?¿Por qué tanta saña para con ellos, si ni nos hacen nada? ¿Quién hizo la traducción de la Biblia que usamos? ¿Quién la interpretó? ¿Por qué siempre, no de manera directa, procuran que los jóvenes en lugar de estudiar se dediquen al proselitismo? ¿Por qué no hay acceso a mucha información interna? Etc.

En fin, el caso es que yo traía una revolución en mí cabeza que era preciso resolver y no sabía cómo.

Sus respuestas me dejaron peor, pues evadieron la mayoría de mis preguntas. Aparte me saqué tremendo regaño con la consigna de que, o sacaba a mis hijos de “esos colegios” o me expulsaban.

Me negué a hacerlo.

En todo lo que me dijeron no encontré una sola razón de peso. Ya no me podían convencer diciendo que los católicos eran malos, pues ahora sabía, por experiencia, que eso no era cierto; ni tampoco les creí cuando me aseguraron que haber estado en el “mundo pagano” me había hecho pensar de esa manera tan equivocada.

Desde mi punto de vista era humillante, indignante, es más, ofensivo que me quisieran negar el derecho de pensar y expresar mis argumentos. Según ellos debería estar avergonzada por mi conducta; “Ahora lo que tienes que hacer es corregir todos esos errores y demostrar que estás arrepentida”.

¡Arrepentida! ¿De qué? ¿De pedir razones para hacer lo que me estaban exigiendo?

Además ya habían pasado muchos años desde que me había prometido no volver a ser títere de nadie. Podría dar mi vida por Dios, pero volver a vivir el conflicto interno de aquellos años, NO.

Tanto mi familia, como la de mi esposo, trataron de que volviéramos a las reuniones, pero yo cada día estaba más decepcionada de todo aquello.

Paralelamente, mi hija menor empezó a dar muestras de una gran caridad y vida cristianas.

Al año de haber llegado a ésta ciudad mi hijo mayor empezó a tener graves problemas de salud, yo tenía miedo, no sabía a lo que me estaba enfrentando. No cabe duda que nuestro peor enemigo, el que nos paraliza, es Su Majestad “La Ignorancia”.

Comenzó una vida muy difícil para toda la familia: doctores, psiquiátricos, exámenes, desesperación, angustia, impotencia.

A veces me atormentaba la idea que Jehová estaba castigando mi rebeldía, y que esa era la razón de que mi hijo sufriendo. 

El caso es que ver así a mi hijo me afectó demasiado, lloraba continuamente, vivía angustiada, ya no le prestaba atención al resto de la familia. 

Un día, mi hija de apenas de cinco años, me dijo: “Mami, en la noche cuando te acuestes, trata de visualizar la imagen del Sagrado Corazón, y ya que tengas ubicada le dices: Señor te cambio mi dolor por mi amor, y vas a ver que ya no vas a llorar más, pues Dios cuidará de mi hermano. Tú, nada más ponlo en sus brazos”. 

Me quedé impresionado, como era posible que aquella niñita me dijera, con ese vocabulario, esas cosas. ¿Quién era su Dios de Amor y Misericordia que podía enjuagar mis lágrimas con el simple hecho de poner todo en sus brazos? ¡Qué distinto a mi Dios!

Pasaron tres años. La niña con toda la firmeza y convicción me expresó su deseo de recibir a Cristo. Su argumento fue sencillo: “Mami, si yo me muero ahorita, tú sabes ¿a dónde me voy? No estoy bautizada, ni he recibido a Cristo ¿Qué pasaría conmigo?

Me dio mucha vergüenza no saber contestar, lo único que se me ocurrió fue decirles: Cuando llegue tu papi le platicamos lo que quieres y le pedimos permiso. La niña sorprendida, abriendo tremendo ojos, contestó: “¡¿Necesito permiso para recibir a Cristo?! Si yo solo quiero que pidas en el colegio que me bauticen y hacer mi primera comunión”. 

Yo no podía creer lo que estaba oyendo, ¡Que lejos estaba de Dios!

Hablé con mi esposo y le expliqué la razón por la cual yo estaba de acuerdo con lo que quería la niña. Nosotros ya estábamos alejados de nuestra religión, no le habíamos enseñado nada, y aun así, ella era como lo era; se había ganado el derecho de pertenecer a la Iglesia que tanto la colmaba, cosa que a nosotros no nos pasaba; luego entonces, no teníamos derecho a negarle lo que ella era de vital importancia. 

La niña se bautizó y l único que nos pidió el padre fue que la lleváramos a misa los domingos pues estaba muy chiquita para ir sola; señaló que nosotros no estábamos obligados a entrar. 

Yo la acompañaba y de pasadita entraba con ella. Le pedía a Dios que cuidara de mi hijo y cuando salía me sentía mucho más tranquila, reconfortada, consolada. 

Pasamos otros tres años y el segundo de mis hijos quiso cambiar de colegio; sentía que se ahogaba entre tanto edificio, no estaba acostumbrado a los espacios cerrados. 

Hice cita en otro colegio; el director nos recibió muy amablemente; pero nos hizo la aclaración de que ya no había cupo para ese año. Sin embargo, platicó con mi hijo y le preguntó la razón por la que quería entrar a ese plantel, el niño contestó: “Porque quiero ser tan feliz como es mi hermana, quiero tener orientación religiosa que en mi casa no tengo y, también quiero bautizarme.”

El director lo aceptó. A los tres meses se bautizó y recibió la Primera  Comunión.

Ante la actitud de nuestros hijos, su valor por obtener lo que necesitaban y la fortaleza que mostraron ante nosotros, no pudimos más que reflexionar sobre nuestras vidas y seguir su ejemplo; luchar por aquello que sería lo único que le daría sentido a nuestras vidas, tan llenas de dolor y sufrimiento: DIOS.

La situación tan ambigua en que vivíamos nos estaba haciendo mucho daño, tanto de manera individual, pues no estábamos acostumbrados a vivir lejos de Dios, como a nivel familiar, pues no le estábamos enseñando nada a nuestros hijos.

Pero, cómo enseñarles una religión en la que ya no creía.

Le pedimos al Director que nos ayudara a encontrar el camino correcto.

Estuvimos visitándolo durante tres meses, dos días a la semana, dos horas cada entrevista. Nos explicaba, con mucha paciencia las creencias de la fe católica, contestaba nuestras preguntas y aclaraba las ideas equivocadas que teníamos respecto a la Iglesia, todo esto bajo la advertencia de que si no nos convencía no habría compromiso alguno.

Llegó el momento de la decisión.

La historia de los niños se la habíamos ocultado a nuestras familias, no tenía caso que los acosaran, pero ahora era distinto, “el momento de la verdad”.

Ya estábamos convencidos de querer ser católicos y era cuestión de conciencia comunicárselo a toda la familia. Estábamos conscientes que después de esto se romperían lazos entre nosotros, nos íbamos a quedar solos.

Cuando se ha vivido sinceramente en una fe, es extremadamente difícil tomar este tipo de decisiones. No era lo mismo estar alejado que convertirse a otra religión; entraba en juego el sentido de compromiso, enfrentarse a una palabra tan fuerte como es “apostasía”.

Miedo a perderlo todo afectivamente familiar y amigos; para ellos seríamos parte de los “marcados por el diablo”. Miedo a la soledad, ¿Cómo nos iban a recibir los mismos católicos?

Sobre todo, miedo a ofender a Dios si estábamos equivocados.

Ser auténticos, coherentes, poner a Dios como fin de nuestras vidas, tomar el riesgo de cambio, quedamos sin familia, sin amigos, ¿valdría la pena?

Ciertamente fue la elección más dura de nuestras vidas.

Hace nueve años, nos bautizamos, hicimos la primera comunión, confirmación y nos casamos por la Iglesia Católica, todo en una sola ceremonia.

Nos quedamos sin familia, pedimos a los amigos, nos llaman apóstatas y muchas cosas más, ¿valió la pena? 

¡Pero por supuesto que valió la pena!

Tenemos lo que tanta falta nos hacía, Dios.

Dios- amor, Misericordia, Consuelo, Perdón, Luz, Verdad, Camino y Vida.

Estamos plenamente convencidos que Dios nos ama y nos cuida, felices de haber dado respuesta a su llamado, tranquilos ante la adversidad de la vida cotidiana. 

Sabemos que Él nos ampara y que cuando nos pide algo, Él se encarga de proporcionarnos los medios y capacidades para afrontarlo con fidelidad y fortaleza.

Sé que ser auténtico es lo justo, tanto para cono uno mismo, como con los demás. Sé que definir el sentido de nuestra vida es lo más importante. Sé que por ningún motivo, y cueste lo que cueste, debemos tener miedo de defender nuestra fe con plena convicción.

Quizá nos rechacen, pero ¿tiene significado la aceptación que implique la traición a uno mismo?
Siendo auténticos, fieles a Dios N. S, se genera la tranquilidad interior, la satisfacción de estar viviendo congruentemente, la felicidad de unir el latido de nuestro corazón al de Cristo.

Aunque al principio dudemos, puedo afirmar con toda certeza que a la larga se gana el respeto aún de aquellos que no te entienden o aceptan. Eso es más que suficiente.

Después de un año de distanciamiento, logré que mi madre me aceptara.

Después de siete años conseguí  su respeto. Ahora nuestra relación es mucho más cercana que antes.

¿Qué pasó después de la ceremonia, el bautizo, la Confirmación y el Matrimonio?

¿Todo cambió y se volvió color de rosa? Para nada. La vida siguió su curso normal. Mi vida siguió violenta y traviesa, no por haberme convertido mi hijo se curó, ni los sufrimientos cotidianos desaparecieron.

Los primeros años fueron muy difíciles. No es fácil luchar contra las estructuras sobre las cuales se habían edificado más creencias anteriores, pero, ¿acaso no es el cristianismo eso, aunque se haya nacido católico, una lucha constante, acción militante  contra todo lo que pueda distorsionar nuestra fe?

La paranoia y agresividad vivida en el pasado surgía con frecuencia sin siquiera darme cuenta, es decir, veía “moros con tranchetes” en todas partes, y sólo reaccionaba, no daba respuesta, que es muy distinto. Entonces me propuse conocer a fondo la nueva religión que había abrazado, sólo así podría destruir las estructuras pasadas y edificar nuevas con un material de verdadera calidad. 

En mi interior, en mi corazón se obró la gracia de creer en el Evangelio, lo cual, cambia la visión del sufrimiento y le da sentido tanto a lo bueno como a lo malo, en los padecimientos de salud y hasta en las decepciones de nuestros afectos.

A través del conocimiento puede ir recuperando la alegría perdida, ya que la certeza de poder agradar a Dios constituye una de las fuentes principales de la alegría cristiana. 

Pero cuando conocí el sentido de la Cruz de Calvario, tembló todo mi ser, su invitación de unir mis sufrimientos a su sacrificio fue determinante.

Percibir que cuando sufro Cristo llora conmigo cambió radicalmente mi actitud.

Mi alegría es complacer a Dios y en lugar de tristeza debo tener plena confianza en Él.

No me canso de darle gracias a Dios por haberme llamado.

Por haberme dado un esposo maravilloso, que piensa, que no se asusta, que me entiende, que me apoya y que, si tengo razón, va conmigo de la mano, me acompaña en el camino que nos conduce a la realización.

Le doy gracias por habernos concedido el privilegio, después de veintiocho años de matrimonio, a pesar de los problemas y sufrimientos, de sentir que nuestras almas están unidas en el amor de Cristo para siempre.

Le doy gracias por mi hijo enfermo, pues fue él quien me obligó a desarrollar cualidades que ni siquiera me imaginé tener, que en la aridez de la desesperación me hizo acercarme a la Iglesia dónde encontré el verdadero sentido de mi vida.

Adherida a Cristo y a la Iglesia puedo decirle a los problemas: “Uno, dos, tres y el que sigue”. Pues de tu mano Señor “Frente y contra todo” ¡Nada más no me sueltes!



JMRS
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