Cabalístico

¿Por qué mortificarse?

2017-03-04

Mortificación es una palabra que viene del latín y quiere decir hacer morir (mortem...

Francisco Luca de Tena

Mortificación es una palabra que viene del latín y quiere decir hacer morir (mortem facere). Entre los cristianos se emplea para designar los esfuerzos con que procuramos hacer morir en nosotros el pecado y las malas inclinaciones que nos llevan a él.

Pensad en las serias palabras que el Señor dirigió a sus discípulos: “Si alguno quiere venir en pos de mi niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame (Lc 9.23). Quiero haceros notar que esa cruz de cada día es especialmente vuestra lucha cotidiana por ser buenos cristianos que os hace colaboradores en la obra de la Redención de Cristo; de esta manera contribuís a llevar a cabo la reconciliación de todos los hombres y de toda la creación con Dios. Es un hermoso programa de vida, que exige generosidad». Juan Pablo II, Buenos Aires. 11-IV-1987.

El instinto de felicidad

Vivimos en un mundo que ha hecho del bienestar y del placer los máximos ideales de la vida. La prensa, la televisión, la radio y el ambiente en que vivimos son una constante invitación a pasarlo lo mejor posible; a evitar el dolor y a premiarnos con una serie de compensaciones sin las cuales parece que no podríamos sobrevivir.

Estas llamadas a la felicidad se encuentran en la misma naturaleza del hombre: queremos ser felices no como fruto del capricho, sino porque hay en nuestro interior una especie de instinto que nos impulsa a ello. Es tan profundo y espontáneo, tan natural y universal –lo tenemos todos los hombres–, que no hay otro remedio sino reconocer que se trata de algo propio de la condición humana.

Por eso no faltan quienes creen que hablar o escribir sobre la mortificación es un contrasentido; pues si la felicidad es algo tan propio del hombre, mortificarse es tanto como enfrentarse con la naturaleza. No les faltaría razón al pensar así, si esta manera de razonar no respondiese a un error de planteamiento. En efecto: la mortificación cristiana no va contra la felicidad; es un disparate suponer que Cristo o la Iglesia sean contrarios a ella. Ni Dios ni la Iglesia se oponen; es más, el propósito de Dios cuando nos creó, y este propósito sigue en pie, es nuestro bien, nuestra felicidad, nuestra alegría. Si hemos de mortificarnos no es porque se trate de un tributo que debemos pagar a la divinidad, sino porque existen en nosotros los gérmenes del mal y de la enfermedad espiritual, y no hay más solución que combatirlos y extirparlos porque son precisamente ellos los que nos impiden alcanzar la verdadera dicha.

¿Qué es la mortificación?

Mortificación es una palabra que viene del latín y quiere decir hacer morir (mortem facere). Entre los cristianos se emplea para designar los esfuerzos con que procuramos hacer morir en nosotros el pecado y las malas inclinaciones que nos llevan a él.

Ordinariamente, la palabra asusta un poco porque casi siempre se piensa en lo que ha de costar y la imaginación, lo mismo que exagera el placer que puede producir el pecado, exagera también las dificultades que podemos encontrar para hacer el bien o para apartar los obstáculos que nos impiden alcanzarlo.

A nadie le parece excesivo someterse a un régimen de comidas con el que se pretende conservar la línea que se empeña en desbordar los límites de la moda o los cánones de la belleza. Muchas veces, casi siempre, esto se hace solamente por bien parecer. Y nada digamos del esfuerzo al que se someten los deportistas aficionados –no nos referimos a los profesionales porque ése es su trabajo habitual–, con tal de alcanzar la victoria o, al menos, una buena clasificación.

Y sin embargo nos parece demasiado que Dios nos pida la mortificación de las malas inclinaciones. Si la Iglesia mandase andar con esos tacones sobre los que debe ser tan difícil guardar el equilibrio, nos parecería una intromisión y una crueldad que, sin duda, levantaría campañas de prensa en favor de la libertad y de la dignidad de la persona humana. Pero como se trata de una exigencia de la figura, bienvenidos sean esfuerzos y sacrificios. En una palabra: lo que mira al bien presente, en lo que se refiere al cuerpo o a la vanidad, todo nos parece poco, pero cuando se trata del bien del alma o del amor de Dios, cualquier cosa que se nos pida, por pequeña que sea, nos parece demasiado.

La mortificación cristiana no está aconsejada con afán de molestar o simplemente para hacer la vida más desagradable, sino para todo lo contrario, para hacernos más asequible y fácil el logro de la felicidad. Tiene su principio y razón de ser en el conocimiento de nuestra naturaleza, inclinada al mal después del pecado original; por eso Jesucristo nos lo dice de una forma que no deja lugar a la más pequeña vacilación: si tu ojo derecho es para ti ocasión de pecar, sácalo, –es decir: mortifícalo, y hazlo morir–porque más te vale perder uno de tus miembros que no que todo tu cuerpo sea arrojado al infierno (Mt 5, 9).

No nos pide el Señor que entendamos sus palabras al pie de la letra, de manera que tengamos que arrancarnos, materialmente hablando, los ojos; sino que quiere indicarnos la necesidad tan grande que tenemos de la mortificación, para que nuestra mirada nunca nos lleve a ponernos en ocasión de pecar. Quiere Dios que conservemos el dominio de los ojos, de tal manera que cuando se presente la ocasión permanezcamos como ciegos al pecado. Y esto ¿cómo puede conseguirse si no es con la mortificación que, como el agua, apaga el fuego de los malos deseos?

No le demos más vueltas; la mortificación es necesaria porque existen los enemigos del bien y de la felicidad, y a estos enemigos hay que combatirlos si no queremos sucumbir a sus ataques o quedar esclavos de sus caprichos.

La mortificación cristiana

“Dios quiere nuestro amor y no estará satisfecho con ninguna otra cosa. Lo que nosotros hagamos no tiene valor fundamental para Dios, porque El puede hacer Io mismo con un solo pensamiento; o con gran facilidad puede crear otros seres que hagan Io mismo que nosotros hacemos. Pero el amor de nuestros corazones es algo único que ningún otro puede darle. Él podría hacer otros corazones que le amasen, pero una vez que nos ha dado la libertad, el amor de nuestro corazón particular es algo que sólo nosotros podemos darle” (E. Boylan, El amor supremo I, Madrid, Rialp 1957, pág. 121).

Dios, como se ve, se empeña en querernos y es su deseo que le correspondamos en la medida de nuestras fuerzas. Por eso cuando nos manifiesta su divina voluntad, lo primero que nos dice, lo primero que nos enseña es: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón” (Lev 19, 18).

A nadie se le oculta que para cumplir con este mandamiento se tropieza con no pequeñas dificultades, porque después del pecado original, y aunque éste nos haya sido perdonado en el sacramento del Bautismo, permanece en nosotros la inclinación al mal, esa terrible atracción que ejercen sobre la voluntad y sobre los sentidos los bienes creados, que nos invitan a abandonar el camino que nos lleva a Dios para seguir el que ellos nos señalan.

Esto significa que hemos de luchar contra nuestro enemigo el pecado y éste precisamente es el sentido de la mortificación cristiana, ésta es su función en la vida espiritual: con la mortificación no se busca otra cosa que adquirir esa libertad de espíritu, tan necesaria para poder prescindir del uso desordenado de las criaturas que pretenden someternos a su dominio y esclavitud.

Por eso hay que perder el miedo a la mortificación. Después de todo no es tanto lo que se nos pide si se compara con lo que se gana. Hay que saber perder la vida con la mortificación, pero es para encontrarse con la Vida, con Dios, que a partir de ese momento se erige en único Señor y exclusivo Bien del alma. La mortificación nos ayudará a dejar las cosas en su sitio, ella será la que frene los apetitos desordenados que tienen su origen en los sentidos y en la voluntad inclinados al mal. Mientras no se pierda el miedo a la mortificación, estaremos condenados a vivir una vida espiritual mediocre en la que no existirá verdadero progreso sobrenatural porque seguiremos esclavos de nuestros caprichos y nos faltará la libertad para poder amar a Dios sobre todas las cosas.

¿Miedo a la mortificación?



JMRS
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