Editorial

El mar

2017-03-13

La responsabilidad llegó a ser una carga angustiosa. Enfrentó retos...

Jesús Silva-Herzog Márquez, Reforma

Era el mar. Era aventura, movimiento, gozo, impulso de vida. Llevaba puesto el mar. Lo veo ahora, más que encorbatado, en un traje de baño viejo, nadando de punta a punta de una playa; lo veo a bordo de una lancha de hule de motor caprichoso; lo veo descubriendo rocas para bucear, saboreando almejas y ostiones en la arena, cocinando su color en la parrilla de un petate. Sentado en la playa podía ver el horizonte por horas, contar las chispas del sol reflejadas en mil escamas del agua, admirar el espectáculo de las olas que se forman y se disuelven. De pronto, una ola majestuosa se formaba. Hacía el silencio para acompañar la evolución de esa ola enorme y celebraba su estallido como una hazaña maravillosa. Su plenitud era el mar y el sol.

Servidor público, ante todo. No sé cuándo habré descubierto lo que hacía mi padre. Salía de casa muy temprano y regresaba muy noche. Lo que percibía era la pasión con la que hablaba del país y sus problemas, la satisfacción de lo que iba logrando, la frustración de lo que era bloqueado o pospuesto; sus pequeñas y grandes batallas, el impulso de resolver, de corregir, de innovar. También la rabia que le provocaban la trampa y el abuso. Me daba cuenta que su causa tenía adversarios poderosos. Rondaban la intriga y la envidia; los intereses y las ambiciones. Decir la verdad era un deber pero tenía costos. La genuflexión podía ser rentable pero era repugnante. Recuerdo bien la repulsión a todas las reverencias de la cortesanía, los alardes de la opulencia, la frivolidad. Veía que la entrega era absoluta. Por no robarle minutos al trabajo yendo al doctor, terminó alguna vez en el quirófano. Era claro que lo suyo era mucho más que un empleo. Seguía un llamado, el impulso del deber. Su entrega nacía de una profunda confianza en México, de la certidumbre de que podían transformarse las cosas, que podía hacerse el bien, que podría derrotarse a los pillos y a los aduladores.

Nunca se creyó único, nunca se sintió solo en esas batallas. Sabía que formaba parte de una generación entregada al servicio. Un eslabón en una cadena digna de la función pública. Al reconstruir la historia de su vida pública, pintó el cuadro de una generación. Admiró a los maestros que lo guiaron en el servicio público, sintió un enorme orgullo por la gente que lo acompañó y a la que pudo formar. No necesitaban hacer alarde de patriotismo, de entrega y de honradez porque eran patriotas, entregados y honestos. Su vanidad -que la tenía y bien desarrollada- no lo llevó a la altanería ni a la soberbia. Afirmó un orgullo extraño en las selvas de la política, una dignidad que le permitió resistir la tentación de colocarse por encima del deber. Sabía reír y reírse de sí mismo. Lo que nunca conoció fue el resentimiento.

La responsabilidad llegó a ser una carga angustiosa. Enfrentó retos extraordinariamente complejos. No me toca a mí hacer en este espacio juicio de sus aciertos y sus errores. Me atrevo solamente a dejar constancia de su afán de verdad. Cuando estallaba una de las crisis más severas de la historia moderna, habló para describirla con toda crudeza. No ocultaba entonces la profundidad de los problemas ni el impacto que tendría su remedio. No trató de minimizar los peligros. Habló para advertirle al país que se avecinaban tiempos oscuros. La honestidad va más allá del cuidado del patrimonio público. Es respeto por la verdad. La mentira, que es desprecio del otro, termina siendo engaño a uno mismo.

No hubo problema que fuera capaz de romper su optimismo y su humor, esas luces de su amor por la vida. Por más grave que fuera la dificultad, la broma y el aliento salían al rescate. Había que reírse del infortunio y confiar que las cosas terminarían bien. Si estaba nublado, pronto saldría el sol. Llegó a perder las palabras pero no olvidó la manera de celebrar el día, de dar las gracias, de creer en el mañana.

Y aunque la vida murió, nos dejó harto consuelo su memoria



yoselin
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