Detrás del Muro

Tiempos oscuros para los gringófilos

2017-03-16

Sin embargo, en medio de los jaloneos de estos meses, hemos olvidado a la abundante raza de...

Antonio Ortuño, El País

Existen millones de mexicanos a quienes las amenazas de Donald Trump de sellar la frontera, anular las visas y limitar al máximo nuestra presencia en su territorio les inquietan poco. Son sucesores del estoico Cuauhtémoc, quien resistió como un bravo los tormentos que le infligieron los conquistadores (se suele recordar que le quemaron los pies, pero le fue mucho peor). Mi aplauso para ellos. Sin embargo, en medio de los jaloneos de estos meses, hemos olvidado a la abundante raza de mexicanos adictos a las “cosas americanas”, cuya posesión terrena más preciada es su visado de Estados Unidos y que se han visto orillados a llevar una vida de zozobra y a consultar incansablemente los noticieros para ver qué nuevo ultimátum ha salido de la trompa de Donald. Hay que decirlo: los gringófilos de este país son legión y están aterrados.

Y qué difícil les fue volverse gringófilos. En mi ciudad, Guadalajara, que es uno de los hervideros de gringófilos más importantes del hemisferio occidental, el primer McDonald’s fue inaugurado a finales de los años ochenta. Una multitud se abalanzó al emplazamiento horas antes de que las puertas abrieran al público. La fila daba dos vueltas a la manzana. Aquellos fueron años moviditos para el mundo. Quizá por eso, cuando trato de recordar la caída del Muro de Berlín las imágenes que acuden a mi mente, en realidad, son las de dos mil tapatíos dándose de golpes para comerse una Big Mac con queso antes que los demás.

A menos que fuera uno pariente de un político bien conectado, las cosas gringas llegaban al país con cuentagotas. Una vecina, que era azafata, recorría nuestra calle puerta por puerta el día antes de emprender vuelo a Los Ángeles. La gente le encargaba perfumes, chocolates, ropa, juguetes para los niños. La comisión de la chica era un cincuenta por ciento extra del precio de cada encargo. Era popularísima, sin embargo, porque importar lo que fuera resultaba mucho más oneroso que eso y, con las leyes aduanales de la época, el éxito de la misión era improbable. Salvo para la vecina azafata y traficante, claro.

El grado de riqueza de los niños, en mi escuela, se medía según el número de muñequitos gringos de Star Wars en su posesión. Al que tuviera la colección entera importada se le reverenciaba como a un Gatsby. Alguien de buena posición presumía muñecos extranjeros clave (Han-Solo, Darth Vader, la Princesa Leia con disfraz). Nunca faltaba aquel a quien su tío “mojado” le había traído un único ejemplar (segundón, por lo general) y cuyos intentos por lucirlo en sociedad eran vistos con pena incluso por nosotros, los desheredados que no teníamos más que muñecos nacionales, con plástico de peor calidad y detalles torpes. Luego se firmó el TLC, que entró en vigor en el año 94, y los gringófilos se multiplicaron como hongos.

Las cifras oficiales dicen que 18 millones de mexicanos visitan Estados Unidos anualmente y dejan regados por aquellos lugares algo así como 20,000 millones de dólares. No todos los turistas son gringófilos, desde luego, pero todos los gringófilos se afanan en visitar Estados Unidos cada vez que logran reunir el dinero suficiente. Lo ven como lugar de peregrinación.

Conozco algunos de los más radicales. Gente que no acepta ponerse encima una prenda de ropa que no sea adquirida en un outlet de Caléxico, gente que sostiene que la Cocacola de allá sabe mejor porque el agua-base proviene de las Montañas Rocallosas y no del Cerro de Perote. Gente que asegura que las aspirinas sólo quitan el dolor de cabeza si son de Montana. Hay un supermercado entero, en Guadalajara, que expende solamente productos gringos: papel higiénico, queso derretido de bote, vasos de plástico, chicles. Productos que se podrían obtener cómodamente fabricados en México y por las mismas marcas, pero que los gringófilos desdeñan por no ser “originales” (aquí, como en las tiras de Peanuts, insertemos un suspiro).

¿Qué decir? México es un país que cada año bautiza sin pudor a miles de Maximilianos y Carlotas, es decir, niños con los nombres de los emperadores impuestos por la intervención francesa del siglo XIX. No en balde fuimos capaces de crear esa linda palabra, “malinchismo”, en recuerdo de Malinche, intérprete y amante de Hernán Cortés, y se la aplicamos a quien muestra un apego exagerado por lo extranjero en desmedro de lo propio. Algo en lo que los mexicanos tenemos, como se ve, solera.

¿Volverán los tiempos en que las cosas gringas llegaban sólo de tanto en tanto y en manos de viajeros intrépidos como la azafata? Misterio. Entretanto, sé de varios gringófilos que andan almacenando rollos de papel higiénico fabricado en Texas. Porque el nacional les raspa.



yoselin