Reportajes

La decisión de Putin, el futuro de Rusia

2017-05-30

Vestido de negro riguroso, incluido su suéter de cuello vuelto (un color al que en tiempos...

ZBIGNIEW BRZEZINSKI, Politica Exterior


Detener y luego invertir la evolución democrática de Rusia ha sido una elección, no una necesidad. Pese a los alardes nacionalistas de la potencia energética, el Kremlin no tiene una visión para el futuro de un país que hoy desarrolla 20 veces menos tecnología innovadora que China.

Vestido de negro riguroso, incluido su suéter de cuello vuelto (un color al que en tiempos fue aficionado Benito Mussolini), el antiguo teniente coronel del KGB y presidente de Rusia en los últimos ocho años, Vladimir Putin, se dirigía a miles de jóvenes simpatizantes entusiasmados en un estadio deportivo de Moscú el 21 de noviembre de 2007. Su mensaje era una advertencia xenófoba contra la deslealtad nacional por parte de ONG democráticas rusas subvencionadas con dinero extranjero. “Por desgracia, hay todavía personas en nuestro país que actúan como chacales en las embajadas extranjeras (…) Que cuentan con el apoyo de amigos y gobiernos extranjeros pero no con el apoyo de su propio pueblo”, bramaba Putin, acompañado por canciones de la era soviética que atronaban desde los altavoces del estadio, mientras la muchedumbre agitaba banderas nacionales.

Unos días después, el mismo Putin parecía inclinarse ante la legitimidad constitucional de Rusia al reafirmar que cedería la presidencia según lo previsto al expirar su segundo mandato, en marzo de 2008. Esta acción, sin embargo, iba acompañada por el nombramiento a dedo de su sucesor y hoy presidente de Rusia, Dmitri Medvedev, un subordinado burocrático y socio de Putin en diversos negocios desde hacía tiempo. En el plazo de un día, el designado expresaba su esperanza de que Putin aceptase ser el próximo primer ministro del Estado. Dada la situación del poder político en Rusia, el proceso electoral se convertía de ese modo en una farsa y la autoridad del sucesor de Putin quedaba eficazmente reducida. Como dijo un destacado co- mentarista ruso, “Putin no es un presidente saliente; solamente está cambiando de estatus. Era el gerente nacional del país y, después de marzo, se convertirá en su líder nacional”. En la Italia fascista, el jefe de Estado nominal era el rey, pero el poder real estaba en manos del líder nacional, el Duce.

¿Cómo juzgará la historia el legado del hombre sobre el que una vez un presidente de Estados Unidos proclamó que era su compañero del alma y al que una reina británica homenajeó con una cena solemne en el palacio de Buckingham; por quien un presidente francés pretendía transformar una reunión exclusiva para miembros de la OTAN en una fiesta de cumpleaños (sin consultarlo con los anfitriones de la reunión, celebrada en Letonia); que fue capaz de comprar la colaboración comercial de un antiguo canciller alemán y ante quien un antiguo primer ministro italiano prácticamente se puso de rodillas? La adulación de la prensa occidental impulsó la meteórica ascensión de Putin como celebridad mundial hasta un nivel sin precedentes para cualquier líder ruso de la historia, superando incluso las atenciones que en su día le dispensaron al zar Alejandro I las damas que lo idolatraban a su paso por los salones de Londres, París y Viena después de la derrota de Napoleón.

Parte de la respuesta a esa pregunta reside en los efectos negativos a largo plazo que las decisiones de Putin, probablemente tendrán para el sistema político, la economía y las perspectivas geopolíticas de Rusia, a pesar de su aparente éxito a corto plazo. Otra parte de la respuesta requiere también comparar más detenidamente las situaciones que están empezando a darse en Rusia como consecuencia de las políticas de Putin con lo que podría haber sido el fruto alternativo de su presidencia, teniendo en cuenta la compleja realidad de Rusia a comienzos de 2000, cuando fue designado a dedo para la presidencia por el preocupado séquito de su achacoso predecesor. El resultado de la comparación entre lo que está surgiendo y lo que podría haber sucedido puede proporcionar una base para una valoración histórica más rigurosa.

Las motivaciones de Putin

En primer lugar, conviene reflexionar brevemente sobre las pocas claves disponibles para entender las motivaciones de un hombre que, hay que admitir, en un plazo de ocho años logró estabilizar la economía de Rusia y devolver al país su orgullo nacional, en gran medida explotando políticamente las ganancias inesperadas de una creciente demanda internacional de los recursos energéticos rusos. Putin se ha ganado el apoyo general dentro de su país por haber terminado con el caos social que se desencadenó tras la caída de la Unión Soviética y la posterior privatización desordenada de las empresas de propiedad estatal, proceso que enriqueció de forma escandalosa a los “privatizadores” rusos más emprendedores, así como a algunos de sus “asesores” occidentales.

Muchos rusos se han sentido cautivados, como también los visitantes extranjeros y los entusiastas inversores extranjeros en potencia, por el nuevo resplandor de Moscú y el glamour devuelto a San Petersburgo. El renacer del orgullo nacional ruso es comprensible, dado el sentimiento de humillación generalizado tras la repentina caída de la URSS y la desconcertante identificación de los años de Boris Yeltsin con la anarquía y el capitalismo voraz. Muchos rusos han obtenido una satisfacción personal de la grandilocuencia general de Putin, y se han sentido impresionados por la vuelta del Kremlin a la pompa ceremonial de los tiempos de los grandes zares. Gracias a la televisión, los rusos son ahora invitados habituales en el Kremlin, mientras las trompetas resuenan y los guardias vestidos con trajes teatrales abren con grandiosidad las enormes puertas de un vestíbulo dorado en el que se coloca la élite rusa, haciendo reverencias a los lados de una larga alfombra roja mientras el presidente entra dando grandes zancadas con el andar cuidado de un atleta.

Es evidente que la restauración del poder y el prestigio rusos era primordial para Putin desde el principio. Sin embargo, eso sigue sin explicar cómo debían definirse ese poder y ese prestigio, qué creencias básicas motivaban la búsqueda de Putin, qué valores debía representar Rusia según él y con qué actitud debía el país contemplar su pasado reciente. El propio Putin nunca ha hablado de forma explícita sobre sus motivaciones. Por ello, sólo unas pistas escasas y esporádicas, además de sopesar las consecuencias tangibles de su política, pueden servir de base para hacer algunas conjeturas en relación con los impulsos personales que le han movido y le mueven.

Tal vez lo más revelador haya sido el comentario que Putin hizo públicamente en 2005 durante su discurso anual ante la asamblea federal rusa. Sin muchos circunloquios, declaró, casi como si fuese una verdad evidente, que la desintegración de la URSS era “la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX”. No era una declaración casual y tal afirmación le distinguía claramente de sus dos predecesores inmediatos, que habían alabado el desmantelamiento pacífico del imperio soviético como una victoria del pueblo ruso en su camino hacia la democracia. Aunque en el transcurso de un solo siglo su nación había vivido dos guerras mundiales extraordinariamente sangrientas y devastadoras, así como los estragos causados por el terror comunista y el gulag, Putin daba muestras de su preocupación por devolver a Moscú su categoría de potencial mundial.

La extraordinaria afirmación indicaba también que podría haber un significado más profundo en lo que, en principio, parecía simplemente un gesto jocoso: el extraño saludo que hizo Putin a sus antiguos superiores del KGB durante la celebración anual, en diciembre de 2000, del día de los Chequistas, en honor al servicio de seguridad conocido como Cheka, NKVD o KGB. Aunque aparecía en su tristemente conocido cuartel general de Liublianka como presidente de Rusia, Putin actuó como si todavía fuese un funcionario, saludando a sus antiguos comandantes y notificándoles de forma misteriosa: “Orden número uno, conseguir el poder absoluto, cumplida”. ¿Podría ser esto una referencia indirecta al objetivo que quizá se habían fijado algunos jóvenes funcionarios del KGB muy motivados, Putin entre ellos, que se sentían desplazados e indignados por el quejumbroso derrumbamiento del poder soviético?

En los tiempos de la decadencia de la URSS, el KGB constituía la élite privilegiada, lo más poderoso y ambicioso que el sistema soviético era capaz de producir. Ya como presidente, Putin se rodeó en el Kremlin de licenciados procedentes de esa peculiar organización, los llamados siloviki. Se puede suponer que ese resentimiento en relación con el hundimiento de la URSS era especialmente intenso entre aquellos que todavía no habían alcanzado la cúspide del sistema reinante pero ya habían recibido un anticipo de sus beneficios. El deseo de cambiar completamente las consecuencias de ese hundimiento y restablecer la embriagadora sensación de poder estaba probablemente más extendido dentro de este grupo que en ningún otro antiguo grupo de funcionarios soviéticos.

El propio Putin nunca ha manifestado del todo cuál es su visión sobre los crímenes de Josef Stalin, y tampoco ha expresado ningún sentimiento. Sus condenas puntuales del estalinismo fueron superficiales y su homenaje a las víctimas de Stalin mínimo. En una de las escasas entrevistas en las que ha hablado de su pasado familiar, expresaba un especial afecto por su abuelo, a pesar del hecho (aunque daba la impresión de que en cierta forma era debido al hecho) de que había prestado sus servicios en el séquito de guardaespaldas de Vladimir Lenin primero y de Stalin después. En el caso de cualquier dirigente alemán, algo siquiera remotamente parecido en relación con un familiar que hubiese sido fervientemente leal a Hitler se habría considerado intolerable por la comunidad internacional. El homenaje público de Putin al fundador de la policía secreta soviética, su oposición oficial a la decisión de Ucrania de calificar como genocidio la hambruna masiva causada por la colectivización de Stalin y su resentimiento ante las conmemoraciones bálticas y polacas de los asesinatos masivos soviéticos mostraron su visión parcial del pasado de la URSS.

Además, la forma particularmente envenenada en que Putin se enfrentó al reto checheno inmediatamente después de asumir el mando, incluida su vulgar referencia en público al lugar donde los miembros de la resistencia chechena deberían morir, da la impresión de un dirigente que, desde el principio, se había marcado a sí mismo el objetivo no sólo de poner fin a la crisis postsoviética, sino también restablecer el poder intimidatorio de la era soviética. Putin rechazó categóricamente varios intentos por parte de chechenos más moderados y de algunos mediadores extranjeros para encontrar una fórmula de compromiso que permitiera un acuerdo pacífico basado en una mayor autonomía. En cualquier caso, la guerra constante durante años para reprimir a los chechenos, en la que probablemente murieron más de 100,000 personas, tuvo dos consecuencias inmediatas pero significativas en el sistema. Consolidó y rehabilitó el debilitado y desmoralizado sistema de seguridad soviético al crear una base para la dominación política del Kremlin por parte de los siloviki, y canalizó el nacionalismo ruso hacia una xenofobia no democrática.

En 2004, los dos predecesores inmediatos de Putin –Yeltsin y Mijail Gorbachov– habían hecho declaraciones en contra de los efectos políticos perniciosos de la guerra incesante contra los chechenos. Yeltsin lo hacía con su característica franqueza: “La supresión de las libertades y el retroceso de los derechos democráticos es, entre otras cosas, una victoria de los terroristas”. ­Gorbachov llegaba más lejos aún en su exhortación a favor de un proceso político: “Es necesario entablar de nuevo negociaciones con los militantes moderados y distinguirlos de los extremistas con los que hay diferencias irreconciliables”. Putin permaneció impasible.

Una clave más proviene de la evidente disposición personal de Putin respecto al oligarca ruso que ha tenido la temeridad de reclamar que la línea que separa los sectores político y económico de la Rusia postsoviética no vuelva a hacerse borrosa. Cualesquiera que fuesen las transgresiones de Mijail Jodorkovski durante las privatizaciones de “supervivencia de los más ricos” que se produjeron en la época de Yeltsin, con el cambio de siglo Jodorkovski y su compañía petrolera, Yukos, habían llegado a identificarse con un sistema económico parecido a un mercado libre occidental. Al mismo tiempo, el papel cada vez más activo de la oligarquía dentro y fuera de Rusia en nombre de un activismo prodemocrático con patrocinio privado implicaba una concepción de pluralismo político que era ajeno a las ideas más tradicionales de Putin sobre la restablecida Rusia.

Jodorkovski fue detenido el 25 de octubre de 2003 y condenado a nueve años de prisión el 31 de mayo de 2005. Su detención, juicio y prolongado encarcelamiento tuvieron, de forma parecida a la campaña antichechena, consecuencias de largo alcance en el sistema. Supusieron la unión del poder político con la riqueza económica y colocaron a Rusia en el camino hacia un capitalismo estatal. Los demás oligarcas, intimidados como los boyardos antes que ellos, se inclinaron ante el poder y se les permitió compartir su riqueza con el poder. La adulación por parte de la oligarquía se convirtió en costumbre.

Fuentes rusas han revelado que el propio Putin ha llegado a ser extraordinaria y sospechosamente rico. Durante los comienzos de la era de Yeltsin, Putin era teniente de alcalde de San Petersburgo con Anatoli Sobchak, de quien se decía que era bastante corrupto. Algunos rumores reaparecieron durante el segundo mandado presidencial de Putin y relacionaron al presidente con presuntos acuerdos que implicaban a Finlandia. En noviembre de 2007, Anders Aslund, un miembro del Instituto Peterson de Economía Internacional, reunió alegaciones específicas de fuentes rusas y alemanas en relación con la fortuna personal de Putin y calculó que ascendía a un total de 41,000 millones de dólares. Se aseguraba que gran parte de este capital consistía en participaciones en empresas de energía controladas por el Estado, incluido el 37 por cien de Surgutneftegaz y el 4,5 por cien de Gazprom.

La dificultad para proteger esa fortuna una vez que no estuviese en el poder bien podría haber sido una de las principales razones para la reticencia de Putin a ceder su poder político. Los siloviki también se enriquecieron y siguieron el modelo de los propietarios estatales de Nigeria o Arabia Saudí, que tienen parte de su fortuna escondida en el extranjero. La emponzoñada combinación de poder político y riqueza personal en la Rusia contemporánea hace que las “cortinas amarillas” que distinguían a los privilegiados durante los días del comunismo soviético parezcan una indiscreción trivial. El hoy presidente Medvedev, el sempiterno número uno durante la administración presidencial de Putin, era al mismo tiempo el presidente de la junta directiva de Gazprom, y ahora personaliza esa unión.

La corrupción omnipresente entre quienes ostentan el poder puede tener una consecuencia adicional no prevista. A la larga, al igual que en otros países con recursos energéticos donde ha tenido lugar una tendencia similar, la corrupción de la élite, incluido el alarde exagerado de riqueza personal en el extranjero, puede convertirse en foco de resentimiento de la opinión pública, especialmente cuando los pozos se secan. A corto plazo, esa corrupción hace que los corruptores se pongan instintivamente a la defensiva; de ahí la inclinación oportunista de Putin a utilizar la xenofobia nacionalista para movilizar a la opinión pública en apoyo de quienes ocupan el poder y para desviar la atención de los privilegios de los poderosos.

La visión que surge no es la de un fanático político doctrinario que ha intentado revivir el estalinismo o la URSS. Putin aparece como un despiadado producto del KGB; un nacionalista disciplinado y con la determinación de restablecer el poder de Rusia y un beneficiario oportunista de la bonanza económica inesperada de la que goza el país, que no ha tenido reparos en disfrutar tranquilamente y apropiarse en secreto de los beneficios materiales de ese poder político. Su educación soviética le hace temer la democracia, a la vez que su orgullo soviético le hace reticente a condenar el estalinismo como un crimen. Para Putin y sus siloviki, un sistema democrático auténtico amenazaría su poder y su riqueza. La combinación de orgullo nacionalista e intereses materiales egoístas engendra así un Estado que, aunque no se identifica con el totalitarismo estalinista ni revive el colectivismo soviético, rechaza el pluralismo político y un sistema genuino de mercado libre. El Estado y la economía están unidos en la teoría y en la práctica.

Con ciertas reminiscencias del rimbombante estilo del fascismo pero vacías de contenido ideológico, lo cierto es que las contribuciones retóricas de Putin no reflejan ningún punto de vista exhaustivo de lo que el Estado, la economía y la sociedad rusos deberían llegar a ser. La exaltación nacionalista del pasado y las vagas referencias a una “democracia soberana” no proporcionan una orientación respecto al futuro de Rusia. Putin se ha centrado en los logros a corto plazo y es digno de mención su hincapié en el orgullo, el poder, la categoría global y el progreso económico, pero no ha recurrido a ningún diseño doctrinal mayor. Consolidar el Estado y maximizar su riqueza, al tiempo que se vilipendia a sus enemigos nacionales o extranjeros, han sido durante su presidencia y ahora como primer ministro sus temas dominantes. Como símbolo político, ya sea en carteles o en sus apariciones televisadas, personaliza el triunfo de la voluntad.

En cualquier caso, su control efectivo sobre el poder político del Estado y sus activos financieros, así como una opinión pública desorientada, han hecho posible que Putin tome decisiones que, al acumularse, empujan a Rusia en tres direcciones básicas: políticamente, hacia un autoritarismo de Estado cada vez más represivo; económicamente, a favor de un estatismo corporativo centralizado; e internacionalmente, hacia una postura más explícitamente revisionista. Cada una es un reflejo no sólo de la predisposición personal de Putin, sino también de los intereses compartidos con una élite de ideas similares. Sin embargo, cada una representa, a largo plazo, peligros para el futuro de Rusia. Una valoración crítica del rumbo marcado por Putin requiere preguntarse si había otras alternativas prácticas a más largo plazo, distintas de las que él ha elegido para Rusia.

Autoritarismo represivo frente a Estado democrático

Hay que reconocer que Rusia estaba sumida en el caos socioeconómico cuando Putin asumió el poder. Al contrario de lo que proclaman quienes hacen apología de Putin, el fin de ese desorden socioeconómico no se consiguió de forma específica ni acumulativa por el despiadado aplastamiento de los chechenos; el espectáculo del juicio de Jodorkovsky y la expropiación de sus posesiones; la subordinación progresiva de la televisión y la radio al control político; la imposición, paso a paso, de un control fuertemente centralizado sobre regiones rusas socioeconómicamente diferentes; la manipulación del proceso electoral; la creciente injerencia del Estado en el funcionamiento de ONG con la excusa de que amenazan la independencia de Rusia; la creación de partidos políticos financiados por el Estado que acceden de forma privilegiada a los medios de comunicación; la confianza en las medidas políticas para limitar la actividad de los partidos de la oposición; el movimiento juvenil nacionalista Nashi, entregado a la causa del propio Putin; o la propagación deliberada a través de medios controlados por el Estado de contenidos xenófobos con el fin de promover la “unidad nacional”. Todo lo anterior culminó con la manipulación descarada de la Constitución, que cuando se adoptó fue bienvenida como la confirmación de la entrada de Rusia en la comunidad de las naciones democráticas.

El clima político de Rusia se ha visto además envenenado por los misteriosos asesinatos de periodistas independientes; la aparente indiferencia de Putin tras el tiroteo a la principal crítica de su política en Chechenia, Anna Politkovskaya; y la concesión de autoridad al Servicio Federal de Seguridad [FSB, en inglés, sucesor del KGB], anunciada en público, para llevar a cabo operaciones letales en el extranjero, seguida no mucho más tarde por el espantoso envenenamiento en Londres de un molesto desertor de dicho organismo, Alexander Litvinenko. El método elegido para matar a Litvinenko indica un esfuerzo deliberado por enmascarar los orígenes del asesinato, a la vez que se infligía el máximo sufrimiento posible a la víctima, como escarmiento para cualquier posible desertor político del FSB. El hecho de que el principal sospechoso del asesinato, identificado por los británicos, fuese posteriormente elegido para formar parte de la Duma, es una muestra de hasta qué punto los valores políticos de Rusia han sufrido una transformación significativa a lo largo de los últimos ocho años.

Aunque fueron los de mayor repercusión en los medios de comunicación, los asesinatos de Politkovskaya y Litvinenko no son, ni mucho menos, incidentes aislados. En la mayoría de los casos, las víctimas tenían un perfil político incómodo y no se detuvo a los ejecutores, lo que refuerza la sospecha de que los asesinatos tenían motivaciones políticas y se llevaron a cabo bajo la protección del Estado.

El 27 de julio de 2006, antes del tiroteo de Politkovskaya, Periodistas Sin Fronteras denunció que “al menos 13 periodistas habían sido asesinados en Rusia debido a su trabajo desde 2000 y que ninguno de esos casos había sido resuelto por las autoridades”. Según el Comité para la Protección de los Periodistas, organización sin ánimo de lucro, 14 periodistas han sido asesinados en Rusia desde 2000 en represalia por su trabajo. Ninguno de los casos ha sido resuelto y 13 presentan indicios de haberse realizado por encargo.

Si el deseo de dar ejemplo con los chechenos y después con Jodorkovsky tuvo una función catalizadora en las decisiones iniciales de Putin, la inseguridad personal y colectiva de la élite fueron útiles para desencadenar un ataque cada vez más intenso contra los restos del legado constitucional de los años de Yeltsin. Todo se precipitó debido a las elecciones democráticas en dos ex repúblicas soviéticas cercanas. Los triunfos de la “revolución de las Rosas” en Georgia a finales de 2003 y la “revolución Naranja” en Ucrania a finales de 2004 provocaron en el Kremlin reacciones cercanas al pánico. Los resultados fueron ferozmente criticados como alteraciones tramadas por EE UU y como anticipo de similares designios para la democracia soberana de Rusia inspirados por extranjeros.

La campaña pública impulsada contra la subversión extranjera adquirió pronto un enfoque interno. El resultado fue la patente manipulación política, cada vez más arbitraria, de los procesos políticos de Rusia, que culminó con las elecciones para la Duma a finales de 2007, y que fueron poco más que un plebiscito controlado por el Estado. El colmo de las ironías fue que, en ese momento, Putin tenía todas las probabilidades de ganar, incluso en un proceso electoral auténtico.

Algunos plantean que la suspensión y después la marcha atrás del de­sarrollo democrático de Rusia eran necesarias para terminar con los males económicos y sociales del país. También se ha argumentado que la desmoralizadora experiencia soviética de 70 años había dejado como legado una cultura política incompatible con la democracia. Sin embargo, estos argumentos obvian el hecho llamativo de que la vecina Ucrania, un país ligado a Rusia durante décadas y culturalmente próximo, que compartió esa misma experiencia soviética y sufrió una caída libre similar tras el derrumbamiento de la URSS, se las había arreglado para superar sus dificultades internas sin dar un giro hacia una dictadura nacionalista. Ucrania ha celebrado varias elecciones generales en las que el resultado no estaba predeterminado antes de la votación y ha conseguido preservar un sistema parlamentario que funciona y unos medios de comunicación independientes. Su cultura política es ahora más europea que la rusa y el país está más cerca de Europa de lo que está Rusia. Pero no era así hace dos décadas.

No obstante, es importante señalar que el resultado acumulativo del alejamiento de Putin de la democracia ha sido el nacimiento de un sistema político que no imita a la antigua URSS, ni a la Alemania nazi, ni a la China contemporánea. No es, desde luego, un sistema totalitario como el de Stalin o Hitler. No tiene gulags ni aspiraciones genocidas, y tampoco impone un control social omnipresente o se dedica a sembrar el terror de forma masiva. A diferencia de los totalitarismos, el autoritarismo represivo actual de Rusia todavía deja algún espacio al disentimiento individual y a la libre expresión en privado, y más aún si se trata de cuestiones no políticas. Es significativo desde el punto de vista político a largo plazo que se siga viajando al extranjero de forma relativamente libre, especialmente aquellos que pueden permitírselo. A diferencia de la transformación de China, el cambio social de Rusia no está dirigido por ningún designio programático.

En última instancia, la fuerza política del sistema autoritario creado por Putin es consecuencia de la repentina aunque posiblemente transitoria riqueza del país. Dicha riqueza favorece el consentimiento popular pasivo y un apoyo positivo centrado en el presidente. Sin embargo, la dependencia del sistema de la afluencia de capital derivada de la extracción y exportación de recursos naturales es también su principal debilidad. La concentración de riqueza en la cúspide de la escala social, cada vez más evidente, es corrosiva y, con el tiempo, desmoralizadora.

Mientras una parte suficiente se comparta para asegurar una sensación generalizada de progreso social, se pospondrá la agitación. No obstante, con el tiempo es probable que se vaya acumulando resentimiento individual, local y regional y que surja un caldo de cultivo para la inquietud social de una opinión pública que ya no está aislada del resto del mundo. La opinión pública de Rusia, a diferencia de la de Arabia Saudí o Nigeria, se identifica a sí misma cada vez más con el estilo de vida occidental y, con el tiempo, eso puede contribuir a que adquiera una conciencia política más crítica y enérgica.

En cualquier caso, Putin ha detenido y luego invertido la evolución de Rusia hacia una democracia constitucional genuina. Marzo de 2008 podría haber marcado un hito en la historia de Rusia. La evolución democrática del país bajo el mandato de Yeltsin era errática, a menudo contradictoria y a veces conflictiva. A pesar de todo, Rusia era más libre hace 10 años de lo que lo es hoy. Todavía no se trataba de una democracia liberal institucionalizada pero avanzaba, aunque a veces tropezara, en esa dirección. En una Rusia así, Putin podría haber seguido dominando la escena política y beneficiándose de la coyuntura económica favorable, al tiempo que consolidaba las bases de la democracia en el ámbito de los derechos civiles, la libertad de expresión y el civismo en la actuación política. Su pasado en el KGB, su arrogancia de gran potentado soviético y, en última instancia, la inseguridad de su riqueza le empujaron en otra dirección, en detrimento de la historia de Rusia.

En resumen, los ocho años del mandato de Putin han supuesto una regresión a las políticas caprichosas y represivas, pero podrían haber sido al menos un modesto avance hacia un sistema de gobierno constitucional. El giro hacia el autoritarismo político en Rusia ha sido una elección, no una necesidad.

Estatismo corporativo frente a economía mixta

El propósito primordial del sistema económico diseñado por Putin era reforzar el Estado, más que promover la iniciativa social para renovar la sociedad rusa. Cuando era teniente de alcalde de San Petersburgo a las órdenes de Sobchak, Putin tuvo su primer contacto directo con el atractivo del dinero y las ventajas de la riqueza oculta. Aquella debió de ser una novedosa y embriagadora experiencia para un ex oficial del KGB de salario modesto. Es dudoso que le hiciera sentir nostalgia del mediocre estilo de vida de la era soviética. También debió de hacerle tomar conciencia de que la combinación de poder político y fortuna privada era una fórmula potente.

Una vez al mando de la Rusia postsoviética, la aplicación práctica de ese aprendizaje por parte de Putin se vio reforzada por los imperativos de la vida económica trastornada, descarrilada y desorientada del país. El PIB ruso había caído en picado hasta un nivel que recordaba de forma ominosa la gran depresión de EE UU en 1929. La clase media soviética, burocratizada y de vida sencilla, se vio especialmente afectada. De repente, zonas que ha­bían estado gobernadas por Moscú durante siglos eran Estados independientes que insistían en que se respetasen sus fronteras y sus recursos nacionales. Un ejemplo característico es el destino de la antes poderosa Aeroflot: los nuevos Estados independientes heredaron partes de su flota aérea, dependiendo de dónde estuvieran aparcados los aviones de la aerolínea el día que se disolvió la URSS. La privatización, al estilo “aprovéchate mientras puedas”, de los activos industriales planificados y previamente pertenecientes al Estado tuvo como consecuencia el turbio pero enorme enriquecimiento de unos pocos afortunados. Mientras tanto, el comercio minorista gestionado por el Estado quebró, para ser sustituido por un comercio privado lamentable, a menudo callejero.

Dada la situación, la reafirmación del control político sobre la vida económica del país era una tentadora opción a corto plazo. La simbiosis reforzada entre los siloviki de Putin y los nuevos oligarcas se vio casi literalmente lubricada por la afluencia de liquidez e inversiones extranjeras, que afortunadamente no dejaba de crecer, en gran medida gracias al aumento de la demanda europea de energía. En consecuencia, el sólido balance global del comercio ruso a finales de 2007 era de 128,000 millones de dólares y sus reservas internacionales equivalían a 466,000 millones de dólares. A medida que la recuperación del PIB se aceleraba y en 2005 alcanzaba los niveles anteriores a la crisis de 1990, con un crecimiento anual aproximado del seis por cien, los beneficios de la cohabitación del poder público y la riqueza privada en el Kremlin se generalizaron pero se distribuyeron de forma más desigual.

Los efectos más visibles de la recuperación son evidentes en Moscú y San Petersburgo, en parte debido a la decisión política de impulsar proyectos muy vistosos, testimonio de la recobrada posición internacional de Rusia, y en parte porque las dos ciudades han sido tradicionalmente los centros de las élites política y social rusas. Aunque el resto del país ha cambiado menos, y las zonas rurales prácticamente nada, la recuperación ha tenido también un impacto social más amplio. Ha estimulado el surgimiento de una clase media que trabaja cada vez más por cuenta propia o que al menos no trabaja para el Estado, y cuyas aspiraciones de tener un mejor nivel de vida se ven cada vez más influidas por los criterios globales del consumo urbano. Para la incipiente clase media, ni que decir tiene para los poderosos nuevos ricos, que son verdaderamente ricos, el estilo de vida de la época soviética es un pasado que no se echa de menos.

La imagen es menos clara cuando el foco se desplaza del corto plazo que incluye la recuperación económica necesaria, al largo plazo que contempla el bienestar social futuro de Rusia y la competitividad económica internacional. En el segundo caso, hay dos características que definen la economía creada durante la presidencia de Putin y que es probable que tengan un efecto negativo en las perspectivas futuras de Rusia. La primera es la concentración de decisiones económicas nacionales en manos de un pequeño círculo de funcionarios con poder político y a menudo con grandes fortunas personales. La segunda incluye la aparición en la economía nacional de un grupo de corporaciones de propiedad poco clara (empresas energéticas e industriales clave y bancos, por ejemplo) que, en conjunto, dominan el día a día de la vida económica del país. El número de aquellos que poseen pequeñas empresas privadas ha permanecido invariable en los últimos años, mientras que las grandes corporaciones han aumentado de manera espectacular. El resultado es un sistema de estatismo corporativo donde aquellos que tienen el poder actúan como si fueran los propietarios sin serlo legalmente, mientras que los propietarios legales, a menudo ocultos, comparten los beneficios con quienes tienen el poder político y participan con ellos en la toma de decisiones.

Los argumentos para defender la idea de que, con Putin, Rusia “se ha convertido en un Estado corporativo” los ha expuesto de forma elocuente Andrei Illarionov, ex asesor económico de Putin, convertido después en crítico. Ha sido mordaz en su análisis de lo que implica esta evolución para el futuro de Rusia: “Hoy, a comienzos del siglo XXI, optar por este modelo no es otra cosa que la elección consciente de un modelo social tercermundista”, que él identifica con Irán, Arabia Saudí y Venezuela. También señala de forma explícita algunas similitudes con “el Estado corporativo de Mussolini”. Dicho sistema tiene una predisposición natural hacia lo políticamente oportuno y hacia la recompensa económica a corto plazo, en detrimento del interés nacional a más largo plazo y el bienestar social.

Es más, la concentración política de la toma de decisiones económicas y financieras a escala nacional, combinada de forma simultánea con la unión simbiótica de poder político y riqueza económica, ha generado una clase dirigente parásita a la vez que ha asfixiado la innovación competitiva. Para esa clase dirigente movida por intereses egoístas, reforzar el Estado era una decisión obvia. Inicialmente, el término “federación”, con el que Rusia se autodefinía como Estado tras la caída de la URSS, tenía un significado real, especialmente en lo relativo al autogobierno y, por tanto, a la gestión económica regional. El reconocimiento constitucional de la diversidad económica del vasto territorio ruso tenía la finalidad de favorecer la democracia en el plano local y a la vez estimular la iniciativa y las empresas regionales.

Por desgracia, al cabo de poco tiempo, todo esto quedó interrumpido debido a la decisión premeditada y arbitraria de Putin de destripar la federación. Los gobernadores locales ya no se elegían a escala local, sino que eran designados por el presidente. Las asignaciones presupuestarias volvían­ a ser prerrogativa exclusiva del gobierno central, con lo que el desarrollo nacional quedaba de nuevo condicionado por un proceso burocrático de toma de decisiones dictadas desde la cúpula. De esta forma, se reafirmaba la tradición de siglos, primero zarista y luego soviética, del monopolio central del poder y del dinero, en manos de una burocracia ubicada en Moscú socialmente parásita y económicamente asfixiante. Los ingresos medios del 10 por cien más rico de la población rusa a principios de 2005 eran 14,8 veces mayores que los ingresos del 10 por cien más pobre, mientras que en Moscú el 10 por cien más rico ganaba 51 veces más que el 10 por cien más pobre.

Esta clase dirigente adinerada ha estado derrochando en el extranjero, tanto de form legal como mediante el blanqueo de dinero, miles de millones de su fortuna sospechosamente adquirida. Aunque Putin se haya quejado en público (“Estamos presenciando el blanqueo de miles de millones de rublos cada mes dentro del país. Estamos presenciando el movimiento de enormes recursos económicos en el extranjero”), hay que dar por sentada la complicidad oficial, al menos al principio. Aunque es difícil precisar las cantidades, el nivel acumulado de flujos, disimulados o no, de capital saliente de Rusia ha sido mucho mayor que las ayudas presupuestarias de Moscú para el desarrollo de las regiones rusas olvidadas durante décadas. Los ricos siloviki y oligarcas rusos, a pesar de su nacionalismo, han preferido invertir en propiedades inmobiliarias en la Riviera francesa y Londres o derrochar su dinero en Chipre o en las Islas Caimán.

El lejano este de Rusia, incluyendo la región de Vladivostok y Kamchatka y las zonas septentrionales de Siberia, han estado durante mucho tiempo tratando de conseguir mayores ayudas para la modernización de las infraestructuras, el desarrollo de la vivienda y las mejoras en general. Sin embargo, los desembolsos se han quedado muy por detrás de lo estipulado. La negligencia del gobierno central y los recursos locales limitados han tenido como consecuencia el desplazamiento de los habitantes de estas regiones hacia zonas más favorecidas del centro y el oeste de Rusia, agravando así desde el punto de vista geopolítico la crisis demográfica en la que está sumida la nación, a la vez que se reduce la probabilidad de que una mayor autonomía regional pueda fomentar la cooperación económica con vecinos extranjeros próximos y más avanzados como China, Japón, Corea del Sur y los países escandinavos.

También es un síntoma de la indiferencia del gobierno central respecto a las regiones periféricas de Rusia el subdesarrollo que caracteriza a los transportes rusos. El país sólo tiene una vía de tren transcontinental y ninguna autopista moderna transcontinental. De hecho, todavía no existe un equivalente al sistema de autopistas interestatales de EE UU, cimentado hace décadas, ni a las autopistas europeas que empezaron a construirse a finales de los años treinta. Más aún, China ha construido en la última década una red de más de 48,000 kilómetros de autopistas modernas y con múltiples carriles, mientras que Rusia está ahora construyendo la primera, modernizando por fin la carretera asfaltada de dos carriles que une Moscú y San Petersburgo, trazada sobre la vía que construyó hace siglos Pedro el Grande.

Los observadores rusos también están preocupados porque la dependencia del país de los flujos de capital generados por el petróleo y el gas está teniendo como consecuencia un declive de la capacidad para impulsar la innovación tecnológica y el dinamismo industrial, en el marco de la competencia mundial por la superioridad económica. La renovación de las infraestructuras industriales, que en la época soviética se situaba en una tasa anual del ocho por cien ha decrecido hasta el uno-dos por cien, en comparación con el 12 del mundo desarrollado. No es sorprendente que el Banco Mundial informase de que, en 2005, los carburantes, los productos de la minería y la agricultura constituyeron el 74 por cien de las exportaciones totales de Rusia, mientras que los productos manufacturados supusieron el 80 por cien del total de las importaciones.

Y no es sólo que Rusia esté supuestamente unos 20 años por detrás de los países desarrollados en cuanto a tecnología industrial, sino que también desarrolla 20 veces menos tecnología innovadora que China y dedica bastante menos dinero a la investigación y al desarrollo que su rival geopolítico oriental, que está transformándose con rapidez. El primer ministro de China, Wen Yiabao, en su visita a Rusia en 2007, señaló con satisfacción que el comercio de productos de maquinaria entre ambos países alcanzaba un nivel anual de 6.330 millones de dólares. Sin embargo, por cortesía, se abstuvo de añadir que, de esa cantidad, 6,100 millones de dólares corresponden a las exportaciones de maquinaria china a Rusia y sólo 230 millones a maquinaria rusa exportada a China. Para empeorar las cosas, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) prevé, que para 2020, no sólo el PIB chino será cuatro veces mayor que el ruso, sino que India también estará por delante de Rusia.

La ausencia de un programa ambicioso que dé forma a una sociedad avanzada que explote las oportunidades generadas por el aumento del precio de los hidrocarburos rusos, en rápida expansión, es la deficiencia más evidente de los ocho años de Putin en la presidencia de Rusia. Falta visión general, y los alardes nacionalistas sobre la posición del país como potencia energética mundial no pueden sustituirla de forma eficaz. Dicho programa tendría que ser algo más que un conjunto de objetivos. Tendría que estar imbuido de nociones pertinentes sobre lo que se necesita para crear un sistema dinámicamente moderno, socialmente próspero, tecnológicamente innovador, creativamente competitivo y legalmente transparente, capaz de implicarse en una competencia constante con las potencias que lideran la innovación tecnológica en el escenario mundial. Una visión programática así tendría que centrarse en la necesidad de poner remedio a las dolorosas deficiencias que revelan la situación competitiva de Rusia a nivel mundial.

La gestión de la economía nacional por parte de Putin ha sido un éxito a corto plazo en lo que respecta a recuperación, estabilización y crecimiento, pero también representa, a largo plazo, una oportunidad perdida de situar a Rusia en el camino hacia una sociedad avanzada con una economía mixta productiva. Putin no acertó a tomar esa decisión.

Nostalgia de superpotencia frente a democracia

El mundo se sobresaltó en febrero de 2007 cuando, durante la conferencia internacional de Wehrkunde sobre seguridad mundial, Putin lanzó un brusco ataque contra la política exterior de EE UU, acusándola de “sumir al mundo en un abismo de conflictos” por su confianza en “un casi desenfrenado uso excesivo de la fuerza”. Aunque la postura de Putin se aprovechaba de la sensación extendida en todo el mundo de que la política de EE UU desde 2003 se había vuelto imperialista por su confianza en la fuerza, no creíble en sus declaraciones presidenciales e ilegítima en muchas de sus prácticas, la conmoción que causó su andanada, seguida a continuación por una serie de otros cáusticos ataques a las políticas de EE UU, tuvo un efecto gratificante en su país. Para muchos rusos fue señal de que su líder no seguía siendo el protegido del presidente de EE UU sino su contrincante mundial y que el final de la sumisión de Moscú ante Washington señalaba el regreso de Rusia a los días de supremacía mundial.

Para muchos miembros de la élite rusa, esa supremacía se basa en tres hechos decisivos: la relativa igualdad de Rusia y EE UU en armamento nuclear, su condición recién proclamada y frecuentemente sacada a colación de “súper-Estado rico en energía” y el orgullo arraigado nacional respecto al vasto tamaño del territorio ruso. Tomadas en conjunto, estas consideraciones hacen que muchos rusos, en especial entre la élite política, se adhieran al argumento de que, a pesar de sus tribulaciones recientes, a Rusia, como potencia mundial de primera línea, le corresponde una esfera de influencia propia.

Sin embargo, pocos rusos se dan cuenta de que la capacidad nuclear de su país se ve menguada en su significado político por su debilidad en el marco de la versátil dimensión no estratégica del poderío militar, lo que deja a Rusia con la capacidad exclusiva de embarcarse en una autodestrucción mutua con EE UU, pero con medios limitados para una proyección políticamente efectiva del poderío militar. La importancia del argumento de la energía se ve reducida por el hecho de que alimenta a una élite político-económica parásita indiferente a las necesidades globales de desarrollo económico a largo plazo mientras que, como ha observado Dmitri Trenin, analista de política exterior en el centro Carnegie de Moscú, la pretensión de ser una “superpotencia energética es un mito, y además peligroso”. La intoxicación territorial pasa por alto el hecho básico de que casi la mitad de la superficie de Rusia está situada en zonas de permafrost glacial que en realidad constituyen un impedimento para el futuro económico nacional. Por último, aunque no menos importante, a diferencia de la desaparecida URSS, la Rusia contemporánea no ejerce ninguna atracción ideológica a escala mundial. Hasta cierto punto, Moscú puede ahora compensar esa deficiencia simplemente comprando su influencia en capitales extranjeras clave, como Washington o Berlín; pero el dinero sólo puede comprar servicios oportunistas, no compromisos fervientes.

En este contexto, establecer una política exterior basada en el resentimiento hacia la condición de superpotencia de EE UU, mientras se trata de limitar el acceso de la Unión Europea y China a los recursos energéticos de las zonas no rusas de la antigua URSS, tiende a aislar a Moscú. El temor de Rusia ante el potencial a largo plazo de China genera una relación chino-rusa que es de cooperación táctica pero de sospecha mutua desde el punto de vista estratégico. El resentimiento ruso por no seguir dominando Europa central complica su relación no sólo con la UE, sino también con EE UU.

Para las perspectivas geopolíticas de Rusia, a largo plazo debería ser preocupante el hecho de que zonas política y económicamente vitales situadas al Este y al Oeste se están organizando de tal forma que es probable que la influencia de Rusia se vea aún más reducida. Al Oeste, la UE está consolidando a buen ritmo su integración económica, da pasos esporádicos en su identidad política y prosigue su ampliación. Las torpes intentonas de monopolizar la dependencia ascendente y descendente de la Unión de las exportaciones energéticas rusas están también estimulando un esfuerzo más intenso por parte de Bruselas para desarrollar fuentes de energía alternativas y una política energética supranacional. La presencia en la UE de Estados que guardan vívidos recuerdos de la dominación rusa también ha funcionado en detrimento de Rusia.

En el Este y sureste, una zona en rápido crecimiento, China está consolidándose como potencia tecnológicamente avanzada, y Pekín está haciendo progresos constantes para promover una cooperación regional dirigida por los chinos. El constructivo papel de China en las conversaciones a seis bandas sobre el programa nuclear de Corea del Norte ha reforzado también la sutil tendencia estadounidense a forjar en silencio una alianza estratégica entre EE UU, China y Japón con el objetivo de garantizar la estabilidad y la seguridad en Extremo Oriente. La combinación del poderío industrial chino con su enorme capital humano está destinada a proyectar una sombra sobre las regiones vacías y subdesarrolladas del este de Rusia.

Irán, al sur de Rusia, aunque inestable y volátil, se orientará casi con toda seguridad hacia la UE y China. Al mismo tiempo, la historia predispone a Teherán a la hostilidad contra Moscú. Además, Irán comparte con Turquía su interés por abrir a la economía internacional la zona de Asia Central que antes estaba bajo control soviético, lo que choca con el interés evidente de Moscú por monopolizar el control sobre el flujo de la energía de Asia Central a los mercados mundiales. No es probable que Moscú pueda evitar durante mucho tiempo que la UE (con el apoyo de EE UU), China, India, Irán y Turquía logren acceder directamente a los nuevos Estados independientes de Asia Central, que también desean ser accesibles. La Organización de Cooperación de Shanghai (OCS), que Putin patrocinó con la esperanza de consolidar la posición dominante de Rusia en Asia Central, le ha fallado y ha legitimado el creciente interés de China por el antiguo patio trasero soviético. La presencia reciente en unas maniobras conjuntas de la OCS de tropas chinas en Kazajstán, por vez primera desde la época del imperio mongol, deja constancia del papel cada vez más destacado que desempeña China, y no Rusia, en la región.

Dado el posiblemente amenazador aislamiento geopolítico de Rusia, los futuros dirigentes tendrán que enfrentarse al hecho de que la política exterior de Putin ha sido autodestructiva. Algunos rusos ya se dan cuenta del peligro. El intento de crear una zona de influencia rusa exclusiva pero despoblada entre el Este y el Oeste en el área de la antigua URSS, incluyendo en ella a las reticentes Georgia y Ucrania, es la receta para un desastre nacional. La nostalgia del pasado imperial no sólo es incompatible con la realidad actual, sino que es contraproducente.

Un ejemplo es la beligerancia de Rusia hacia Georgia debido a la función estratégica que el oleoducto Bakú-Ceyhan desempeña en el acceso de la UE al mar Caspio y a las regiones de Asia Central. La dinámica de la globalización actúa en contra de los esfuerzos por sellar esta zona. Además, si se las presiona demasiado, Georgia y Ucrania pueden contar con ayuda externa. Ni la UE ni la OTAN se retirarán de Europa central para plegarse a los deseos de Rusia. Las ampliaciones de la Unión y la Alianza han hecho que Europa sea más segura. De no haber sido así, habrían renacido las ambiciones de Moscú respecto a los Estados bálticos y Polonia y, en cualquier caso, no hay vuelta atrás.

En esa situación, la única opción constructiva para Rusia es hacer valer su herencia cultural europea y transformarse en un Estado constitucional crecientemente democrático basado en una economía mixta, legal y transparente, que aumente sus vínculos con la UE. Paradójicamente, el acercamiento de Ucrania a Occidente, que tanto lamentan los dirigentes del Kremlin, es probable que abra a Rusia el camino en dirección Oeste, a la vez que pone fin a las tentaciones imperialistas de Moscú. Una Ucrania sólidamente instalada en Europa es, de hecho, la condición previa para una futura Rusia europea. El consiguiente surgimiento de una cooperación euroasiática desde Lisboa hasta Vladivostok aumentaría la seguridad de Rusia e impulsaría su modernización social. También haría más fácil que Rusia y EE UU colaborasen de forma más estrecha para reducir el tamaño de sus arsenales nucleares y para evitar de manera más eficaz la proliferación de armas nucleares.

Para concluir, el autoritarismo nacionalista y el estatismo corporativo con reminiscencias de nostalgia imperial trasnochada bloquean por el momento la evolución histórica de Rusia. Sin embargo, ha habido algunos indicios alentadores de que tendencias más ilustradas han logrado infiltrarse en ocasiones incluso dentro del propio régimen de Putin. En el Foro Económico de San Petersburgo de junio de 2007, que atrajo una amplia concurrencia, el recientemente despedido ministro de Desarrollo Económico y Comercio, German Gref, refutó los argumentos del entonces viceprimer ministro, Serguei Ivanov, que hizo hincapié en que la innovación económica de Rusia debería promoverse principalmente a través de industrias controladas por el Estado. El escenario diseñado por Gref para el futuro de Rusia, incluido en el anteproyecto de su ministerio y titulado “Conceptos sobre el desarrollo económico y social a largo plazo de Rusia hasta 2020”, señalaba la importancia de los derechos constitucionales, la iniciativa y las libertades económicas protegidas por la ley como claves para la futura competitividad de Rusia.

Además, aunque privada de derechos, sigue existiendo una abierta oposición a las decisiones políticas y económicas de Putin. Hay políticos en Rusia que se atreven a denunciar las decisiones del gobierno. Se les niega el acceso a los medios de comunicación, pero su mera existencia da testimonio no sólo de su valentía sino también de las posibilidades de renovación política una vez que las actuales políticas empiecen a perder su atractivo y la corrupción haga aflorar un resentimiento social generalizado.

Y lo más importante, la generación rusa más joven, que en el transcurso de la próxima década ocupará el lugar dejado por los vestigios del KGB de la era soviética, tiene una buena formación y ha estado expuesta, directa o indirectamente, a las influencias occidentales. Es significativamente más democrática en sus puntos de vista que la generación anterior. Según la filial rusa de la organización Gallup, el 71 por cien de los rusos menores de 30 años cree que la democracia es el mejor sistema político, mientras que sólo un 50 por cien de los mayores de 50 piensan así. Sean cuales sean sus opiniones políticas, pronto su contacto con Occidente tendrá un efecto político y se redefinirán de forma gradual los puntos de vista de la élite rusa. Dicha redefinición es esencial para el futuro de Rusia.

Como muestra de su sentido común, el 80 por cien de los rusos duda que su país esté actualmente gobernado por la voluntad de su pueblo. En palabras de la experta en ciencias políticas Lilia Shevtsova, “El problema básico de Rusia no reside en la ciudadanía, sino en la clase dirigente. Y aquí tropezamos con la peculiaridad de la evolución de Rusia: la clase dirigente de este país es mucho menos progresista que el pueblo (…) A la gente nunca se le ha ofrecido una alternativa democrática liberal convincente”. Más aún, no ofrecerla fue la decisión de Putin y también su grave error.

Se puede extraer, por tanto, una lección básica de la decepcionante experiencia de Occidente con Putin: el competitivo cortejo del ego del dirigente del Kremlin no ha sido tan productivo como el diseño coordinado de un contexto geopolítico convincente para Rusia. Los incentivos personales pueden reservarse como derechos privilegiados, y la decisión de hacer a ­Putin miembro del G-8 fue un fracaso estrepitoso en su objetivo de convertirle en un demócrata convencido. Las condiciones externas deben modificarse deliberadamente para que los futuros dirigentes del Kremlin lleguen a la conclusión de que la democracia y formar parte de Occidente son objetivos a alcanzar por el bien de Rusia y no sólo por el suyo propio. Afortunadamente, como el pueblo ruso no puede seguir aislado, aumentan las posibilidades de que lleguen a esta conclusión antes que el Kremlin.



yoselin