Ecología y Contaminación

El tesoro de la naturaleza en Costa Rica que no te puedes perder 

2017-06-01

Costa Rica no tiene un ejército y el país ha optado por enfocarse en otros temas,...

 

El mejor momento para estar despierto en Costa Rica es temprano por la mañana. Bajo la suave luz azulada, en medio de la calma y la brisa fresca, te olvidas del calor del día anterior y la humedad.

Es fácil perderse en la naturaleza centroamericana. Pasear por las capitales europeas siempre está bien y vale la pena, pero nunca puedes olvidarte de los correos electrónicos, los mensajes de voz y las facturas que te esperan en casa. En la bahía Drake, en la costa suroeste de Costa Rica, es posible desconectarse de verdad. Mejor aún: es posible disfrutar de esa escapada tropical –agradable de principio a fin y llena de senderismo, buceo y encuentros con la vida silvestre– a un precio muy razonable.

Costa Rica no tiene un ejército y el país ha optado por enfocarse en otros temas, como la conservación del medioambiente. Sus esfuerzos (gracias a los cuales alrededor del 25 por ciento del país está protegido) han dado frutos: aunque Costa Rica ocupa solo el 0,03 por ciento de la superficie terrestre, concentra casi el seis por ciento de la biodiversidad mundial. Es el lugar ideal para unas vacaciones ecológicas.

Con mis documentos en orden (puede que no te permitan subir al avión hacia Costa Rica a menos que te hayas vacunado contra la fiebre amarilla y lleves contigo la prueba), elegí la península de Osa en vez de la península de Nicoya, ubicada al noroeste y que está más desarrollada, precisamente porque es más remota y difícil de alcanzar. Por lo tanto, según mi lógica, era más probable que tuviera una experiencia dominada por la naturaleza y no por otros turistas.

Tu mejor apuesta para llegar a la bahía Drake es por aire; calcula pagar cerca de 80 a 120 dólares por cada trayecto (los dólares estadounidenses son ampliamente aceptados, aunque mi recomendación es tener colones, la moneda local). Algunos consejos esenciales: una de las aerolíneas que vuela a bahía Drake, Sansa, no sale de la terminal aérea principal de San José. Está en un edificio separado, cerca de ahí, así que asegúrate de revisar adónde vas. Tu pase de abordar es simplemente una tarjeta enmicada y reutilizable con el nombre de tu aeropuerto de destino; no tiene tu nombre ni ninguna otra información personal, así que no la pierdas.

Y aunque la mayoría de los aeropuertos tienen una selección decente de pequeñas tiendas para comprar alimentos, víveres y artículos diversos, en el de San José casi no hay. Mientras buscaba bloqueador solar, encontré una tienda en la que vendían un pequeño envase de humectante con FPS 50 que costaba 9500 colones, o un poco menos de 17 dólares. Un envase de igual tamaño de FPS 70 costaba 13,000 colones. Cuando pregunté por qué tenían precios distintos, el hombre del mostrador se encogió de hombros y señaló el número 70. “Es mayor”, dijo. Recomiendo que traigan su propio bloqueador solar, y repelente de insectos (aunque puede que eso sea una molestia debido a las restricciones de líquidos en el equipaje de mano).

Después de un vuelo de 45 minutos en un pequeño avión Cessna de hélices, estaba en la bahía Drake. Edu, mi anfitrión en Río Drake Farm, un pequeño hotel que él supervisa junto con su esposa, Sabrina, me encontró de inmediato entre la decena de pasajeros; nos subimos a su Land Cruiser y recorrimos uno de los trayectos más breves que he vivido desde un aeropuerto. El camino en auto a Río Drake Farm nos tomó cerca de un minuto.

Con el calor y la humedad de la tarde, Edu me llevó más allá de un letrero pintado a mano que decía “Bienvenidos a Río Drake Farm”, en medio de un paisaje con árboles de papaya y marañón, hasta mi modesta habitación. Por 54 dólares la noche, tenía mi propio cuarto con baño privado. Puedes pagar menos: el cercano Cabinas Manolo, por ejemplo, cuesta 40 dólares la noche (pero deberás pagar transporte desde el aeropuerto); o puedes pagar mucho más: en lugares de ecoturismo de lujo como el Luna Lodge, también en la península de Osa, es posible que te cobren más de 200 dólares la noche por una cabaña privada.

Sin embargo, mi hospedaje fue satisfactorio. La cama era básica pero funcional. La habitación tenía un ventilador débil que proporcionaba algo de alivio en las sofocantes noches (y ayudó a mantener lejos a los mosquitos). Los huéspedes tienen acceso a una conexión wifi lenta durante un par de horas cada noche. Cualquier falta de servicios básicos fue compensada con otras cosas: impresionantes puestas de sol desde el comedor al aire libre, la posibilidad de montar en kayak en el río Drake y la proximidad a una playa casi desierta, así como senderos naturales.

Un día atravesé un puente de cuerdas para llegar a una hermosa playa, donde estaba prácticamente solo. Otra mañana salí de excursión a lo largo del sendero de monos en el terreno de Río Drake Farm y vi a un par de capuchinos que se movían a través de las ramas arriba de mí. Pueden organizarse otras actividades, como un recorrido de pesca (por 125 dólares) o uno para ver ranas venenosas punta de flecha (50 dólares).

Elegí bucear (89 dólares) y un recorrido por el Parque Nacional Corcovado (99 dólares). Para esos paseos, Edu simplemente organiza el recorrido y funge como intermediario. Si quieres ahorrarte unos dólares, puedes reservar directamente con el operador del recorrido (en este caso fue Manolo Tours), pero puede que se te haga más fácil reservarlo todo con Edu.

A las 6:30, después de una noche de lluvias torrenciales, salí a bucear. Éramos un grupo de casi una decena, la mayoría europeos, y nos reunimos para conocer a nuestro guía, Gustavo, y su hijo; ambos tenían cabello rizado. Tomamos un viaje de 45 minutos en bote a la isla del Caño, una pequeña isla al oeste de bahía Drake. Durante el recorrido, vimos una manada de delfines que jugaban en el agua espectacularmente azul, así como aguiluchos de cola rojiza que volaban junto al bote.

Llegamos, nos pusimos las aletas y el equipo de buceo que nos dieron y nos zambullimos en el agua. Los colores eran espectaculares. A pesar de la lluvia de la noche anterior, los peces y el coral se veían claramente. Inmediatamente, Gustavo dijo: “Hay un tiburón”. Me paralicé; Gustavo estaba tranquilo. Tomó su cámara GoPro y se acercó al tiburón de arrecife de punta blanca que no estaba muy lejos de la superficie.

Había mucho que ver. Apenas nos habíamos alejado del tiburón cuando una tortuga del mar negro nadó cerca, hundiéndose profundamente en el océano azul oscuro. Después de eso, hubo una sinfonía de coral crepitante y un desfile de brillantes amarillos, verdes metálicos y negros profundos y luminosos. Los peces loro nadaron junto a nosotros, seguidos de algunos peces payaso. Nos encontramos con una escuela de jureles, cientos de peces pequeños y plateados que giraban y brillaban como señuelos en el agua.

La excursión al Parque Nacional Corcovado es emocionante para quienes desean permanecer en tierra firme. Bueno, la mayoría del tiempo. Fue como un desembarco militar anfibio cerca de la playa Sirena (lleven sandalias o zapatos impermeables, así como agua y bloqueador solar).

Nuestro guía, Julián, no se andaba con tonterías. “Tengan cuidado”, nos dijo. “Tenemos a algunas de las serpientes más venenosas del mundo”. Me acomodé los calcetines un poco después de que dijo eso. “Esta es la tierra del jaguar, del puma y del tapir”, aseveró. También existen 22,000 especies de mariposas tan solo en el bosque, dijo. Con mirada aguda, señaló un lindo y pequeño coatí que escarbaba la tierra y después, un carancho norteño.

“Debemos estar callados”, dijo, y nos llevó a un pequeño claro donde una enorme tapir de casi dos metros de largo estaba acostada con su bebé. Pasamos junto a majestuosas ceibas, así como espesos y espinosos ficus, mientras contemplábamos a los monos araña juguetones, a unos cuantos aulladores y al extraño tucán de mandíbula negra (Julián llevaba un pequeño y útil telescopio para que pudiéramos verlo más de cerca). Algunos de los avistamientos fueron claramente planeados por los guías. Julián parecía saber que había un árbol en particular donde una perezosa de tres dedos estaría escondida con su bebé. Pero en un punto a la mitad de nuestra caminata de aproximadamente cuatro horas, el rostro de Julián se iluminó. “Hay algo que no he visto antes”, explicó, después de haber hablado emocionado con otro guía.

Después de otros diez minutos de caminata, bajó su telescopio y alzó la mirada. “¡Eso es!”, dijo, y nos hizo un gesto para echar un vistazo. Había dos hormigueros sedosos, o pigmeos, en lo alto de las ramas de un árbol cercano, con sus peludas colas marrones y rosadas entrelazadas. Era difícil no sentir entusiasmo, al igual que Julián, que estaba boquiabierto. “Nunca había visto eso”, dijo, sonriendo. Yo sonreía tanto como Julián.



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