Vuelta al Mundo

La frivolidad de esta era política 

2017-07-06

El absurdo, pongamos, del antepenúltimo tuit del presidente estadounidense -decidido...

FRANCISCO DE BORJA LASHERAS / El Mundo

La frivolidad, es decir, esa actitud de tomarse a la ligera cosas serias o graves, es en gran medida un hábito social común. Todos frivolizamos alguna vez. La frivolidad ante los hechos más dramáticos, las verdades más terribles o las decisiones de mayor impacto, a veces funciona como un mecanismo de autodefensa. Este parece ser especialmente el caso en tiempos de inseguridad e incertidumbre como los actuales, donde, en paralelo al tambalearse de los pilares del orden internacional y de nuestros modelos políticos, vemos elementos de tragicomedia. Por delante de nuestra pantalla del móvil, la tableta o la televisión circulan sin lógica aparente pero sobre todo sin parar, imágenes dantescas de brutalidad extrema, como la decapitación en directo de víctimas del Estado Islámico, seguidas de imágenes del absurdo más absoluto, propias de una parodia.

El absurdo, pongamos, del antepenúltimo tuit del presidente estadounidense -decidido claramente a ser un líder mundial por lo menos en esta categoría- en el que, utilizando un montaje de un combate de lucha libre en el que, cual energúmeno, se lanzó al cuadrilátero para derribar al árbitro, ataca a golpes a la CNN, a la que acusa de publicar falsedades sobre él -a menudo, hechos contrastados-.

En tales circunstancias de mezcla de tragicomedia global y un constante vernos confrontados por fenómenos y hechos que, en la era de la sobre información, parecen sucederse a ritmo vertiginoso, cierta dosis de frivolidad es comprensible, quizás para mantener cordura y distancia. Pero hay dos formas de frivolidad política y social que deberían preocuparnos de forma particular. La primera es la ligereza con la que se toman o no toman, bajo criterios cortoplacistas, partidistas o intereses aún menos generalizables, decisiones trascendentales para el bienestar de nuestras repúblicas y sus ciudadanos, actual o futuro. Va acompañada de machacones mensajes y spin político que a menudo no significan nada realmente. La segunda es la sorprendente ligereza con la que se rebasan en nuestro lenguaje político y nuestra comunicación social las fronteras entre tragedia y parodia, entre aquello de lo que uno como norma no debiera reírse o hacer mofa fácilmente, y la mofa o broma en sí. Esta última frivolidad es distinta a la sátira, pues no contiene ninguna lección aprovechable para el pensamiento crítico y la democracia.

Ambas variantes de frivolidad política crecen con el predominio de las redes sociales y el declive de liderazgo. De hecho, están íntimamente relacionadas. Así, determinados políticos y figuras mediáticas reflejan ambas de forma indistinta, pensando en el consumo y la movilización del grupo propio mediante el abuso, insulto o burla del contrario. De nuevo, el presidente de EU hace gala de ambas tanto en la forma en la que toma decisiones sobre temas relevantes (como la retirada del acuerdo climático de París o el sistema sanitario de sus conciudadanos), ignorando parámetros elementales e institucionales de política pública democrática, o en la forma en la que insulta mujeres o estigmatiza minorías, países terceros, el Islam o todo a la vez (lo que algunos, gozosos, califican erróneamente como ser incorrecto políticamente), vía tuits nocturnos, memes y exabruptos virales.

Pero no está solo, pues en esta forma de política frívola le siguen figuras, incluso de izquierda que han encontrado en Trump su némesis. Así, como consecuencia de la primera forma de frivolidad, en el fragor de luchas fratricidas, partidistas y de egos irresponsables, perdemos oportunidades de oro para prepararnos colectivamente ante los retos a que nos enfrentamos y dejar algo mejor a los que vengan detrás. La segunda vertiente de la frivolidad, en la que todo vale y a la vez nada vale demasiado, pues nada parece demasiado real hasta que nos afecte directamente, conlleva la erosión de los débiles cánones de código ético en los que se fundamenta nuestra convivencia. Cánones y reglas escritas y no escritas que, sobre todo, contienen el ser vil y oportunista que casi todo ser humano lleva dentro. De ese modo, nos insensibilizamos un poco más ante cuestiones sobre las que es preciso guardar cierta empatía y compostura ética, e inculcarlas en nuestras comunidades. Cuando todo termina convirtiéndose en circo y broma potencial, corremos el riesgo de degenerar colectivamente, especialmente alentados desde arriba. A veces, ante esta política de tragicomedia, parece que no nos queda otra que reír, como dice Manual Arias Maldonado en un artículo reciente, «por no llorar o es que queremos, quizá, ante todo, reírnos». En un periodo de polarización y ansiedad social, ambas formas de frivolidad estén al alza y se retroalimentan. Es una senda que no debiéramos recorrer.

Sin embargo, es precisamente por esa misma oscura senda trumpesca por la que algunos de nuestros políticos en España parecen querer arrastrarnos. Estos últimos años, incluso para los estándares contemporáneos, la política española está adquiriendo niveles desproporcionados de frivolidad, en ambas de las formas explicadas. No se trata de nueva ni vieja política, sino de mucha política frívola, dogmática y mala, a secas, que no contribuye a enriquecer y pluralizar el debate, sino todo lo contrario. Instrumentos nuevos como el recurso masivo a redes sociales pueden contribuir a fomentar los valores de tolerancia que hoy comparte gran parte de la sociedad española moderna. Pero, en manos de algunos, acentúan aquellos elementos de la peor política de nuestro país que esperábamos dejar atrás, tales como los instintos cainitas y maniqueos.

A título de ejemplo, pensemos en la repentina decisión de la actual Ejecutiva del PSOE de no apoyar el acuerdo de libre comercio de la UE con Canadá (CETA). En ella hay un elemento de frivolidad política por parte de algunos de sus responsables, tanto por las formas - inicialmente, vía tuit en respuesta al troll de turno- como por el fondo, respondiendo más a cálculo electoral que a creíbles y legítimos argumentos de peso y alejando un partido de Estado del consenso europeo -por no hablar de la desautorización a los cuadros de partido que trabajaron duro por un acuerdo mejor-.

Por otra parte, no es casualidad que los políticos que tan fácil caen en la segunda forma de frivolidad suelan ser los más dogmáticos. Pensemos, por ejemplo, en memes que sugieren enviar a una persona concreta al gulag, imagen que en Europa Oriental y Rusia evoca lo que Auschwitz y Belzec para los judíos. De ese modo, banalizan el Mal, pero no en la manera de que hablaba Hannah Arendt al pensar en perfil de Eichmann, sino más bien el ridiculizar, privando de valor y sentido a cuestiones que nunca debieron perderlos, precisamente para evitar su repetición. Para estos políticos, con sus querencias por Stalin y su apologético Zizek, la frivolidad, unida a ataques panfletarios al contrario que nunca entran en el argumento de fondo, son más bien una máscara que esconde una mente inflexible y simpatizante con lo autoritario. Te hacen preguntarte qué valores democráticos van a transmitir y si te ríes, lo haces con cierto malestar, con la sonrisa congelada en el rostro como el Jocker de Batman. En el fondo, uno sabe que hay cosas que no son de risa, a pesar de la burrada del rufián de turno, a veces mayúsculo.

Tales políticos frívolos buscan su legitimización en el tuit, los likes, el emoticono o el hashtag de turno; en la reprobación por el odiado contrario, y, en fin, en sus bases más intolerantes. No, pues, en las bondades de la política propuesta o las maldades de la rechazada, ni mucho menos en su capacidad de seducir a los que no piensan así. No se trata de convencer, sino de movilizar, de modo que siempre estemos en campaña, fundamento último de la moción de censura del mes pasado. Este perfil de políticos y figuras mediáticas contribuyen, como pirómanos en un incendio, a la inestabilidad y la segmentación de las sociedades modernas. Son frívolos, pero su frivolidad y excesos tienen un impacto colectivo. Aunque utilizan la retórica del insurgente político y el cambio, en el fondo tienden a menospreciar al individuo concreto y sus opiniones pues dependen de la política de masas y las tensiones, y su influencia disminuye en democracias plurales donde coexisten opiniones formadas y políticas consensuadas. Gran parte de su influencia, especialmente la más nociva, no obstante, nos corresponde a nosotros, por caer en su juego y aceptar acríticos su lenguaje político.

Entramos en una nueva era donde gran parte de los códigos y normas convencionales están en cuestión, y donde aparecen nuevas formas de comunicación, bajo un telón de fondo de inseguridad y transformaciones que cambiarán nuestra forma de vida. Ello precisará políticos y líderes sociales con visión, capaces de crear comunidad, no sólo de reproducir sus cámaras de eco. De gestar acuerdos entre diferentes, no sólo de lograr la hegemonía de una convicción o sector concreto. Líderes con una cierta altura ética e, idealmente, impregnados de esa vieja virtud de gravitas. En fin, no sólo frívolos pegados al móvil sin ver al de enfrente, empeñados constantemente en decepcionarnos, en sacar lo peor de nosotros y en enfrentarnos los unos con los otros.



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