Ciencia y Tecnología

Cómo sobrellevar una hospitalización con las citas en línea

2017-08-04

Tuve que ser disciplinada para no reconsiderar mi veto a los hombres más jóvenes, y...

Victoria Redel, The New York Times

Cuando mi mejor amiga desde la infancia fue ingresada a la unidad de oncología por tercera ocasión, decidí que era momento de comenzar con las citas en línea.

Las anteriores hospitalizaciones de Nance me habían enseñado que hablar sobre el linfoma y las tomografías no era nada divertido para ella. Una mejor forma de entretenernos, por mucho, era que yo me registrara en Match.com para que pudiéramos estar juntas en su cama de hospital dando el visto bueno a todos los posibles pretendientes.

Durante 42 años, nuestra amistad había sido lo prioritario. Nos habíamos ayudado mutuamente en cada una de nuestras crisis —su separación y mi divorcio—, así como con nuestras angustias cotidianas como madres. Regresar al ámbito de las citas para complacerla era lo menos que podía hacer. Sería tal y como lo habíamos hecho desde cuarto de primaria cuando a las dos nos gustaba el mismo chico, Tommy H. La pasaríamos increíble viendo las fotos de los chicos y analizándolas.

Pero había otra razón. Había empezado a usar la frase: “Este no es el ensayo antes de la boda”; con esto me refería a nuestras vidas. Después de un divorcio hacía 22 años y de una larga relación posterior, había mantenido a raya cualquier posible romance, lo que básicamente significaba salir con hombres encantadores pero imposibles: no se trataba de personas con quien pudiera pasar el resto de mi vida.

Dado el diagnóstico incierto de Nance, “el resto de mi vida” adquirió un nuevo significado.

“Hagámoslo”, dijo Nance. “Te mereces un gran amor”.

“Y tú no te mereces esto”, respondí, mientras su médico y un puñado de estudiantes de medicina se metían a su habitación del hospital.

“La vida es para los vivos”, dijo. “Vamos a hacernos de un nuevo protocolo para la vida”.

Lo primero que necesitaba era crear un perfil. Elegí como nombre de usuaria “Darkbird9” (Aveoscura9).

“Entiendo lo de oscura”, dijo Nance, pasando sus dedos por mi cabello casi negro. “Y el 9 es por tu cumpleaños. Pero ¿y lo de ave?”. Frunció el ceño para indicar que no sonaba muy atractivo. “Pensé que añadía un toque de glamur y misterio”, confesé.

“Tal vez si quieres salir con un ornitólogo”, dijo, sacudiendo la cabeza.

Juntas creamos un perfil que no se andaba por las ramas, sin alusiones a caminatas por la playa ni al vino caro. Puse que era amante de los libros a pesar de que Nance afirmaba que “ratón de biblioteca” no era una descripción tentadora para un sitio de citas.

De inmediato, Nance quería que le hiciera ojitos a un chico guapo mucho más joven que yo. “No voy a mandarle un guiño”, le dije. “Y no voy a salir con hombres quince años menores que yo”.

Aceptó que eso tenía un sentido práctico, pero que era mucho menos emocionante para ella. Por suerte, teniendo en cuenta que las emociones en la unidad de oncología eran mi preocupación inmediata, los mensajes comenzaron a apilarse en el buzón de Darkbird9.

Fue fácil acabar con los indeseables. “Eres perfecta”, escribió un hombre, “cásate conmigo”. “Te verías maravillosa vestida de seda”, declaró otro.

Ni siquiera le contesté al caballero que escribió: “Si quieres cita yo llevarte a ti restaurante bonito”.

Tuve que ser disciplinada para no reconsiderar mi veto a los hombres más jóvenes, y no solo por la insistencia de Nance. Me decía: “Esto es deprimente, Vik”, mientras recorríamos el catálogo de los candidatos de mi edad. Había hombres barrigones que escribían cartas con un dejo de esperanza, con una mezcla de tristeza y humor irónico. Había otros muy en forma que traían camisetas de ciclista en sus fotos y me invitaban a que saliéramos en el tiempo disponible que podían tener entre un viaje para bucear a un arrecife de coral y el entrenamiento para un triatlón en Utah. Sus mensajes sonaban aeróbicos.

Acabé programando cinco citas en una semana: una cada día a la hora de la comida, seguida de una sesión de chismes en la unidad de oncología.

A inicios de la siguiente semana, Nance y yo estábamos sentadas en un rincón de su piso, desde cuya ventana se veían los destellos del río Hudson. Mientras comíamos nuestras ensaladas le conté que la cita número uno había propuesto una segunda cita. Me dijo que llevaba meses saliendo con personas a las que había conocido por internet, y como tal me podía garantizar que nuestra cita había sido casi perfecta.

Con la cánula de la quimioterapia en el brazo, Nance dijo: “No tienes que acostarte con él, pero ¿saldrías con él de nuevo?”.

“Es muy agradable”, contesté, “pero no es para mí”.

De hecho, todo este asunto de las citas me parecía cada vez más una distracción patética.

“Déjame verlo de nuevo”, dijo ella, inclinando la pantalla. Le mostré su perfil. “¿Qué estábamos pensando?”, dijo, haciendo una mueca de dolor. “Enséñamelo mañana”.

El miércoles llegué arrastrándome al hospital, cansada de mi agitada vida sentimental. El martes había tenido dos citas: comí con uno y tomé un café con otro. Uno de mis pretendientes me preguntó si podía llamarme desde su viaje de negocios para que no perdiéramos el impulso.

“Eres todo un éxito con las citas”, me dijo Nance, pero su alarde carecía de entusiasmo. También estaba cansada. Ambas estábamos tratando de continuar con la farsa.

¿Cómo podía enamorarme a los 50 mientras mi mejor amiga luchaba por seguir con vida?

La reaparición de su enfermedad la torturaba: tener que abandonar su vida de nuevo, estancada en un hospital, para ser paciente a tiempo completo otra vez. Se sentía muy mal pensar que yo merecía algo, ni qué decir de un “gran amor”, mientras a ella se le caía el cabello una vez más y se preparaba para soportar un trasplante de células madre.

Así que, sin la más mínima expectativa, ahí estaba al día siguiente, esperando en la escalera para entrar a un restaurante en SoHo para mi cita con el Señor Jueves. Mi plan era el siguiente: comer rápido una ensalada antes de subir corriendo al metro, pues una amiga nos alcanzaría a mí y a Nance en el hospital para pasar juntas la tarde y la noche.

De repente, un par de tenis rojos aparecieron a mi lado en la escalera. Alcé la vista y —¡wow!— un rostro maravillosamente guapo me sonrió. “Hola”, dijo. “Soy Bruce”.

Acto seguido, estábamos riendo y hablando de libros y niños, sentados en una mesa al fondo del restaurante. Era inteligente, curioso y muy pero muy simpático; tenía ojos verdiazules y una sonrisa traviesa. Era terriblemente adorable y sexy… muy sexy.

“Esto es maravilloso”, dije con timidez, al regresar del baño. “Sí”, me dijo Bruce encogiéndose de hombros. “Es una habitación maravillosa”.

Cuando le conté a Nance ese momento, resopló y dijo: “No, no”, con el mismo gesto de decepción protectora que cuando aquel chico que me gustaba en la secundaria me rechazó, como si le costara trabajo creer que alguien no se enamorara de su mejor amiga.

“Exacto”, le dije. “Es el primero que de verdad me gusta y que evidentemente no se da cuenta”. Hice una pausa para ser más dramática antes de seguir: “Pero veinte minutos más tarde, me dice: ‘No esperaba para nada que la comida saliera así’. ‘Eso es justo lo que quería decir’, le respondí. ‘Sí, lo sé’, contestó con una sonrisita, ‘pero me asusté un poco’”.

“Vik, este es”, dijo Nance, irradiando el mismo amor y certidumbre que me ha acobijado desde los 8 años. Era alguien a quien conocía mejor que a mí misma, que me daba absoluta confianza. “Créeme”, dijo, tomando mi mano. “Este es”.

Salí en otra ocasión con Bruce, y luego una más. Y para cuando Nance salió del hospital, con su linfoma en remisión y su trasplante de células madre programado, ella ya había proclamado que había encontrado al bueno.

Tenía razón. Me estaba enamorando de él, abierta a todo lo que pudiera suceder. Aunque pronto la dicha de compartir una vida con Bruce comenzó a sentirse como una traición. ¿Cómo podía enamorarme a los 50 mientras mi mejor amiga luchaba por seguir con vida?

Tras un trasplante de células madre exitoso, después de los meses de cuarentena que le siguieron y de un esperanzador año y medio de salud, la enfermedad regresó junto con nuevos y desastrosos efectos secundarios. A veces me parecía imposible crear un futuro con Bruce cuando la vida de Nancy pendía de un hilo. Sin embargo, lo hicimos.

Parecía incoherente que nuestro juego de citas en el hospital hubiera conducido a que un día, 18 meses después, la llamara para decirle: “Bruce y yo nos vamos a casar”.

“Te lo dije”, dijo Nance con el tono de sabelotodo con el que me había mangoneado desde la primaria. “Esto es exactamente lo que tenía que pasar. Ahora cuéntamelo todo”.

Respiré hondo y comencé. Porque, más allá de los ensayos o de cualquier asunto sobre “merecer”, así era la vida. Y porque contarnos todo es lo que habíamos hecho desde que éramos niñas y así seguiríamos hasta que ya no pudiéramos hacerlo.

Ahora, cada vez que me levanto y disfruto del café que preparó Bruce, acompañada de su divertidísimo monólogo mañanero, recuerdo cómo Nance me ayudó a encontrar esta sorpresa a mis cincuenta. Y cómo el amor claro y fuerte de Bruce me ayudó a transitar por la oscuridad de perder a mi mejor amiga.

“La vida es para los vivos”, solía decir Nance.

Me río a carcajadas del humor negro de Bruce, porque se siente tan bien reírse y porque haría lo que fuera por Nance, incluso vivir plenamente feliz, sin ella a mi lado.



arturo
Utilidades Para Usted de El Periódico de México