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Globalización, ¿eterno retorno o crisis sistémica?

2017-09-08

La globalización vuelve a estar en boca de todos. La oleada de acontecimientos que ha...

ÁNGEL ALONSO ARROBA / Política Exterior


Más que ante dinámicas antiglobalizadoras, el mundo asiste a un cuestionamiento del hipercapitalismo que ha caracterizado la etapa reciente de la globalización. Por primera vez, el ‘establishment’ internacional teme que esté en riesgo la viabilidad del sistema.

La globalización vuelve a estar en boca de todos. La oleada de acontecimientos que ha sacudido la escena internacional (desde el Brexit al ciclo electoral vivido en Europa, pasando por la elección de Donald Trump) ha hecho renacer el debate sobre la antiglobalización o una posible “desglobalización”. Prueba de ello es el freno a la negociación de acuerdos de libre comercio, el avance de opciones nacionalistas, la oposición a proyectos de integración supranacional, el auge antiinmigratorio y la proliferación de planteamientos que rechazan lo foráneo. Estas tendencias no son nuevas, y acompañan al proceso de globalización desde hace tiempo dados los recelos que genera su carácter disruptivo. Sin embargo, tras un 2015 en el que la cooperación multilateral alcanzó importantes avances –como la adopción de los Objetivos de Desarrollo Sostenible, el Acuerdo de París sobre el cambio climático o la lucha contra la evasión fiscal bajo el paraguas de la OCDE– 2016 supuso un baño de realidad frente a dicho optimismo. ¿Está la globalización en riesgo de retroceso?

Pese a que las recientes protestas en la Cumbre del G20 en Hamburgo evocan ecos de aquel movimiento antiglobalización de finales de los años noventa (Seattle 1999, Génova 2001), hoy se habla más bien de un backlash (retroceso) en varios países desarrollados: una reacción negativa en amplios sectores de la sociedad que no se sienten partícipes de los beneficios de la globalización. Su fuerza no está tanto en la calle, sino en las urnas, que elección tras elección impulsan opciones de corte rupturista y antiestablish­ment, de diferente signo político pero similares en su rechazo al internacionalismo y al cosmopolitismo. Tienen en común el objetivo de frenar las dinámicas que han caracterizado la etapa más reciente de la globalización, ya sea en el terreno de la liberalización comercial, en lo relativo a flujos migratorios (aunque aquí difieren opciones de izquierda y de derecha) o en la paulatina cesión de soberanía. Y lo hacen porque estiman que la globalización está al servicio de unas élites con la capacidad de aprovecharse de la misma, deslocalizando producción para beneficiarse de menores costes y estándares laborales, y evadiendo impuestos de paso. Esto se produce a costa de las clases medias y bajas en los países desarrollados que, con su voto como único recurso, rechazan una apertura que no funciona para ellos.

¿Qué está pasando?

Una primera observación que cabe hacer es hasta qué punto el malestar se traduce en un verdadero frenazo de la globalización. ¿Qué nos dicen los datos?

Hay evidencia de que la globalización continúa avanzando, conectando a las personas y derribando barreras nacionales, espacio-temporales y culturales. Ahí está Facebook, que acaba de rebasar los 2,000 millones de usuarios activos, o el hecho de que el ADN transnacional sea cada vez más común en las pymes, crecientemente integradas en cadenas globales de valor (un estudio de McKinsey en 2015 indicaba que hasta el 86% de las nuevas startups tenía al menos una o más actividades transfronterizas).

El volumen del comercio y la inversión internacionales también ha seguido creciendo, tanto en términos absolutos como relativos: el comercio pasó de representar el 51,48% del PIB mundial en 2000 al 58,21% en 2015. Según datos de la Organización Mundial del Comercio (OMC) y la OCDE, en los últimos 10 años tanto el volumen del comercio de bienes y servicios como de inversión extranjera directa (IED) se duplicaron. Y las perspectivas son de continuidad: Oxford Economics y HSBC estiman que el comercio de servicios se triplicará en los próximos 15 años. Iniciativas como el Cinturón y Ruta de la Seda (One Belt, One Road) impulsado por Pekín, con inversiones por más de un billón de dólares en infraestructura y rutas comerciales, ofrecen un nuevo impulso a la globalización en toda Asia con estribaciones en Europa y África. El Banco Asiático de Infraestructura e Inversión o el Nuevo Banco de Desarrollo de los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Suráfrica) no solo están transformando la financiación de proyectos transfronterizos, sino dinamizando los flujos de inversión globales y haciéndolos menos dependientes de las instituciones de Bretton Woods.

Así pues, puede que la globalización se esté haciendo menos transatlántica, pero no por ello está en retroceso. Tampoco parece en declive la actitud de la opinión pública, como a menudo se argumenta. Según diferentes encuestas, un 55% de los europeos (Bertelsmann, 2016) y un 65% de los norteamericanos (Chicago Council on Global Affairs, 2016) muestran una posición favorable hacia la globalización. Incluso en países tradicionalmente asociados con percepciones más adversas como Francia, un estudio de Ipsos de 2017 mostró que solo un 33% de la población percibe como amenaza una mayor apertura de la economía a empresas extranjeras. Del mismo modo, una encuesta de YouGov mostraba que un 50% de los británicos identificaba en 2016 la globalización como una fuerza positiva, frente al 19% que lo veía de forma negativa.

¿Qué está cambiando?

Estas actitudes responden a los beneficios que se asocian a la globalización: reducción considerable de la pobreza extrema y avance de las clases medias en el mundo en desarrollo, transferencia tecnológica y especialización, acceso a mayor variedad de productos y experiencias a menor precio, nuevas fuentes de financiación y mejoras generalizadas en el acceso a servicios de salud y educación. No obstante, cabe plantearse si los últimos meses suponen un frenazo a esta tendencia.

Hacen falta tiempo y distancia para desarrollar un buen diagnóstico al respecto, pero algunos síntomas parecen inequívocos: la paralización o cuestionamiento de grandes acuerdos comerciales en vía de negociación como el Acuerdo Transatlántico de Comercio e Inversión (TTIP), el Acuerdo Transpacífico (TTP) y el Acuerdo Económico y Comercial Global entre la UE y Canadá (CETA), así como la revisión de otros existentes como el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (Nafta); amenazas de guerras comerciales en sectores como el acero; y el rechazo a la llegada de inmigrantes y refugiados; se añaden consignas nacionalistas como el America First y el giro unilateralista y aislacionista de Estados Unidos, por no hablar del Brexit, la primera salida de un miembro de la Unión Europea, que pone en entredicho la irreversibilidad del proyecto de integración.

No hay más que mirar la producción y agenda de los organismos internacionales para constatar la preocupación por una posible crisis de la globalización. La OCDE dedicó su reunión ministerial en junio de 2017 a “Hacer que la globalización funcione para todos”; la Comisión Europea publicó en mayo un documento de reflexión sobre cómo “Aprovechar la globalización” para responder a los retos y oportunidades que plantea; el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la OMC prepararon un documento en abril para los sherpas del G20 sobre el comercio internacional como “Un motor de crecimiento para todos”. Como apuntaba el historiador económico Harold James en mayo de 2016, ya en la Cumbre del G7 en Ise-Shima (Japón) y antes del Brexit, la cuestión estaba en boca de todos los líderes, temerosos de un new backlash against globalization. La última Cumbre del G20 en Hamburgo ha seguido esta estela.

Entre el llamado establishment preocupa que nos encontremos ante los primeros compases de una nueva fase de aislacionismo, proteccionismo y unilateralismo que, aupada por el populismo, despierte los peores fantasmas del siglo XX. Quizá haya que constatar que no es tanto la globalización la que está en crisis, sino el modelo concreto que la ha impulsado en las últimas décadas: un hipercapitalismo caracterizado por la desregulación y un orden internacional cada vez más insuficiente para solucionar los problemas del planeta. Hay temor al creciente cuestionamiento del internacionalismo liberal dominante a escala planetaria desde la caída del muro de Berlín, un sistema socioeconómico que no da respuesta a las expectativas de los ciudadanos. Al mismo tiempo, se extiende la sensación de que asistimos a la paulatina desintegración de la pax americana y del orden institucional que ha mantenido la estabilidad desde el final de la Segunda Guerra mundial, bajo el paraguas de las Naciones Unidas y las instituciones de Bretton Woods, con interrogantes sobre el encaje de China y el mundo emergente.

¿Qué está fallando?

Si hay un elemento característico de la reacción de los organismos internacionales es el reconocimiento de que la globalización no ha beneficiado a todos; se han creado ganadores y perdedores y se ha acentuado la brecha en las sociedades. Los acontecimientos del último año son solo el síntoma de un malestar que viene de lejos y tiene sus raíces en importantes déficit estructurales: el aumento de las desigualdades de ingreso, riqueza y oportunidades; el estancamiento de las condiciones de vida de las clases medias y bajas frente al enriquecimiento continuado de los más ricos; la preocupante desconexión entre los mercados financieros y la economía real; las crecientes divergencias entre trabajadores, empresas y regiones; y, de forma más generalizada, una pérdida de confianza en el sistema y sus instituciones, incapaces de alimentar la esperanza de que la vida será mejor para las generaciones futuras.

Es precisamente la ruptura de la promesa de progreso y movilidad intergeneracional, que constituye el pegamento último del contrato social, lo que pone el actual sistema en entredicho, especialmente en los países más desarrollados. La crisis de 2007-08 y la gran recesión no son las causantes de estas dinámicas pero han acentuado sus síntomas a lo largo de la última década. Los datos de la OCDE muestran un estancamiento en los niveles de vida del 40% más pobre de la población. El 10% más rico gana en la actualidad 10 veces más en términos de ingresos anuales que el 10% más pobre, una diferencia que era de 1 a 7 hace 30 años. Las desigualdades en términos de riqueza son aún mayores, con el 50% en manos del 10% más rico, frente a un 3% del 40% más pobre. Según Oxfam, ocho personas acumulan tanta riqueza como la mitad de la población mundial. Y más allá de los recursos o problemas como el desempleo, la calidad del trabajo o la emergencia del llamado “precariado”, la cuestión fundamental es que un número creciente de ciudadanos se siente al margen de un sistema y una sociedad de consumo que no funcionan para ellos ni dan sentido a sus vidas, prisioneros de una auténtica anomia social.

La globalización no tiene toda la culpa pero se percibe como cómplice: un proceso al servicio de las élites que utilizan la excusa de que todos acabaremos beneficiándonos de la apertura de mercados, la liberalización de la economía y la progresiva especialización productiva para enriquecerse a costa de la mayoría. La realidad percibida es que, si bien es cierto que la globalización y la eficiencia impulsada por la competitividad hacen que el tamaño del pastel aumente, es solo la porción de unos cuantos la que crece con él, sin que haya trickle down de los beneficios. Las reglas de juego y el orden internacional benefician a aquellos con el poder y medios para aprovecharlas en su favor, ya sea legalmente (domiciliación fiscal de  individuos o sociedades en jurisdicciones de menor tributación) o de manera ilegal (evasión, blanqueo, cohecho, soborno, corrupción, etcétera).

Con el argumento de la necesidad de ser competitivos en un mundo globalizado, se sacrifican derechos adquiridos por los trabajadores, al tiempo que asistimos a una pérdida paulatina de progresividad en los sistemas fiscales, bajo el mantra de ser más atractivos que el resto de países. El Estado es una barrera cuando los negocios van bien, pero no se duda en recurrir a su rescate cada vez que la avaricia rompe el saco, socializando pérdidas para volver rápidamente a privatizar beneficios.

La globalización también se equipara con la rápida propagación de la economía digital y la nueva revolución productiva, que engendran oportunidades pero no pocos retos: desde el impacto en el mercado laboral –las estimaciones sobre el número de empleos en riesgo por la automatización del trabajo varían desde el 9% de la OCDE al 47% de la Universidad de Oxford– al efecto que la biotecnología o la impresión en 3D pueden tener en la agricultura o el comercio. Y junto a todo ello, la transformación que nuevos modelos como Uber, Airbnb o Deliveroo están teniendo en el transporte, la hostelería y la restauración, con un importante debate sobre su impacto económico y social (derechos laborales, cambio del tejido social en las grandes ciudades, etcétera).

Por último, la globalización despierta recelo porque se asocia con la pérdida de soberanía y control sobre la economía, con gobiernos frecuentemente plegados a “los mercados”. Por ejemplo, las cláusulas para resolver disputas entre Estados e inversores se negocian sin mayor escrutinio público y se perciben beneficiosas para las multinacionales, blindadas frente al ordenamiento jurídico nacional.

Las instituciones se alejan de los problemas de los ciudadanos y de su control democrático. El caso más evidente es Bruselas, vista como una burocracia lejana y susceptible de manipulación por parte de grandes lobbies con capacidad para ejercer su influencia internacional. Similar déficit democrático afecta a los organismos internacionales, cuyo liderazgo deciden los países entre bastidores y cuya influyente actividad se ve a menudo coartada por intereses nacionales que no necesariamente responden al interés colectivo. La falta de transparencia en la toma de decisiones internacionales y los limitados cauces de participación ciudadana en dichos foros reflejan un divorcio entre ciudadanía y globalización.

¿Qué podemos hacer?

La globalización seguirá avanzando porque la política no puede frenar el devenir de la sociedad y la innovación, y si lo hace, será solo momentáneamente, como ocurrió con las dos guerras mundiales. No se trata de tirar la globalización por la borda, sino de repensarla y poner su enorme potencial al servicio de las sociedades y no solo de una minoría. Se trata de reconocer que la globalización no es un fin en sí mismo, sino un medio para mejorar la vida de las personas. No es una cuestión cuantitativa, de más o menos globalización, sino cualitativa, del tipo de globalización que queremos.

Esto es algo que el establishment ha empezado a reconocer, con la llamada a promover una globalización y un crecimiento incluyente y sostenible. Es un avance positivo, pero todavía insuficiente. Se necesita un cambio más radical: no se solucionarán los retos de nuestro tiempo con políticas de creación de oportunidades ancladas en un modelo netamente neoliberal (ya sea más o menos social), ni tampoco se hará con instituciones creadas hace 70 años y con el Estado-nación como único actor central.

En el frente de las políticas, la tan proclamada igualdad de oportunidades nunca será posible sin un mínimo de igualdad de resultados, que requiere mecanismos correctores de las desigualdades de partida y permitan redistribuir rentas, riquezas y beneficios de manera más equitativa, preservando incentivos pero dentro de unos márgenes razonables. Las diferencias extremas en nuestras sociedades dinamitan cualquier aspiración en este sentido. Se condenan las desigualdades pero en la práctica se sigue confiando en su corrección vía mercado, y tampoco se fijan metas para su reducción (por ejemplo, con objetivos concretos para mejorar los coeficientes de Gini). Cada vez que se plantea la disyuntiva entre equidad y eficiencia nos decantamos por la segunda, siempre bajo la falsa promesa de que a la larga habrá más para todos.

Aunque bienvenidos, debates recientes como el de una renta básica universal plantean qué modelo queremos: ¿uno basado en la transferencia de efectivo, asumiendo que la persona hará el mejor uso de los recursos, u otro basado en servicios públicos de calidad? Para avanzar en este terreno, hay que liberarse de prejuicios anquilosados sobre el Estado y su papel. También hay que abordar a fondo la responsabilidad de las empresas hacia la sociedad en su conjunto y superar una inmediatez cortoplacista que hipoteca el futuro.

Es preciso reconocer que, al igual que el comunismo mostró hace tiempo sus carencias, el actual modelo capitalista también tiene graves limitaciones. Sin una mayor y mejor regulación, continuará una paulatina concentración que en última instancia mina la competencia y aboca a situaciones de monopolio u oligopolio. Por otra parte, se sigue idolatrando un modelo de crecimiento continuado en el que importan más el PIB y los agregados macroeconómicos que la vida y experiencias de las personas. Pese a lo mucho que se habla de situar el bienestar en el centro de las políticas, se siguen confundiendo fines y medios y poniendo la sostenibilidad del planeta en segundo plano.

En cuanto a las instituciones, es necesario y urgente reinventar la gobernanza global y adaptarla a los retos del siglo XXI. La globalización de la política no está a la altura de la globalización de la economía y la sociedad. No basta una mejor coordinación internacional ni impulsar tratados y estándares cuya implementación queda siempre en última instancia al arbitrio de los países. Hay que sustituir el internacionalismo por un verdadero “globalismo”, que trascienda fronteras y las limitaciones que impone el modelo del Estado-nación como última fuente de legitimidad.

El problema del multilateralismo es precisamente su carácter internacional, en el que los países y sus líderes se convierten en el último representante de la voluntad popular. Nadie elige con su voto directo al secretario general de las Naciones Unidas o al director gerente del Fondo Monetario Internacional. Son los Estados los que lo hacen, y de ahí que la última responsabilidad internacional sea hacia ellos. Pero la realidad es que los Estados no siempre representan los intereses de sus ciudadanos en la arena global, sino con frecuencia los de poderosos grupos de interés y, aun cuando lo hacen, la “colaboración internacional” se entiende como un juego de suma cero con ganadores y perdedores. Para atajar esto hace falta que emerja un verdadero demos global y mecanismos de elección directa de los actores globales, desde la conciencia de que la humanidad conforma una única comunidad de intereses compartidos y enfrentada a riesgos comunes. Este demos solo puede asentarse en un concepto de ciudadanía global y cosmopolitismo en el que caben todas las identidades. Hace falta una verdadera globalización de derechos, deberes y oportunidades, en la que convivan diferentes niveles de gobierno y representación directa, desde el más local al más global, cada uno con competencias sobre aquellos aspectos que puede satisfacer de manera más eficiente.

Otra globalización es posible

Si queremos que la globalización funcione, dado el altísimo potencial de desarrollo y bienestar que ofrece, hay que promover un modelo diferente. Otra globalización es posible, hoy más que nunca, gracias a interconexiones que están derribando barreras físicas y mentales, y a una tecnología que puede funcionar como motor de integración. Pero para hacerlo posible, el hombre de Davos y el de Porto Alegre tienen que caminar de la mano, reconociendo que hay que globalizar derechos y animar el movimiento de personas con el mismo brío que se ha hecho con el tránsito de productos y capitales, compartiendo beneficios y tamizando esa globalización bajo el filtro de la política y el interés colectivo. No se trata de compensar a los perdedores, sino de asegurar que todos ganamos.

Repensar la gobernanza global y plantear opciones que trasciendan los actuales parámetros de soberanía, gobierno y organización social requiere una buena dosis de audacia, creatividad e incluso fe. No es tarea fácil, pero así es como avanzan las sociedades, frecuentemente acuciadas por la necesidad de momentos como el que vivimos. El verdadero globalismo debe imponerse al internacionalismo, o terminará sucumbiendo a la deriva nacionalista, como ya ocurrió en el pasado. ¿Sabremos estar a la altura de nuestro tiempo?



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