Como Anillo al Dedo

Las tres victorias de Salvador Allende

2017-09-08

En el terreno económico, poco podían entusiasmar a la administración...

JESÚS MANUEL MARTÍNEZ / Política Exterior

“Quiero ser presidente de este país para cambiarlo”. A los 1,000 días de su gobierno, Allende pronunciaba su último discurso por la radio. Era el 11 de septiembre de 1973 y estaba asediado por los golpistas.

La participación de Estados Unidos, tanto del gobierno como del sector privado, en el sabotaje y demolición de la democracia chilena, una de las más antiguas y estables del mundo, está documentada desde 1975 por el propio Senado norteamericano. En años sucesivos ha sido permanente, al hilo de los plazos establecidos en la legislación sobre libertad de información o de las investigaciones de periodistas e historiadores, el goteo de informaciones que iluminan rincones oscuros y precisan datos, cifras, nombres. No es posible leer esta masa documental sin asombrarse ante la soberbia, la ignorancia y la incompetencia de organismos y servicios que pretendían gobernar el mundo.

Importa resaltar que el desencuentro con EE UU no empezó con Allende, y que también en este punto el gobierno de la Unidad Popular [UP] está en la línea de continuidad de un proceso largo de profundización de la democracia y ampliación de la independencia nacional de Chile.

Allende fue mezquino en sus pronósticos de 1964, cuando anunció de parte de Frei “liviandades y aventuras” consentidas por el imperio. La política exterior del canciller Gabriel Valdés Subercaseaux fue mucho más que eso. Restableció las relaciones diplomáticas con la Unión Soviética y con los países de su área de influencia, respetando, eso sí, las líneas rojas en torno a Cuba y a la República Democrática Alemana. En 1965 intentó amotinar a la Organización de Estados Americanos (OEA), controlada por Washington con mano de hierro, contra la invasión de República Dominicana; cuando los demás países se plegaron, Chile fue el único que mantuvo la condena. Entonces Valdés propuso una reforma de la OEA basada en el reconocimiento de que América Latina y EE?UU constituían “dos polos dentro del sistema”. En la ONU, sólo los temores de Frei a las represalias nortemericanas impidieron que la delegación chilena, encabezada por el senador Renán Fuentealba, rompiera uno de los tabúes occidentales y votara contra la presencia de Taiwan y por la entrada de la China comunista. En el terreno económico, poco podían entusiasmar a la administración republicana la reforma agraria, la nacionalización de la Compañía Chilena de Electricidad, la “chilenización” del cobre, y menos aún la creación junto con Perú, el Congo y Zambia del Consejo Intergubernamental de Países Exportadores de Cobre (Cipec), cártel mundial inspirado en la reciente Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP).

Al final se agriaron incluso las relaciones personales. En mayo de 1968 Gabriel Valdés organizó en Chile una reunión de cancilleres latinoamericanos sin invitar a EE UU y, contra la opinión de Frei, decidió exponer él mismo las conclusiones de la reunión (el “Consenso de Viña del Mar”) al presidente Nixon. En Washington, Valdés era conocido también por otros desafíos: había roto el bloqueo a Cuba autorizando exportaciones de vino y ajos, y como además de su orgullo de casta y de rango poseía un contundente sentido del humor, declaró que no había tal ruptura porque el vino y los ajos eran productos terapéuticos, y por tanto no estaban cubiertos por el embargo norteamericano. En la Casa Blanca, ante el cuerpo diplomático latinoamericano, explicó a Nixon que por cada dólar que EE UU invertía en Europa ganaba un dólar, en África dos dólares, y en América Latina cuatro dólares. Kissinger estaba furioso. Nixon se contentó con responder que eran cifras inventadas por los izquierdistas de la ONU, a lo que Valdés replicó que emanaban del First National City Bank y habían sido publicadas dos días antes por el muy derechista The Wall Street Journal.

Esa noche Kissinger se invitó a cenar en la embajada de Chile para pedir cuentas a Valdés. Como este no cedió a sus argumentos, el consejero de seguridad nacional de Nixon dio por terminada la discusión:

– Yo he estudiado mucha historia, conozco de política y quiero decirle que la Historia no pasa por América Latina. Lo que pasa en el Sur no tiene importancia. Pierde usted el tiempo.

Para eso, para congelar la historia de América Latina, estaban las embajadas de EE UU, pero esto Valdés no lo dijo, porque estas bromas no las hacían los latinoamericanos en Washington antes del declive del imperio americano. Se limitó a llamar a Kissinger “alemán wagneriano y prepotente”. Del embajador Korry, Valdés decía que era tonto, pero es que el análisis del embajador sobre la crisis chilena se resumía, en su español elemental, en que los chilenos no tenían “cohones”.

Fueron otras cuentas que dejó la Democracia Cristiana y cuya factura también pagó Allende.

Con el paso del tiempo se ha querido atribuir a la guerra fría la violencia de la reacción de la Casa Blanca contra la elección de Allende, como si ello pudiera dignificar la intervención bajo el manto de la geopolítica y suavizar, al menos en el plano conceptual, su brutalidad. Nada es menos seguro. La agresión a Chile no fue diferente de otras agresiones norteamericanas en América Latina, antes y después de la guerra fría. La evaluación distribuida por la dirección de inteligencia de la CIA el 7 de septiembre de 1970, tres días después de la elección de Allende, no justificaba la histeria que unos días más tarde se iba a desatar en Washington: “EE UU no tiene intereses vitales en Chile”; “el equilibrio de poder militar en el mundo no se verá alterado significativamente por un gobierno de Allende”; la victoria de Allende supondría apenas “un claro obstáculo psicológico para EE UU y un claro avance psicológico para la idea marxista”. Y el Senado de EE UU, cuando expone en su informe de 1975 los antecedentes de la intervención, omite toda referencia a la guerra fría y la explica como una reactualización de los principios de la doctrina Monroe.

A veces una catástrofe se gesta en una simple acumulación de circunstancias y de coincidencias. Coincidió, por ejemplo, que el propietario de El Mercurio, Agustín Edwards, era concesionario en Chile y vicepresidente mundial de la multinacional Pepsi Cola, y que el presidente de esta compañía, Donald Kendall, era uno de los grandes patrocinadores de la carrera política de Richard Nixon y tenía acceso franco a su despacho. El 14 de septiembre, 10 días después de la elección de Allende, Kendall invitó a Edwards a almorzar con Nixon en la Casa Blanca. Al día siguiente Nixon convocó a Kissinger y al director de la CIA, Richard Helms, y les dio las famosas instrucciones que Helms anotó en su libreta y que el Senado le obligó a entregar: no importan los riesgos, hay 10 millones de dólares y más si es necesario, poner nuestros mejores hombres a tiempo completo, plan de acción en 24 horas; y reventar la economía.

Nixon tenía preocupaciones bastante mayores: la guerra de Vietnam, la carrera espacial y la llegada a la luna, la crisis fiscal, la retirada de la garantía de las reservas federales de oro al dólar y a todo el sistema monetario de la posguerra. Cuando no se ocupaba de estos problemas, la Casa Blanca de Nixon era la que dice Christopher Hitchens en su panfleto contra Kissinger: mitad mafia, mitad república bananera (The trial of Henry Kissinger, 2001). En los minutos que podían dedicar a Chile, la prioridad de Nixon era quedar bien con Kendall y la de Kissinger, que tenía mucho que hacerse perdonar, complacer a Nixon. Sería, si cabe, peor que la versión geopolítica, el pulgar hacia abajo de un emperador displicente.

La carencia más grave de la democracia chilena en la era de Allende puede haber sido la falta de una prensa independiente de calidad. La calidad estaba, porque El Mercurio soportaba con honores la comparación con los grandes periódicos del mundo, pero no la independencia, pues el diario y su extensa cadena de periódicos regionales y locales eran apéndices de un poderoso grupo financiero e industrial y estaban sujetos a los intereses económicos, ideológicos y políticos del grupo. Además El Mercurio parece haber tenido una administración deficiente, ya que tuvo que ser sostenido, en contradicción con su propia línea editorial, mediante la inyección de grandes sumas de dinero público norteamericano. Cabe añadir la fuerte animosidad entre Allende y Edwards, quién sabe si atizada por viejas historias de familia en Valparaíso. Era evidente que Allende no se iba a reunir con el director del periódico cada 15 días, como acostumbraba Frei, y era de notoriedad pública que el programa de nacionalizaciones de la Unidad Popular afectaba de lleno al banco y a las grandes empresas del grupo Edwards. En los días en que Kendall tramitaba el almuerzo con Nixon, Allende había acusado al banco Edwards de ser el principal instigador del pánico financiero que asolaba al país.

No era el único grupo privado dispuesto a asociarse con la Casa Blanca en la conspiración contra Allende. El otro era la International Telephone & Telegraph (ITT), el “conglomerado” o “transnacional”, como entonces se decía, más importante de ese tiempo. Su presidente sabía que le iban a nacionalizar la compañía de teléfonos de Chile y complotó tanto por cuenta propia como en asociación ilegal con su gobierno. Llegó a ofrecer a la CIA una contribución de 10 millones de dólares, cifra idéntica a la adelantada por Nixon, lo que da una idea exacta del valor de mercado que atribuían a la democracia chilena. Los papeles de la ITT fueron publicados en 1972 por el periodista Jack Anderson en el Washington Post y contribuyeron a su descrédito mundial y a su sorprendente hundimiento pocos años más tarde.

No podía faltar y no faltó la voluntad de solucionar la crisis matando a Allende. El periodista Seymour Hersh (The price of power, 1982) publicó en su día testimonios que abonaban su convicción de que Washington estuvo detrás de algunas tentativas, lo que sería coherente con lo que se conoce de operaciones similares en otros países. Una tentativa de asesinato descubierta y frustrada por la policía chilena era conocida de antemano en la embajada norteamericana de Santiago, según confesión del propio embajador Korry. El designado para perpetrar el crimen, aprovechando la presencia de Allende en Viña del Mar o en Valparaíso, era un oficial expulsado del ejército por actividades sediciosas. En todo terrorista hay un sustrato de cobardía, pero este batió todas las marcas: cuando la policía fue a detenerlo se parapetó detrás de la cuna de un bebé y allí resistió como un héroe durante horas, hasta que la madre logró rescatar a su hijo.

Allende vivió desde la noche misma del 4 de septiembre una situación que nunca había vivido un presidente de Chile, con un coste personal incalculable. Durante la campaña presidencial todavía podía arreglar sus asuntos personales y pasear por el centro de Santiago. Desde la noche electoral no volvió a dormir en su domicilio y tuvo que utilizar casas prestadas o alquiladas en las que no podía pernoctar más de dos veces. Tuvo que acostumbrarse a vivir rodeado de una guardia cada vez más numerosa e intrusiva. Cuando le preguntaron por esas nuevas compañías alegó que se trataba de un grupo de amigos personales, y con esa abreviatura, GAP, tienen un sitio propio en la historia de su gobierno.

Su jefe fue Max Marambio, 23 años, que había recibido en Cuba un entrenamiento a todas luces insuficiente y ninguna preparación en asuntos de seguridad de personalidades, pero inteligente, simpático y hombre de imaginación y recursos sin límites. Durante los 1,000 días de la presidencia fue la persona con mayor proximidad diaria al presidente, y admiró en Allende su valentía personal y su inagotable sentido del humor. El 5 de septiembre se presentó en casa de Miria Contreras, enviado por el MIR [Movimiento de Izquierda Revolucionaria] por ser el único con alguna formación paramilitar y por ser hijo de un diputado socialista amigo de Allende:

– Me llamó la atención su aire de gallo, por su forma de abombar el pecho y caminar erguido. Era un hombre de baja estatura, esqueleto poderoso, hombros anchos y manos fuertes.

A un primer núcleo de miristas (a los que acudió Allende “quizá para tenernos cerca y podernos controlar de la manera que sabía hacerlo”, reconoce el propio Marambio), de extracción burguesa y formación universitaria, se fue sumando otro más amplio de socialistas de la fracción ELN [Ejército de Liberación Nacional], algunos de ellos veteranos de los grupos de apoyo a la guerrilla del Che y en general de origen muy modesto. De esta forma, en pocos días Allende se hizo con el control del escaso poder de fuego de la extrema izquierda, cuya supervisión confió a la firmeza de Tati Allende y a los cuidados casi maternales de Miria Contreras. La cohabitación no duró mucho. Max Marambio, que operaba con otro nombre espléndido, Ariel Fontana, decidió muy pronto que la única misión del GAP era proteger al presidente, mientras que Miguel Enríquez y el resto de la dirección del MIR veían una oportunidad de infiltración y aprovisionamiento. El conflicto acabó con la retirada del MIR y una gravísima afrenta a Allende, pues se llevaron unas armas que este había obtenido de Fidel Castro y crearon una tensa situación con los cubanos.

El GAP fue siempre un operativo pobre y algo desastrado, al que la señora de Puccio vistió con trajes y camisas que tomó prestados a sus amistades, y provisto de medios de defensa disparejos y precarios. Allende se negó a autorizar la importación de vehículos blindados, por lo que todo el parque móvil de la escolta presidencial se reducía a seis automóviles Fiat 125 montados en Chile, en los que el presidente viajó a diario durante tres años “con las rodillas topando con el asiento delantero”. Si Allende sobrevivió durante ese tiempo a las amenazas externas y a las avalanchas de la gente que corría a tocarlo y abrazarlo, buena parte del mérito habrá de atribuirse a la estrella que, según él, lo protegía.

A pesar de la incomodidad, Allende disfrutó con la compañía de estos jóvenes tan alejados del mundo institucional y del aparato protocolario que lo envolvía. Al final fue él quien los protegió. El 11 de septiembre de 1973 escenificó con ellos la defensa armada del palacio presidencial, pero cuidó y logró que no le mataran a ninguno, sin imaginar que iban a ser torturados y asesinados por los golpistas y sus cuerpos arrojados al mar o al río Mapocho. La campaña contra el GAP, constante en la prensa de la época y prolongada en algunos libros de historia, era y es escandalosa e hipócrita. Lo que entonces se sabía, y se sabe mucho mejor ahora, los hizo imprescindibles. No había alternativas, en primer lugar porque nadie podía saber hasta qué punto estaban penetrados los cuerpos de seguridad por los enemigos de Allende, y sobre todo porque en Chile no había experiencia en materia de seguridad de personalidades del Estado, por la sencilla razón de que nunca había sido necesaria.

Violencia política

Por eso fue tan fácil, en la mañana del 22 de octubre, a solo dos días del Congreso Pleno, rodear el coche oficial de la comandancia en jefe del ejército y asesinar al general Schneider. Fue un crimen extemporáneo, porque a esas alturas ya no había ninguna duda sobre el desenlace político de la crisis. El día 24 el Congreso Pleno votó, sin que faltara un solo voto demócrata cristiano, la investidura presidencial de Allende, en un clima de intensa emoción por la lenta agonía del general y de horror por el crimen. “Nunca en mi larga vida, dijo Jorge Alessandri, creí que pudiera ocurrir en Chile algo tan alevoso”. Había que remontarse a 1837, al asesinato de Diego Portales, creador del Estado chileno, para asistir a un hecho de esta naturaleza. Ahora habría que esperar mucho menos: en los 12 años que transcurrieron entre el atentado contra Schneider y el envenenamiento de Eduardo Frei, en Chile cayeron víctimas de la violencia política dos presidentes de la república, dos comandantes en jefe del ejército, cuatro ministros del Interior, dos ministros de Defensa, y con la excepción dudosa del asesinato del ex ministro del Interior de Frei, Edmundo Pérez Zujovic, esta masacre fue obra de la extrema derecha o del Estado terrorista.

Tras el asesinato de Schneider, el ejército y Allende exigieron a Frei la destitución de los jefes de la policía de investigaciones y su reemplazo por un general y por un joven médico allendista, Eduardo Coco Paredes. Al cabo de pocos días habían remontado todos los hilos y detenido a los jóvenes autores del crimen y a sus instigadores: el comandante en jefe de la Armada, un ex general director de Carabineros, y, el más peligroso por las fuerzas que tenía bajo su mando, el general jefe de la guarnición de Santiago. Poco más tarde se supo que las 30 monedas que cobró cada uno valían al cambio 50,000 dólares.

Salvo con los militares, Allende había hablado en esas últimas semanas con todo el mundo. Visitó a Alessandri para darle las gracias cuando éste pidió a sus partidarios que no votaran por él en el Congreso Pleno, pues quería contribuir a que Allende asumiera la presidencia “en un clima de mayor tranquilidad, que robusteciera la confianza”, según cuenta en sus memorias el cardenal Silva Henríquez. Animado tal vez por esta buena disposición de Alessandri, pidió una reunión al presidente del Partido Nacional, Sergio Onofre Jarpa (“Yo sé que usted es nacionalista, le dijo Allende, pero yo soy más nacionalista que usted”), y le explicó que quería ser elegido presidente por la unanimidad del Congreso, “pues eso me dará estatura frente a EE UU y el resto de los países”. “Era muy convincente, Allende, continúa Jarpa. Me pintó un desafío atractivo, pero le expresé claramente que su proyecto no admitía la participación de los comunistas, pues tenían objetivos diferentes en política nacional e internacional”. Con el que más le costó reunirse fue con Frei, y sólo lo consiguió después de la muerte de Schneider y la votación del Congreso Pleno, gracias a la insistente mediación de Gabriel Valdés:

– No puedo hablar con él. No puedo. Es muy duro para mí. Me quiere agarrar.

– Tú eres el presidente de la república. Allende es el presidente de la republica. Esto no puede ser. Tú tienes que darle la mano. Tienes que ayudarlo. Tienes que evitar que lo desborden, porque lo van a desbordar.

En la primera conversación, a solas los tres, Allende estaba preocupado por su seguridad:

– A mí me van a matar. La gente que asesinó a Schneider me asesinará a mí y tu jefe de policía no me da garantía.

– Sí, pero si quieres que yo te defienda sácate de encima a los guardias personales, porque este no es un país tropical.

– Míralo, Gabriel, está triste porque ha perdido la presidencia. Todos los ex presidentes creen que después de ellos viene el diluvio.

Pocos días después se reunieron a almorzar:

– Salvador, yo no te voy a ayudar. Mi conciencia me dice que mientras menos dure tu gobierno, mejor.

Llegado el 3 de noviembre, Frei aún protagonizó un grandioso acto fallido: llegó al Congreso con la banda presidencial cruzada bajo el frac, lo que amenazaba con crear un difícil problema protocolario. Allende tranquilizó a Puccio cuando este bajó a contárselo:

– No te preocupes, Osvaldo, o se saca la chaqueta para sacarse la banda, o yo le saco la chaqueta y la banda.

Allende estaba exultante. Doña Tencha contó años después que había sorprendido a todos, incluso a ella, la forma en que su figura se había robustecido y agrandado a llegar a la presidencia. Ante él se abría ahora un camino ancho y despejado. Llegaba al gobierno con un ejército firme en su lealtad al orden constitucional, con la derecha política arrinconada en el Parlamento por la suma de los votos de la UP y de la Democracia Cristiana, y con un mayoritario consenso social sobre la necesidad de nuevas y profundas reformas. Tenía, al cabo de dos meses frenéticos, su segunda y más complicada victoria.



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