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El epicentro del desastre en el terremoto en México

2017-09-19

De lado a lado como una gelatina. Repentinamente todos los vehículos comenzaron a botar, los...

Jacobo García, El País

De lado a lado como una gelatina. Repentinamente todos los vehículos comenzaron a botar, los árboles a agitarse y los postes eléctricos se tensaron tanto que los cables se soltaron como látigos.

Del antiguo lago de Tenochitlán, que cubría antiguamente una parte de la Ciudad de México, las colonias de La Roma y Condesa son las más cenagosas y la zona más afectada por el terremoto que este martes ha sacudido el país. Hace 32 años estas dos colonias se convirtieron en una gigantesca morgue tras el seísmo de 1985, y este martes sensaciones parecidas recorrieron el cuerpo de veteranos y recién llegados.

Pero a la sensación que deja un terremoto de magnitud 7,1 no le importa el epicentro ni la historia. “Se sintió como el peor”, cuenta un superviviente de todos los anteriores. Eran cerca de las 13.20 de un día soleado cuando la tierra comenzó a moverse de lado a lado en la Ciudad de México. En pocos segundos, miradas para confirmar las sensaciones y gritos que no se sabía de dónde venían ni de qué advertían.

Los cristales de la Iglesia de Fátima, en la calle Chiapas, caían como espadas sobre las banquetas mientras la gente se refugiaba en edificios de los que se desprendían cascotes. En la calle Oaxaca, un edificio que medía media cuadra se ha desplomado sobre sí mismo. En la calle Jalapa esquina con San Luis, también en la colonia de La Roma, un edificio de cinco alturas se bamboleaba como un junco mientras los vecinos salían con el pánico en la cara.

40 segundos que fueron 40 horas y, tras la brutal agitación, el silencio. Polvo en el ambiente, olía a gas y sonaban las sirenas. Al final de la calle se escuchaban los primeros derrumbes.

En la calle Coahuila, un edificio parece una enorme V, caído sobre sí mismo; en la calle Chihuahua, la torre de una escuela infantil se vino abajo, con la suerte de que lo hizo sobre el muro exterior. A esa hora, y con el lugar lleno de madres y niños, la desgracia podría haber sido enorme.

Un poco más adelante, en la esquina de Medellín y San Luis Potosí, una enorme construcción de cinco alturas se encogió como un club de sándwich sin que hasta el momento se conozca el número de víctimas. Una señora en silla de ruedas lloraba. “Había gente”, decía. Igual.

En ambos casos no habían pasado ni cinco minutos del temblor y la gente comenzaba a organizarse: uno paró el coche, con una cuerda, otro acordonó la zona precariamente mientras otros más buscaban entre los escombros por si había niños atrapadas. En caso de terremoto, los mexicanos llevan en el ADN la necesidad de ayudar y de saber qué hacer. 

Las heroicas escenas también se suceden. Cientos de personas comienzan alborotadamente a mover cascotes mientras las réplicas paralizan a cualquiera. 

En medio del caos, repentinamente una voz pide agua y decenas de jóvenes acuden a por pesados garrafones para echar sobre los escombros y que algo de líquido filtre entre las piedras. Una joven hace una lista de los medicamentos necesarios y vocea: “agua, alcohol, derivados de penicilina…”. Dos horas después, pegada a una farola hay una lista con nombres de supervivientes. Hoy, como en el 85, la organización ciudadana llega antes que ningún servicio de emergencia.

Desde lo alto de una montaña de cascotes, los bomberos piden silencio para escuchar las voces. Otros ordenan el tráfico y cortan la calle para facilitar la salida de las ambulancias.

Frente a la catástrofe, los viejos usan la radio y los jóvenes miran el celular, cuyo servicio va y viene. Los primeros cantan los datos: “De 7,1, epicentro en Puebla, van 42 muertos. 20 edificios dañados...” “¿20 edificios dañados? Imposible, solo en el eje Roma-Condesa recorrido hay bastantes más” , replican.

La calle Álvaro Obregón, normalmente bullicioso corazón de bares y lugares de ocio, se ha convertido en un hospital de campaña donde los enfermos con goteros y camillas esperaban que pasaran las réplicas. En esta ocasión la alarma sísmica, otras veces eficaz advertencia, comenzó a sonar cuando la ciudad de casi 20 millones de habitantes ya había comenzado a moverse.

Dalia Perlasca, de 38 años, vive en un tercer piso de la calle Puebla. “Comenzó a moverse y me fui a la puerta, pero la casa iba de lado a lado y no podía meter las llaves. Yo suelo cerrar con varias cerraduras, pero todo se iba hacia los lados. Hasta que abrí, solo repetía 'me voy a morir”, recuerda “No fue como otros, que parece un baile, se notó un impacto duro” . Recuerda que su vecina, paralizada por el pánico, rezaba en la puerta de enfrente: “Jesucristo Redentor, danos luz y sálvanos de esta catástrofe…”

Muchos edificios han sido desalojados y no dejan que la gente vuelva a entrar. Hay vecinos que, por miedo a las réplicas, se preparan para pasar la noche a la frente a otras construcciones. Frente a cada edificio y cada desgracia hay un viejo que canta los datos que van diciendo en la radio: “Van 100 muertos, 30 en la Ciudad de México, 50 en Puebla, 60 en Morelos…”



JMRS
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