Cuentos

La Sonaja 144

2017-11-14

Supe que cada tres años algunos habitantes decidían dejar la aldea por alguna...

SERCAMBEL

La aldea de La Sonaja se movió en el tiempo cuando las inquietudes de sus habitantes dejaron de ser determinadas por el sistema materialista, la corrupción gubernamental y la ambición desenfrenada. Cuando los programas, noticieros y anuncios que acosan a la población a través de radio y televisión perdieron su influencia en aquel poblado alejado del mundo “civilizado” y sus telecomunicaciones. Cuando neutralizaron la contaminación física y mental ocasionada por alimentos y medicamentos industrializados gracias a una alimentación natural, libre del sacrificio y cautiverio de animales. Cuando los pensamientos se tornaron en emisiones energéticas de luces y amor al prójimo. Cuando la búsqueda se hizo hacia dentro, hacia el corazón, el alma y el espíritu; y de ahí, paradójicamente, al descubrimiento de su origen estelar.

Supe que cada tres años algunos habitantes decidían dejar la aldea por alguna misteriosa razón. La Sonaja, que a mis ojos aparecía como un edén cobijado entre la sierra y el mar, terminaba por ahuyentar tanto a individuos como familias enteras.

Una señora que atendía con amoroso esmero los árboles frutales de una de las huertas, me dijo en una ocasión que quienes se iban no estaban listos para vivir libres, lejos del mundo, en un sistema donde lo único importante era estar en paz con uno mismo, los demás y la naturaleza.

A pesar de esa emigración trianual, la población siempre se mantuvo equilibrada en cuanto a género y edades. Era como si una selectiva fuerza magnética ejerciera atracción por unos y repulsión por otros.

Las actividades estaban claramente distribuidas, la mitad de los adultos se dedicaban a mantener el pueblo limpio y ordenado, daban mantenimiento a las viviendas y las calles. El resto cultivaban los frutos, verduras y legumbres. Un hombre maduro de nombre Mori se encargaba de la preparación de los alimentos y la atención del comedor apoyado por los adolescentes que se turnaban para dichas tareas. Los niños cuidaban del estanque y los jardines.

La vida transcurría tranquila, relajada, sin estruendos. Los habitantes generaron un sistema de vida comunitario donde el dinero no se usaba, todo era de todos. La autoridad municipal dejó de visitar la aldea trienios atrás porque no había nada que cobrar a los menos de doscientos habitantes. La población adoptaba una postura de indiferencia extraña hacia la autoridad, nada pedía pero nada daba. La accidentada geografía ayudó al aislamiento. Al municipio le convino más olvidarse de La Sonaja que invertir millones en una carretera y los servicios respectivos para llegar y atender a un mínimo poblado en el que no había nada que ver, nada que ganar. El antiguo camino de terracería que conducía a La Sonaja fue invadido por la vegetación y sólo quedaba una angosta vereda por la cual caminaban quienes salían para no volver jamás o quienes llegaban para quedarse.

El primer espacio que visité fue la pequeña escuela, donde pude percatarme que se impartía una enseñanza orientada al desarrollo interno, al cuidado del espíritu, del cuerpo y del medio ambiente. La dirigía una esbelta maestra de carácter jovial de la que nadie sabía su lugar de origen ni su verdadero nombre, le llamaban a petición de ella misma Cascada. Llegó a través de la vereda llevando por todo equipaje una pequeña mochila roja.

Luego supe que ella era una de las cuatro personas no originales, entendiendo por esa descripción a quienes no llegaron en embarcaciones a través del mar. Su ayudante, Jaime, un biólogo que se topó con La Sonaja al extraviar su camino en búsqueda de una playa donde recoger especímenes marinos endémicos para una investigación, era otro no original. Una mujer extranjera que llegó para reunirse ahí con un amigo que mal tradujo las indicaciones de un mapa y la mandó en la dirección equivocada, era la tercera. El cuarto era yo mismo, que siempre pensé había arribado de manera providencial gracias a un desconocido, a un poste violeta ubicado a unos metros de la escurridiza vereda, a los rumores sobre el poblado y a mi firme intención de conocerlo.

Un hombre que conocí en el tren me dijo que la peculiar historia del poblado inició algunos años atrás, pero que el pueblo seguía un calendario diferente. Según este conteo local, aquel mínimo asentamiento fue fundado en el año tres de su primer calendario por una pareja de forasteros que dejaron construidas las viviendas, los jardines y la palapa del comedor-centro de reunión; para luego desaparecer. Fue hasta el año cinco del presente calendario cuando los habitantes actuales llegaron en lanchas y ocuparon las rudimentarias pero cómodas construcciones, ellos fundaron la única escuela, ahora a cargo de la maestra Cascada y Jaime, esto en el año siete.

Cuando estábamos a punto de llegar al destino de mi interlocutor y mientras él tomaba su mochila me dijo que si deseaba llegar a La Sonaja me bajará en el poste violeta de un brinco. Quise preguntar algo pero el hombre ya se dirigía hacia la puerta. Me sentí contrariado, la señal del poste violeta me confundió. Varios kilómetros más adelante, me di cuenta que algunos postes del lado derecho del tren estaban pintados de colores diversos. Sobresaltado me dirigí de inmediato hacia la puerta y, ante mi asombro, estábamos a punto de pasar junto a un poste color violeta, como pude abrí la puerta y de manera temeraria me lancé fuera del tren, caí torpe y lastimosamente a un metro escaso del multicitado poste violeta.

Las mañanas después de desayunar procuraba salir a caminar por alguna zona del poblado. Aquella ocasión me dirigí a su jardín más grande, era más bien un parque. Los lugareños se referían a él como “el jardín del estanque azul”. Era un sombreado espacio verde, atravesado por diversos riachuelos de agua cristalina que bajaban de las montañas y alimentaban el estanque. Alguna generación previa, o quizás los mismos fundadores de La Sonaja, habían diseñado ahí un hermosísimo jardín de estilo ecléctico. Puentes color naranja, pagodas de piedra, algunas rocas colocadas haciendo alusión a los monolitos neolíticos, plantas de diversas latitudes e incluso las hermosas bancas que parecían haber surgido de la tierra; generaban un conjunto armónico, seductor y relajante. Recuerdo que la primera vez que visité aquel jardín pasó por mi mente que aquella visión era imposible. La magia y belleza de ese espacio eran más que suficientes para atraer tantos visitantes como las paradisiacas playas de aquellas latitudes.

Yo tenía mi banca preferida, desde ella alcanzaba a ver la escuela, cuyo predio formaba la parte oriente del jardín; y el estanque, hogar de peces, aves y anfibios.   

En aquella ocasión la maestra Cascada y sus alumnos adolescentes estaban reunidos en la superficie de pasto alfombra ubicada frente a la entrada principal de la escuela. Un enorme ahuehuete sombreaba el área verde, parecía que intencionalmente cobijaba ese espacio al que abrazaba como a un ser amado. Bajo su sombra, los alumnos dirigidos por la maestra hacían taichí, parecían moverse gracias al suave viento tropical que en su tibio regocijo generaba sus movimientos armónicos y precisos. Una vez que concluyeron su forma, los estudiantes se sentaron sobre el césped, formaron ocho círculos con el mismo número de integrantes cada uno, se intercalaron hombres y mujeres. Eran exactamente sesenta y cuatro estudiantes.

Una vez que los círculos se habían formado la maestra dio la indicación de cerrar los ojos. Me puse de pie y caminé hacia la explanada. Cuando estaba a unos diez metros de los círculos formados por los jóvenes topé con una elástica barrera invisible, primero pensé que estaba dejándome llevar por mi imaginación e intenté nuevamente acercarme con el mismo resultado. Sentí un vuelco en el pecho y verdaderamente me asusté. Entonces con mis manos palpé la invisible superficie que impedía mi acceso, pude sentirla tibia, flexible pero impenetrable. Nadie pareció darse cuenta de mi percance, la maestra Cascada y los estudiantes se mantenían con los ojos cerrados e inmóviles, sus cuerpos disfrutaban el abrazo de la sombra y, seguramente sus mentes, el de su mundo astral.

Por unos incómodos minutos seguí mirando los círculos de jóvenes. Pensé en verificar una vez más la existencia del muro pero decidí no hacerlo, titubeante di media vuelta y regresé a mi paciente banca.

Del otro lado del jardín, un grupo de niñas y niños se dedicaban a levantar las hojas del césped, limpiar las bancas y sacar con recogehojas los restos de pétalos, hojas y yerba que flotaban en el estanque.


 
Observé la actividad unos minutos. Mi experiencia en la escuela y cierta curiosidad me hicieron contar el número de niños que esa mañana atendían esmeradamente el estanque y sus alrededores. Eran veinte, diez niñas y diez niños; supervisados por la mujer extranjera. Apenas terminé de contar, la mujer me saludó indicando que me acercara.

– ¿Qué haces por acá? Preguntó.

– Vengo con frecuencia. Le dije. – Este jardín es realmente algo especial. Añadí.

– Hoy nos toca levantar las hojas del césped y sacar las que han caído en el agua. Les limpiamos la casa a los peces. Me comentó sonriendo al tiempo que se alejaba un poco para ayudarle a dos pequeños a desatorar el recogehojas de unas ramas. – La otra mitad se fueron con Jaime a la playa, les enseña los nombres de los crustáceos y moluscos. Agregó.

Supongo que habré sonreído pero no dije nada. El número de personajes en el poblado empezaba a inquietarme y mentalmente me pregunté si los niños que se fueron con Jaime serían exactamente veinte. Me despedí y me dirigí a la playa. De reojo creí percibir un gesto de extrañeza en la extranjera.

El camino a la playa era un un mullido sendero que atravesaba un brazo del bosque que descendía de la montaña y parecía recargarse en la fina arena. Al salir de la zona arbolada, me encontré con un espectáculo que me cimbró nuevamente el pecho: los adultos del pueblo se encontraban sentados sobre la arena, también formando un círculo en clara postura de meditación. Los conté, eran treintaiséis exactamente y estaban intercalados del mismo modo que los adolescentes. Poco después caí en la cuenta de que eran dieciocho mujeres y el mismo número de hombres. Ellos, sumados a los adolescentes, los niños, Cascada y Jaime sumaban ciento cuarenta y dos. La extranjera y yo completábamos los 144.

Caminé hacia el grupo y, nuevamente, un suave e invisible muro me impidió el paso cuando me encontraba a unos diez metros. Me quedé quieto observando el círculo mixto, los percibí en paz, en armonía y lejos, muy lejos.

Entendí entonces a la barrera como aquellos cascos diamantinos con las que cubren sus cabezas los viajantes monádicos para protegerse de las energías negativas. Sin embargo, preguntaría al respecto a la primera oportunidad.

El lugar donde me hospedaba era un hostal con cinco habitaciones destinadas a los poquísimos visitantes, en ese momento estábamos hospedados la mujer extranjera y yo. Según me dijeron, los últimos huéspedes se habían marchado con el resto de los habitantes al concluir el calendario anterior.

Esa noche reflexioné a fondo sobre mi experiencia matutina, visualicé a los jóvenes y adultos formando círculos y explorando espacios sin límite, donde la geometría y la matemática les explicaban el funcionamiento del cosmos. Todo aquello no era extraño para mí, pero la protección del muro invisible sí lo era y las preguntas a mis voces internas iban justo en ese sentido. Nada me explicaron de aquella barrera protectora. A cambio, la noche siguiente me mostraron la imagen del hombre del tren en el espejo. ¿Acaso aquel viajero era una proyección de mí mismo?, me pregunté mentalmente.

Tres golpes en la puerta de mi habitación me sorprendieron en mi búsqueda en el otro lado del espejo, era mi compañera extranjera sin nombre aún quien parecía desconcertada, con una seña me pidió que la siguiera. Me dijo, mientras caminaba sin mirarme, que había escuchado un sonido vibrante al tiempo que una luz violeta iluminaba la ventana de su cuarto. En ese momento caminábamos en la dirección de los sonidos. Yo no escuché nada pero sí pude ver la luz violeta que parecía emanar de algo enterrado. Luego nos dimos cuenta que era un pozo el que emitía la luz. Llegamos hasta él, nos asomamos y sentimos un suave calor en la piel de nuestros rostros. Nos miramos, lucíamos como espectros violetas. Una voz de mujer nos preguntó qué hacíamos ahí. Ambos volteamos a mirar, la maestra Cascada se encontraba a un par de metros de nosotros vestida con un camisón blanco y descalza. No supe si su imagen me remitía a una princesa prehispánica o a una hierofántide.

– Escuché ruidos y vi la luz violeta. Dijo mi compañera con ese acento tan peculiar como impreciso que me deleitaba el oído.

– Sí, provienen del pozo. Respondió la maestra, como si se refiriera a un evento cotidiano. – Son las proyecciones de las minas de cuarzo que viven debajo de La Sonaja. Por las noches puede verse la luz violeta de la transmutación. Agregó con la certeza de que la extranjera y yo comprendíamos perfectamente lo que decía. ¡Tenía razón!

Guardamos un extraño silencio por un par de minutos, durante los cuales sólo nos miramos unos a otros.

– Debemos regresar a dormir. Indicó la maestra amablemente.
 
Sin responder mi compañera y yo volvimos al hostal siguiendo los pasos ligeros de Cascada. Sentí que mis pisadas se hundían más de lo normal sobre la vereda de pasto apisonado que conducía del pozo al caserío. Los árboles parecían inclinarse a nuestros pasos y estoy seguro de haber percibido varios pares de ojos minúsculos observándonos desde atrás de las rocas y los árboles.

Cada fin de semana se organizaba una reunión-comida especial en la palapa, esta era un sitio que en ocasiones me hacía pensar en un templo. Se servían comida y bebida elaboradas por Mori y sus jóvenes ayudantes. Al principio no estaba seguro si se trataba de una reunión social o religiosa. El comportamiento de la comunidad al ingresar a dicho espacio se modificaba, sus sonrisas eran moderadas, sus tonos de voz también. La gran mayoría vestía tonos claros con predominio del blanco. Incluso la primera vez que asistí me sentí presionado a regresar a cambiarme a pesar de que nadie me dijo algo al respecto.

El tercer fin de semana que asistí a la reunión, lo hice acompañado de mi compañera huésped Vera, cuyo nombre conocí durante el camino de regreso de la experiencia del pozo. Cuando llegamos todos los pobladores de la aldea estaban ahí. Los jóvenes, vestidos de azul claro,  mantralizaban armónicamente en la parte del fondo, todos ellos de pie y formando un semicírculo ante un mural que abarcaba toda la superficie de los tablones que hacían las veces de pared trasera. Alguien había pintado sobre ella, con un virtuosismo evidente, un camino que atravesaba un bosque y llegaba hasta una caverna, cuya entrada emitía un brillo que, a mi parecer, había sido ejecutado con maestría renacentista. Una niña, que me miró tratando de ubicar en mis recuerdos aquel sitio, me dijo que esa ciudad se llamaba Leucos y que su única entrada era la que mostraba el mural pero que ahora todos nosotros estábamos abriendo un nuevo acceso en La Sonaja. La pequeña tendría por lo mucho seis años pero la seguridad y elocuencia de un espíritu antiguo.

La maestra Cascada y Mori, se colocaron a un costado del mural, los jóvenes concluyeron su armonización. El ambiente se sentía impregnado de tranquilidad y todos los asistentes guardaron silencio.

– Somos ciento cuarenta y cuatro habitantes en La Sonaja. Dijo Mori.

– Y mañana es el último día del año doce. Agregó Cascada.

Yo no sabía nada de eso, me sentí incómodo, e hice el movimiento para abandonar la reunión. Vera me detuvo con mano firme y con la mirada me indicó que me quedara junto a ella. Su expresión era más bien de conocimiento de causa que de deseos de no quedarse sola en una reunión de un pueblo extranjero en la que ella y yo éramos los recién llegados.

La mañana siguiente me levanté temprano, caminé descalzo sobre la arena de la playa, dejé que las olas acariciaran mis pasos y la brisa mi rostro. Volví al hostal cuando la fuerza del sol me sugirió hacerlo. Era mi último día en el pueblo, así que mi único pendiente era prepararme para regresar a casa. Mi intención de visitar La Sonaja siempre fue, exclusivamente, conocer de primera mano ese lugar misterioso del que hablaban los metafísicos, ocultistas, algunos contactados y quienes vivían en aquella región costera. La Sonaja poco a poco se había convertido en una especie de leyenda. Personas con diversas intenciones habían tratado de llegar al poblado sin suerte. Ya fuera una tormenta, extravío de los viajantes, indicaciones equivocadas o pérdida de interés, muy pocos lograban su cometido, yo era una de las escasas excepciones.

Las semanas de mi estancia en el legendario lugar generaron en mí más preguntas que respuestas. En búsqueda de explicaciones mis pensamientos y escritos divagaban entre argumentos esotéricos, místicos, religiosos, fanáticos, evasivos, en fin. No acertaba a elaborar una explicación racional. El comportamiento extrañamente armónico de las personas estaba lejos de todo lo que había visto, no parecían manipuladas. Tampoco se trataba de un culto aberrante y fanático, ni de iconoclastas o ateos. De hecho, había un ethos que trascendía la fe y llevaba implícita plena convicción. No había templos, ni imágenes, salvo el mural de Leucos; o alusión a religión o creencia alguna; mucho menos sacerdote, pastor o equivalentes. Cascada y Mori no eran líderes como supuse al principio, sólo cumplían una función como todos los demás.

Una ocasión escuché a un hombre adulto explicarles a la maestra Cascada y Jaime la manera en que funcionaba el calendario en La Sonaja, y pude observar a estos últimos escuchar silenciosos y atentos. Siempre percibí equidad, cada cual sabía de lo suyo y el conocimiento comunal tomaba una dimensión sinérgica. Incluso los niños, como la pequeña que me explicó sobre el mural, tenían un conocimiento que parecía provenir de otro tiempo vital.

El rechinido de las oxidadas bisagras de mi habitación me sacó de mis elucubraciones, Vera, por alguna razón que no pregunté, empujó la puerta y se asomó con curiosidad. En cuanto me vio cerró de nuevo, como una niña que se ve sorprendida en una travesura inocente.

– Pasa Vera. Buenos días, o tardes. Le dije.

– Buenas, tardes ya. Creí que no estabas. Me respondió al tiempo que entraba en la habitación.

Con evidente sorpresa al ver que preparaba mis cosas me preguntó a dónde iba. Le comenté que  en un par de horas regresaría a casa. Quería evitar que me sorprendiera la noche mientras transitaba la vereda que conducía al pueblo más cercano.

– Creo que no has entendido la razón por la que estamos aquí. Afirmó en tono contundente.

En aquel momento me quedé helado. Sentí a mi corazón agitarse y súbitamente recordé un programa televisivo que veía cuando era niño llamado “El Prisionero”; aunque yo no era el número seis y nunca vi burbujas enormes perseguir a nadie…

– ¿Por qué estamos aquí? Pregunté con la mayor firmeza posible.

– Perdón, no lo sé realmente. Afirmó Vera titubeante y salió del cuarto.

La escuché alejarse, segundos después la vi a través de la ventana de mi habitación abrir la reja del hostal y encaminarse al centro de la aldea.

Desconcertado, me senté en un sillón mecedor colocado de frente a la ventana. Mientras trataba de encontrarle sentido a la actitud de Vera, mi mirada se perdió en el movimiento de las hojas de los árboles y el vuelo apacible de las gaviotas. No sé si me quedé dormido ni cuánto tiempo pero lo siguiente que recuerdo es ver frente a mí el estanque de los patos, tortugas y peces. Extrañamente una cascada caía ruidosamente sobre él. Vi los arcoíris que se formaban gracias a la luz atravesando las diminutas gotas, sentí la brisa en mi rostro, escuché bullicio, y algarabía, y sonidos cristalinos.

La Sonaja vibraba cubierta de coloridos  adornos, lucían como estrellas misteriosas iluminando un cielo diurno que por incomprensible causa servía de perfecto fondo a pesar de la luz. Los niños correteaban como tratando de atrapar quimeras visibles sólo a sus ojos infantiles. Los adolescentes, en pareja, se abrazaban y besaban ante la vista de los demás sin la más mínima intención de disimular la pasión de su adultez temprana.

La maestra Cascada, Jaime y Mori, acomodaban las sillas en la palapa y orillaban las mesas. En ese momento volví a pensar en un culto, me incomodé y creí que al fin entendía. La bebida elaborada por Mori, el magnetismo de la maestra y la complicidad silenciosa de Jaime y Vera habían atrapado de algún modo a los habitantes, empezando por los niños y adolescentes, quienes en la escuela eran adoctrinados, condicionados. Los adultos eran simplemente espíritus débiles atraídos por la mediana y cómoda vida de La Sonaja y el verbo seductor de la tétrada integrada por Cascada, Mori, Jaime y Vera.

– ¿Qué piensas? Preguntó Vera, que silenciosa se había parado a mis espaldas.

– ¿Qué piensas tú de La Sonaja? Dije.

– Es un lugar lindo y tranquilo, me gusta.

Tomando mi mano derecha humedecida por cierto nerviosismo, me condujo a la palapa.

Los aniversarios por alguna razón que me explicaron y no comprendí al inicio eran sumamente importantes. Los números parecían ser más que simples fechas, eran asociaciones cabalísticas y esotéricas, eran parte formal de la vida de la comunidad y trascendían mi entendimiento. Lo curioso era que hasta los niños que llegaron en el primer año comprendían a la perfección.

La celebración de aquella ocasión era un evento trascendente. Los eventos anuales eran diseñados para reunir y recapitular. La conclusión del año doce, en cambio, implicaba un cierre y un nuevo inicio. Sin embargo, y ante mi sorpresa, el cierre resultó ser una experiencia sencilla y silenciosa sobre la fina arena de la playa. Nos dirigimos a ella en cuanto oscureció, formando una fila de 144 elementos. En cuanto salimos de la zona arbolada, cada cual eligió un lugar para acostarse sobre la arena, ensimismados observamos el oscurísimo cielo en completo silencio.

Aquella noche presencié un espectáculo impactante: justo a la medianoche una nutrida lluvia de estrellas cubrió todo el cielo visible, momentos después algunas de ellas se alinearon justo en el cenit formando un triángulo, enseguida otras encerraron a dicho triángulo en un cuadrado y finalmente otras más formaron un círculo perfecto alrededor del cuadrilátero, generando imágenes punteadas concéntricas. Unos instantes después cada objeto emitió un rayo de luz blanca hacia su lado derecho creando una impresionante imagen lineal.

Tres horas exactas duró el evento estelar. Una vez concluido, Cascada nos invitó a subir a la montaña para recibir en su cima la salida del sol. Yo nunca antes subí a la montaña y no tenía ganas de hacerlo aquella noche, sin embargo, lo hice; como todos y cada uno de los habitantes de La Sonaja. Subimos en silencio, los semblantes de todos lucían serenos pero serios. Pensé en una marcha ritual medieval y me entretuve ataviando mentalmente a los caminantes con túnicas blancas.

Llegamos a la cima, lo primero que vi fue una amplia palapa circular con piso de loseta roja e iluminada por doce antorchas colocadas alrededor de manera equidistante. Alguien debió encenderlas antes de que llegásemos, pensé. Un muro bajo de madera con dos puertas diametralmente opuestas, circundaba la construcción. Toda la comunidad cabía ahí cómodamente.

Conforme llegaban, cada uno de los habitantes tomaba un tapete de paño grueso de unas pilas de estos colocadas a los costados de cada entrada. Enseguida se dirigían a un lugar específico sobre el cual colocaban el paño para sentarse sobre él. Vera y yo nos quedamos de pie hasta que todos estaban sentados, dos sitios se percibían claramente e intuimos que eran los nuestros, tomamos nuestro tapete y nos sentamos. El ambiente era envolvente, cálido y fresco a la vez, nadie hablaba, todos parecían totalmente concentrados. Unos minutos después me di cuenta que mis compañeros de experiencia habían cerrado los ojos. Nadie dio indicaciones, todos parecían saber perfectamente qué hacer en el momento exacto.

Desde mi lugar podía escuchar el zumbido de los insectos, las hojas meciéndose al viento y más allá las olas al morir sobre la arena. Pasaron varios minutos, me fue difícil precisar, entonces también cerré los ojos.

Aunque los sonidos del exterior permanecían, las imágenes que visualicé fueron asombrosas: unos filamentos brillantes de diferentes colores parecían rodearme, el oscuro infinito se desdoblaba ante mí una y otra vez emitiendo sonidos fascinantes. Sentí que mi cuerpo empezaba a flotar, me confundía con las visiones planetarias, las luces multicolores y los sonidos.

– ¡Oye! Me dijo una cálida voz femenina. -Estás a punto de conocer tu origen y destino.

Antes de tener tiempo de preguntarle algo e incluso de reflexionar lo sentenciado por la voz, una fuerza me impulsó hacia adelante y ligeramente hacia arriba. Abrí los ojos a un espectáculo mágico-cósmico. Justo frente a mí, un gigantesco planeta naranja ocupaba buena parte de mi campo visual, a su alrededor varios satélites giraban a diferentes velocidades, casi de manera caprichosa. Arriba, la Vía Láctea lucía estática emanando una multitud de colores en diferentes tonalidades. Abajo, más planetas, más constelaciones; y, aún más abajo, un mar enorme de color esmeralda pletórico de islas. La vista del mar me arrulló de algún modo con el vaivén de sus aguas y un sonido suave y envolvente. Yo, confuso y seducido, flotaba en medio de esa fabulosa visión.

El calor del sol me regresó a la palapa. Abrí los ojos con dificultad, la luz me impedía ver claramente pero pude percibir a los demás volver de sus respectivas experiencias. Sin duda, había mucho de qué hablar y en qué pensar.

Abandonamos la palapa e iniciamos el descenso en silencio. A cada paso podía sentir una ligera vibración en la tierra apisonada de la vereda y también en el aire aún fresco de la mañana. Los demás, con sendos semblantes relajados y una apenas aparente sonrisa miraban atentos sus pasos, como cuidando de no ofender a los habitantes invisibles del bosque y la montaña. Unos minutos después escuché un zumbido, que eventualmente se convirtió en melodía líquida, tranquilizadora, como nada que hubiese escuchado antes. En ese momento todos detuvimos el paso y miramos al cielo. Una nube circular de color rosa muy tenue flotaba sobre nuestras cabezas. Instantes después el sonido se tornó muy suave, muy dulce, como de cristales besándose suavemente gracias al aliento de los silfos y las sílfides. Seguimos descendiendo arropados por la nube y los sonidos aéreos cristalinos. Llegamos a un punto en el cual el camino giraba hacia la izquierda cuarenta y cinco grados. En el recodo un amplio mirador mostraba completamente a La Sonaja. Sin embargo, el poblado de casas rudimentarias había desaparecido; ahora, iluminado por una dulce luz rosa-naranja muy tenue emitida por la nube, aparecía un asentamiento de casas cristalinas, calles platinadas y abundantes zonas verdosas con algunos botones de colores diversos creados por lo que yo asumí serían las flores.

Nadie dijo nada ante tal visión, yo quise hacerlo pero preferí callarme y recoger aquella experiencia en silencio y con base en mi intuición.

Una vez que llegamos a los límites de La Sonaja, la calle empedrada que nos vio salir había sido sustituida por una mullida carpeta platinada, recordé entonces las alfombras acojinadas que colocan bajo los juegos infantiles en los países desarrollados. El orden de las casas era el mismo, al igual que el de las calles. Pero aquella noche que salimos, alguna fuerza o algunos entes de otros mundos o dimensiones habían modificado todo. No era posible que aquello fuera hecho por humanos. Tal parecía que en una sola noche aquel poblado casi medieval se hubiera movido miles de años hacia el futuro.

Cuando estábamos ya en el centro del pueblo, la nube rosácea empezó a descender generando un gratísimo calor que nos envolvió como si nos abrazara. Por unos momentos sólo lograba ver las siluetas de mis compañeros a través de la neblina rosa. Entonces, los sonidos de cristal aumentaron de intensidad pero sin molestar en absoluto, por el contrario, me pareció que tenían una gratísima resonancia con mis órganos internos, primero en mi cerebro, desde donde descendió lentamente hasta llegar a mis pies. ¡Creí que me elevaría! Cerré los ojos para dejarme llevar por aquella alucinante sensación. Cuando los abrí, la neblina se había disipado y los sonidos cristalinos silenciado. Mis compañeros eran ahora seres blancos, muy delgados, sin cabellos y emanaban una luz que me recordó al neón. Miré mis manos, después mis piernas, también estaba transformado, me percaté que tampoco teníamos uñas, ni dientes.

La antigua palapa del pueblo era ahora un salón circular con muros de cristal. El lugar que ocupaba el mural era ahora una enorme puerta dorada, lisa y brillante: la entrada a Leucos. Recordé emocionado a la pequeña niña. Nos movimos al mundo antimateria, esa parte del universo que conocí a través de las narraciones de iniciados y contactados, enseñanzas afortunadas que llenaron horas interminables en mis tiempos terrenos de vigilia. Aquel hermoso salón cristalino era la antesala a una nueva puerta dimensional cuyos guardianes vivíamos en La Sonaja, nombre tomado del uso prehispánico de dicho instrumento que consistía en ahuyentar a los malos espíritus.

Una vez que los 144 nos reunimos en el salón, telepáticamente se nos dijo que ya no estábamos más en la Tierra, que La Sonaja del mundo material seguía donde la dejamos y justo en ese momento iniciaba un nuevo calendario. Nosotros seríamos los guías invisibles de quienes llegarían al poblado, y también los responsables de seleccionar por vibración a quienes podrían pasar a La Sonaja antimateria.

La mágica energía del jardín del estanque azul, los riachuelos de plata que lo nutren de energía, las minas de cuarzo que viven bajo las montañas y el bosque, las reuniones equilibradas con colores claros y vibraciones similares, las meditaciones, el taichí, la luz violeta emanada del pozo, el mural evocativo, la disposición de las casas acorde con la de los astros, los 144 habitantes de La Sonaja y más; eran la combinación exacta, la llave que abre los portales y descubre los dobleces del tiempo y los caminos al mundo antimateria.

Desperté con un extraño zumbido en la cabeza, las manos húmedas y mi corazón vibrando desconsolado, todo fue un afortunado y mágico sueño, una de esas aventuras oníricas que se continúan toda la noche como se eslabona una cadena. Hoy que escribo apresurado esta historia, quiero hacer el recuento justo y preciso. Sin olvidar dato o señal alguna. Me pregunto si lo habré logrado o tendré que esperar por otro milagroso sueño lúcido en esos espacios a los que mis magos y hadas me permiten el acceso muy de vez en cuando.

Años después en un viaje a la ciudad de Crotona tuve la oportunidad de conocer a un hombre de origen francés que comía en la misma trattoria que yo. Nuestras mesas estaban colocadas a una distancia tal que podíamos escuchar los intentos del otro por expresarse lo mejor posible en italiano ante la amable paciencia de la mesera polaca que prefería hablarnos en inglés.

– Me llamo Sébastien, me dijo repentinamente, precisamente en inglés.

– Le di mi nombre y le tendí la mano.

Enseguida llamó a la esbelta polaca y le pidió una copa, en la que escanció una generosa cantidad de  vino que acto seguido me ofreció.

Entablamos una amena conversación acerca de nuestros orígenes, profesiones y visiones del mundo. Ambos habíamos nacido en la misma década pero nuestras experiencias de vida eran tan diversas como el ADN que confluía en aquella trattoria llena de turistas.

Cuando llegó la hora de cerrar la mesera nos invitó a quedarnos, si así lo deseábamos, hasta que ella, la cocinera y sus dos ayudantes terminaran sus quehaceres. Aceptamos. Cuando salieron los últimos comensales la polaca cerró la puerta que daba a la calle, nos llevó otra botella de vino y continuamos la conversación hasta la madrugada, en algún momento de la charla Agnieszka, nuestra esbelta mesera, se incorporó a la plática.

La sede de la escuela de los pitagóricos lanzaba aún sus seductores efluvios a más de dos mil quinientos años de distancia. Curiosamente Sébastien, Agnieszka y yo estábamos ahí por la misma razón. Era una conjunción extrañísima aquella, sin embargo, sin mucho vacilar decidimos que todo era causal.

Recuerdo que por aquellos años ya me empezaba a cansar un poco utilizar expresiones como esa: ¡todo es causal! Afirmaciones prácticamente inusuales para el común de la personas, cuando la metafísica era criticada por los ignorantes y creyentes temerosos de sus dioses de los castigos, las amenazas y visores de todo y todos. En fin, que tanto manoseo o lengüeteo de aquellos términos echados al vocabulario común por las siniestras redes sociales, había generado el menosprecio de la expresión al ser emitida con desacierto, sin fondo y significado.

Sébastien y yo nos platicamos nuestras aventuras planetarias con relativo lujo de detalle. Sin embargo, Agnieszka, que se incorporó horas después, prácticamente nos exigió repetirlas y entonces agregó las propias.

Éramos una interesante amalgama, aunque la geografía y la historia tomadas de la mano tendieron vínculos más cercanos entre mis dos interlocutores. Él escuchó múltiples historias de su padre y abuelo sobre la invasión nazi a Francia, su llegada a París y el pisoteo del orgullo galo. Ella, también escuchó a las voces ancestrales platicarle con lágrimas en los ojos los terrores que vivieron durante la segunda guerra. En su mundo cracoviano las llagas dejadas por las vecinas Auschwitz y Birkenau aún se percibían en sus palabras del recuerdo. En aquella confrontación de almas, mi origen subdesarrollado y corrupto me dio lo suficiente para quedarme callado de vergüenza. Nos despedimos con la promesa de vernos la mañana siguiente para desayunar en un antiguo café que Agnieszka sugirió.

El citado café resultó ser un sitio atractivo y acogedor. Su terraza ofrecía una vista envidiable del Mar Jónico. Ahí, una moldava conocida de la polaca nos atendió con una amabilidad tan desconcertante como su figura.

Sébastien invitó esa mañana a una pareja de amigos a quienes conoció en París y habían viajado a la ciudad italiana con él. Ariana, profesora griega de historia del arte y un francés de nombre Pascal que tenía más de veinte años realizando investigaciones sobre la existencia de la Atlántida, mayormente en el Mediterráneo.

En algún momento de la charla y por cierta asociación de ideas, Sébastien quiso platicarnos un sueño que a pesar del paso de los años aún recordaba: viajaba en un tren a través de una zona montañosa que bordeaba la costa de “un país en vías de desarrollo”. Sin embargo, recordaba con asombrosa precisión que un joven viajante cuyo asiento estaba frente del suyo, le preguntaba a cuanta persona podía la ubicación de un sitio de nombre extraño, “no francés”. Entonces, afirmó en un tono sorpresivo:

– ¡Yo sabía dónde estaba y cómo llegar a ese lugar!, gritó de manera celebratoria. – Y antes de llegar a mi estación le expliqué que tenía que bajar del tren en cuanto viera un poste color violeta. ¡Jamás olvidaré esos detalles! Agregó entusiasmado.

Mientras el apasionado francés hablaba mi desconcierto y necesidad imperiosa de gritar que era yo aquel joven iban en aumento, las manos me temblaban, mi corazón latía apresuradamente. ¡Literalmente estaba sudando! Iba a levantarme de la silla para gritar lo que estaba sucediendo, cuando Agnieszka me pidió que esperara. Me desconcerté, pensé en aquel momento que mi excitación por intervenir en la charla era más que evidente. Miré a la polaca, entonces decidí calmarme y cortésmente atender su solicitud.

– Yo tengo un lindo sueño que contar. Es el más vivo de mis sueños, a ese sí que quisiera volver cada noche. Nos dijo con un semblante pleno de ternura y su bello acento.

Para ponernos en contexto nos contó que cuando estudiaba la licenciatura se enamoró profundamente de un compañero de la escuela, un aventurero y viajero empedernido. Este personaje era protagonista en su experiencia onírica:

– Recuerdo que juntos planeamos un viaje. Él tenía todo preparado, compramos mochilas, ropa apropiada, incluso los boletos de avión. Íbamos también a un país exótico, en Latinoamérica estoy segura.

Yo no podía creer lo que empezaba a escuchar y adivinar. Tuve que contenerme para no interrumpir la narración.

– Pero, como siempre sucedía con él, algo surgió y me pidió que me adelantara para sólo perder lo que se pagó por uno de los boletos. Compró un mapa del lugar que visitaríamos y escribió indicaciones en él. Cuando llegué a mi destino final, resultó que el mapa y las instrucciones estaban equivocados. Terminé en un poblado mágico alejado de todo, al que llegué fortuitamente a través de una vereda. Aquel lugar era como un paraíso donde vivían personas muy amables, niños, jóvenes y adultos. Recuerdo que me alojaron en un hostal en la que yo era la única huésped hasta que otro forastero ocupó la habitación contigua. Ahí, en ese pueblo ¡había una puerta a otra dimensión! Los 144 habitantes del lugar éramos los guardianes. Agregó emocionada con su cautivador acento.

Estaba por reiniciar su narración cuando la interrumpí para decirles que yo visité en un sueño aquel mismo poblado, incluso les dije el nombre: La Sonaja. Sébastien se puso de pie de un salto y me dijo alterado – ¡Ese es el nombre, ese es el nombre, exactamente, ese es! La Sonaja, repitió con un marcado acento francés. Volteó a mirar a Ariana y Pascal como para confirmarles algo platicado previamente. La pareja sonrío complaciente mientras afirmaban con la cabeza.

Nos miramos como si hubiésemos resuelto un antiguo enigma. – ¡Sí, La Sonaja! Afirmó Agnieszka emocionada. – ¡La Sonaja!

– Por eso estamos aquí, supongo. Dijo Ariana.

Pascal asintió con la cabeza.

Yo estaba aún más desconcertado. Miré a mis compañeros de mesa y pregunté qué estaba sucediendo.

Algunos años antes, Sébastien, Ariana y Pascal coincidieron en un congreso de arte en Múnich. Ahí, un excéntrico ponente ruso expuso una teoría fantástica para explicar la afirmación de Dalí cuando explicó que sus pinturas eran fotografías de sueños hechas a mano.

Al parecer, después de aquella exposición y con un par de cervezas alemanas impregnando su cerebro, Sébastien decidió compartir, como parece ser costumbre en él, su sueño más significativo. Baste decir que La Sonaja, o cualquiera que hubiese sido el nombre que le dieron en aquella velada; apareció como un encantamiento en los recuerdos de Ariana y Pascal. Desde aquella ocasión, los tres intercambiaron información, correos electrónicos y visitas a sus respectivos lugares de residencia en Francia. Unos meses después Ariana y Pascal decidieron vivir juntos en París.

El brillo del Mar Jónico honraba al astro sol devolviéndole como homenaje un mágico e intenso brillo. Yo, personalmente, sólo alcanzaba a ver la caprichosa manifestación de un espejismo del desierto. Noté que el francés, la polaca y la pareja también miraban hacia el mar. Después de la algarabía el silencio reinó, aunque estoy seguro que mis compañeros de sueño sentían la misma profunda emoción que yo.

– Así que 144. Dijo Sébastien después de unos minutos.

Agnieszka nos miró como si esperara que alguno de nosotros respondiera.

– 144, sí. Respondí por cumplir con la atención de dar una respuesta. – Creí que lo sabías. Agregué.

Todos sonrieron. El francés acarició su barba. Pasó su mirada un instante por cada uno de nosotros y se puso de pie.

– Ya vuelvo. Dijo. Se levantó y salió del café.

Después de unos minutos, volvió con una mochila de piel, sacó un cuaderno de espiral viejo y desgastado que colocó sobre la mesa. Le pidió a la moldava que se llevara los platos vacíos y con mano temblorosa abrió el vetusto cuaderno.

– Este es uno de mis viejos cuadernos de notas. Aquí tengo anotadas las fechas de mis sueños más significativos con algunos detalles relevantes.

Pasó las hojas humedeciendo su dedo índice cada vez. A medio cuaderno hizo una pausa y señaló titubeante la fecha 23 de mayo de 2012. Enseguida se leía: “Tren, viajero, poste violeta.” Me pareció inverosímil, mi estado mental se había modificado y me asaltó una profunda decepción.

Agnieszka y la pareja, por su parte, lucían entusiasmados. La polaca tomó el cuaderno y acarició la fecha. Acto seguido levantó su teléfono móvil y tecleó algo de una manera que siempre le he envidiado a la gente joven.

– ¡El 23 de mayo fue el día 144 de ese año! Exclamó.

– No es posible. Dije, al tiempo que prácticamente le arrebataba el móvil a Agnieszka.

– Es cierto, es cierto. Confirmó Sébastien resignado como si siempre lo hubiese sabido.

– En esa fecha todos tuvimos un sueño similar, nos trasladamos a aquel poblado exótico. Afirmó Ariana mientras tomaba la mano de Pascal. Éste sólo asintió con la cabeza.

Mi decepción siguió en aumento: miré a Sébastien y descubrí que era él en aquel espejo, su color de piel y la forma de su rostro me engañaron en aquella visión onírica. El acento de Agnieszka era, efectivamente, el que me acarició el oído en cada ocasión en las que Vera me dijo algo. Su rostro lucía diverso, en La Sonaja era una mujer de edad similar a la mía, más alta y menos rubia. Por su parte, Ariana y Pascal no eran otros que Cascada y Jaime con edades y fenotipos ligeramente diferentes. Ahí, en la tierra que vio florecer y decaer la escuela fundada por el iniciado de Samos, nos habíamos reunido los cinco no originales de La Sonaja, y el mensajero gracias al cual me sumé a esa cifra.

Atardeció y anocheció. Nuestra charla continuó por horas. Pasaron por la mesa Pitágoras, nuestro anfitrión fuera de tiempo, Blavatsky, Schuré, Castaneda y otros amantes de lo esotérico quienes, quizás disminuidos por nuestras propias limitaciones, opinaron a medias pero iluminaron de algún modo aquella mesa de los sueños. También vinieron a la cita los canales vivos que hablan a nombre de quienes llegaron de galaxias lejanas y hoy atestiguan desde las entrañas del planeta las caídas y levantes de este género humano de la prueba y el error, y del retorno inconsolable.

Nadie volvió a mencionar el sueño, como si con lo dicho hubiésemos cumplido una responsabilidad previamente acordada. Mientras todo esto sucedió, la moldava se entretuvo trayendo y retirando tazas, copas y platos, y limpiando nuestros descuidos. Llegué a pensar que, silenciosa, ella era la pequeña niña explicadora del mural.

Aquella noche los cinco nos despedimos para siempre en tierra extraña y con lenguaje extranjero. Gran diferencia a nuestro encuentro en la antesala de la multicitada puerta dimensional que por años me pregunté si realmente existirá y si alguna parte de mí se quedó en su umbral.

¿Qué será de Mori, de la pequeña niña, de la señora amorosa que cuidaba el huerto, de todos y cada uno de los demás habitantes de La Sonaja y, por supuesto, de La Sonaja y Leucos?

Aún no tengo respuestas para ello, sin embargo, durante años cada noche antes de dormir evoqué en silencio aquel sueño, reviví a La Sonaja y a Leucos en mi pensamiento, no logré volver.

Hoy, a más de veinte años de distancia, ya no evoco, sólo recuerdo y siento en el plexo una sensación de melancolía, lejanía y, paradójicamente, pertenencia: ¡al fin tengo la certeza de que Leucos se encuentra allí!



JMRS