Vuelta al Mundo

La madurez de China

2018-03-13

La conclusión general del XIX Congreso, celebrado entre el 18 y el 24 de octubre de 2017,...

MARIOLA MONCADA DURRUTI | POlítica Exterior

El ‘neoautoritarismo’ adoptado por Xi Jinping responde al inmenso reto planteado: hacer de China un país próspero y moderno y devolverle su centralidad como potencia. La demografía será uno de los mayores obstáculos para lograrlo.

EL XIX Congreso del Partido Comunista Chino (PCCh), como todos los congresos nacionales, viene a solucionar el asunto más delicado y difícil de la política china: la sucesión en el poder. La composición de los siete miembros que integran el comité permanente del politburó es la decisión de más trascendencia política tomada en un quinquenio. De esta lista de nombres se colige el posterior reparto del poder atendiendo a los grupos, sensibilidades y áreas geográficas que engloba la organización política más numerosa del mundo: el PCCh. Una entidad a la que cada vez resulta más difícil categorizar como partido y aún más como comunista, a pesar de que conserva este apellido con el que honra a sus ancestros revolucionarios.

La conclusión general del XIX Congreso, celebrado entre el 18 y el 24 de octubre de 2017, fue que la sucesión se ha llevado a cabo con éxito y, sobre todo, con una desconcertante –por no esperada– normalidad. Aquellos miembros del politburó que por edad debían retirarse lo han hecho cediendo el paso a otros nuevos. No ha habido sorpresas, ni imprevistos, ni vaivenes políticos. No se han cumplido los augurios más tremendistas que preconizaban alteraciones en la dinámica política de los congresos. Wang Qishan, el jefe de la lucha anticorrupción, de quien muchos decían que no dejaría el puesto aun habiendo cumplido la edad de retiro, ha dejado paso a su sucesor. No ha habido escándalos políticos equiparables al prendimiento de Bo Xilai, ni los escándalos financieros de familiares de miembros del antiguo politburó, que hicieran tambalear un ápice la celebración del congreso de 2012.

El éxito de la celebración del XIX Congreso supone un paso más hacia la normalidad e institucionalización de la política china, una senda marcada por Deng Xiaoping para la era posrevolucionaria del partido. La normalización de la política china y su mecanismo de sucesión arrancan en el XII Congreso (1982), una vez que Deng hubo conseguido reconstruir el maltrecho PCCh que languidecía tras el caos político y desgobierno de la Revolución Cultural. Lo que se inició en 1982 fue un proceso de enorme trascendencia política, y continúa hoy en su esencia. Deng, consciente de que solo un sólido comité permanente del politburó podía garantizar la estabilidad en el partido, facilitó el mecanismo que articularía a lo largo de las tres décadas posteriores una suerte de turnismo en las más altas esferas de la organización.

Deng supo ver que la alternancia en el poder entre las élites del PCCh era la mejor forma de dotarlo de estabilidad. En la década de los ochenta dominó la política el tándem Hu Yaobang-Zhao Ziyang, abanderados de la reforma que Deng vio necesaria para levantar el país. En los años noventa, la política china estuvo sin embargo dominada por la facción contraria, aupada tras el desgarro en el seno del partido que produjo Tiananmen en 1989. Tiananmen fue un momento difícil para el PCCh, y acarreó una importantísima fractura interna.

No obstante, y a pesar de ello, el mecanismo instaurado por Deng para legitimar la sucesión continuó. Los congresos nacionales se sucedieron cada cinco años a lo largo de tres décadas. De esta manera se fue afianzando la alternancia cada dos mandatos de los herederos de los dos grandes linajes políticos que han existido históricamente y de los que descienden los actuales clanes: Mao y Deng, la utopía y la práctica, lo grandilocuente y lo eficiente, las dos pulsiones que subyacen y alimentan el liderazgo chino desde 1949, quizá dos fases distintas de un mismo movimiento pendular. Todos ellos son hijos de una misma cepa y con la misma consciencia de ser herederos del gobierno del imperio.

Bien es sabido que la política es prominente en China. Antes incluso que la economía. Una eventual implosión de la élite política supondría una paralización del país y eso sería el caos, una palabra que en China y en política tiene una alta carga peyorativa y que es preciso evitar. A diferencia de Occidente, donde la cultura política ha engendrado un armazón institucional fuerte, más o menos independiente de los vaivenes de los personajes políticos, en China todas las decisiones emanan de arriba abajo. Es una cuestión que se deriva no solo de su sistema político, sino más bien y sobre todo de su raigambre cultural. Si falla la cúspide, inevitablemente el país entra en desequilibrio y eventualmente en caos.
El primer mandato de un nuevo secretario general es siempre de consolidación del poder. Es en el segundo mandato en el que se dispone de la capacidad política suficiente para poner en marcha su estrategia de país. Y así, una vez solucionada la sucesión y afianzado su poder, Xi Jinping se puede centrar en seguir avanzando en su hoja de ruta…



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