Deportes

Una noche de copas en el VAR 

2018-06-15

Pero si el hombre siempre se equivoca, el árbitro se equivoca mucho más....

Martín Caparrós, The New Yprk Times

BARCELONA — España jugaba contra Portugal: muchos anunciaban un empate y, oh sorpresa, sucedió. Nada de lo que sucede en España en estos días era lo anunciado: cayó un gobierno, el nuevo tiene dos tercios de mujeres y acoge refugiados, el presidente echa en doce horas a un ministro por un fraude fiscal, el seleccionador huye al Real Madrid. Todo en España es muy distinto de lo que iba a ser, salvo esto: su equipo empató con Portugal.

Aunque, para lograrlo, jugó un partido caprichoso. Es cierto que hizo todo lo posible por perderlo, pero al fin no lo consiguió. Cometió errores, se confió, se relajó y armó un relato extraño: el juego iba por un lado, los goles por otro. El juego era claro: España dominaba sin amenaza, Portugal amenazaba sin dominio; la pelota era española, las corridas portuguesas; la parsimonia hispana contra la urgencia lusa. Pero los goles llegaron por errores.

Fue la noche del VAR, ese aparato que ya despierta tantas pesadillas. Significa Video Assistant Referee y permite confirmar con videos lo que el árbitro cree ver en la cancha. Este partido, en esa cancha rusa, fue una noche de copas en el VAR.

Porque en el primer gol de Portugal —minuto 3, Cristiano Ronaldo— el árbitro y el VAR cobraron un penal a Cristiano que no fue y en el primero de España —minuto 20, Diego Costa— el árbitro y el VAR no cobraron una falta de Costa que sí fue. La fe contemporánea en el progreso técnico olvida que, a menudo, las máquinas solo sirven para que un hombre decida con un poco más de datos. Y los hombres no decepcionan la fe que les tenemos: se equivocan siempre que los dejan.

Pero si el hombre siempre se equivoca, el árbitro se equivoca mucho más. Quizás el fútbol se inventó para mostrarnos lo falibles que somos, nuestra incapacidad para juzgar y gobernar. Si así fue, es un éxito.

Entre errores, el partido languidecía; España dominaba sin peligro: la toqueteaba, se floreaba. Ya terminaba el primer tiempo cuando llegó el segundo de Ronaldo. Fue otro error: esta vez, de De Gea. El uno de España quiso seguir la moda de los arqueros alemanes, que cuando ven a Cristiano se declaran mancos. De Gea hizo, así, la Gran Torwart y puso el 2 a 1.

Rápido en el segundo tiempo, España —Diego Costa— empató con una jugada de pelota parada, muy coqueta, y pronto, en el mejor pelotazo del partido, Nacho hizo el tercero. España controlaba. Alguna vez habrá que terminar de entender cómo fue que un país cuyo juego se definía con la palabra furia pasó a ser la escuela del toque y la elegancia. En el fútbol, es obvio, todo depende del resultado: el juego de control español, que era irritante e inocuo cuando estaba perdiendo, pasó a ser brillante y eficiente cuando empezaron a ganar.

España estaba cómoda, tanto que se dejó estar, se regodeó en sus toqueteos y terminó pagándolo. En una jugada sin ningún peligro, el charlatán Piqué le pegó al gesticulador Cristiano y el portugués, espléndido, metió un tiro libre como nunca le salen: 3 a 3, tres goles del Segundo Mejor. Y el juego de control hispano se volvió otra vez un despilfarro: “Si en lugar de tocar tanto hubieran ido a buscar el resultado, podrían haber ganado fácil”, diría la tribuna.

El que ganó sin dudas fue Cristiano. Participó muy poco, mucho menos que en el Real Madrid, pero le alcanzó para hacer tres goles y para dar, incluso, tres o cuatro pases. Se ve que sufre el Efecto Patria y hace con su país lo que no hace nunca con su equipo: colabora con sus compañeros. Aunque era un día difícil: esta mañana había ofrecido a las autoridades españolas aceptar dos años de cárcel —que no tendrá que cumplir— y pagar unos 21,8 millones de dólares para compensar sus fraudes fiscales. No está claro que estos tres goles, que ahora lo ponen como figura de un campeonato que acaba de empezar, sean su venganza contra ese Estado que insiste en que le pague impuestos.

Así España y Portugal empataron, España se apenó, Portugal festejaba. Mientras, en la concentración del Número Uno, los argentinos se preparaban para enfrentar a su enemigo más temible: ellos mismos. Porque no hay ninguna posibilidad de que Islandia, sin su ayuda, sea un rival —y, sin embargo, tantos temen—. La Argentina, una de las potencias futbolísticas del mundo, la cuna de tres de los cinco jugadores más ensalzados de la historia, uno de los cinco países que ha ganado más de un Mundial, juega mañana contra un equipo que nunca estuvo en uno, y tiene miedo.

Yo creo que nos gusta. A los argentinos, ahora, nos gusta creernos que vivimos todo el tiempo al borde del abismo. Por varias razones: una de ellas es que vivimos todo el tiempo al borde del abismo. Pero es, sobre todo, porque nos atrae cada vez más esa sensación de que somos el mejor desastre, el fracaso más bruto, y sin embargo nos vamos a salvar porque tenemos “aguante” o, si acaso, “un dios aparte”. Y que hacemos todo tipo de tonterías pero al fin zafamos, y que nos merecemos casi todo, pero somos incapaces de conseguirlo y que no hay enemigo pequeño cuando está dentro de nosotros. O algo así, vaya uno a saber, tan distinto y distante de la zurda de Messi, que es todo lo que importa.



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