Del Dicho al Hecho

¿Gestionar o bloquear los flujos migratorios?

2018-07-06

En cuanto a las razones de esta estrategia, hay pocas dudas de que Roma decidió actuar...

STEFANO M. TORELLI | Política Exterior 

Si Italia y la UE quieren presentarse como actores creíbles, deberían poner en marcha nuevas políticas migratorias, más allá de la seguridad.

En los últimos años, la cuestión de la inmigración ha ido adquiriendo cada vez más importancia en el debate político europeo. Solo en los tres últimos años, más de 1,5 millones personas de África subsahariana, Oriente Medio y Norte de África han cruzado el Mediterráneo para llegar a Europa. Este hecho ha contribuido a generar la impresión de estar viviendo una invasión sin precedentes. Por un lado, los partidos euroescépticos y populistas han manipulado esta sensación; por otro, ha aumentado la sensibilidad de la ciudadanía con respecto al problema. Presionados por la opinión pública y queriendo conservar el consenso político, los gobiernos europeos han adoptado distintas medidas para hacer frente al aumento de flujos migratorios. Según el Reglamento de Dublín, el país al que pertenece el primer puerto debe llevar a cabo y gestionar los procedimientos de solicitud de asilo. Por esta razón –además de por su cercanía geográfica a las costas norteafricanas– Italia se ha convertido en uno de los países más afectados por la cuestión migratoria. En verano de 2017, ante la llegada continua de personas procedentes del litoral libio, el gobierno italiano diseñó una estrategia destinada a ralentizar los flujos entrantes. El denominado “pacto Minniti” (por el nombre del ministro de Interior, Marco Minniti, promotor de la iniciativa) prevé la implicación directa de las autoridades del Gobierno de Acuerdo Nacional de Libia (GNA), así como de varios actores no estatales libios, con el propósito de resolver el problema migratorio directamente en el continente vecino. Por medio de acuerdos con representantes de autoridades locales y tribales de la frontera entre Libia y Níger, así como con la guardia costera libia, Italia ha influido en la tendencia de los flujos migratorios, hasta el punto de lograr un marcado descenso en el número de llegadas.

Este nuevo planteamiento no considera los efectos que esas políticas han tenido y pueden seguir teniendo en los países de origen y tránsito de la inmigración, ni tampoco las razones que están tras la estrategia italiana y europea. Varias fuentes fiables, tanto independientes como de las Naciones Unidas, han documentado el grado notable en que las medidas de contención de los flujos y la externalización de los controles fronterizos han deteriorado las condiciones de los migrantes en Libia. Con las salidas bloqueadas, se ven forzados a permanecer en centros de detención, donde viven como prisioneros o rehenes y sufren toda clase de violencia física y psicológica, que incluye nuevas formas de esclavitud. Durante un tiempo, el negocio generado por la organización de expediciones a la costa italiana fue reemplazado por el que producían los centros de detención. En el fondo de este cortocircuito subyace una realidad extremadamente confusa y fragmentada en Libia. De hecho, los agentes responsables del tráfico ilícito de migrantes son los mismos a quienes Italia y Europa han pedido que detengan ese tráfico. En muchos casos, hay interconexiones y connivencias directas entre organismos gubernamentales nacionales, poderes locales, la guardia costera y los traficantes. Dada la situación en el terreno, las docenas de milicias armadas protectoras de los intereses de las distintas partes son una de las entidades más influyentes en el país, y también controlan parcialmente el tráfico ilícito de migrantes. La participación de estos actores ha sido necesaria para interrumpir los flujos directamente en Libia. A corto plazo, esta situación desembocó en una verdadera rivalidad interna entre facciones libias por el acceso a acuerdos con Italia; a medio-largo plazo, añadió aún más inestabilidad a la situación, debido al peso político que las milicias han ido adquiriendo gradualmente.

Minniti y los cálculos electorales, razones de las actuales políticas migratorias

En cuanto a las razones de esta estrategia, hay pocas dudas de que Roma decidió actuar directamente en Libia por la proximidad de las elecciones. Con una ciudadanía cada vez más preocupada por la inmigración y los partidos populistas subiendo en las encuestas de opinión, el gobierno de centroizquierda quiso adaptar sus políticas a la nueva coyuntura. Los comicios de marzo de 2018 demostraron que la inmigración, uno de los protagonistas de la campaña electoral, era un tema decisivo, que contribuyó a los buenos resultados de las dos formaciones populistas, Movimiento 5 Estrellas y la Liga.

La actitud personal del ministro Minniti es otro factor a tener en cuenta. Hijo de un general retirado de las fuerzas aéreas italianas, Minniti es parte de la “vieja guardia” formada por quienes fueran los cuadros del Partido Comunista en los años setenta y ochenta. Fue responsable de los servicios de Seguridad e Inteligencia durante los gobiernos de Enrico Letta y Matteo Renzi. Cuando este último dimitió, tras su derrota en el referéndum popular sobre las reformas constitucionales, el gobierno de Gentiloni que lo sustituyó era casi una copia exacta del de Renzi, salvo por el cambio en el Ministerio del Interior, que fue a parar a Minniti. Se le podría describir como un “hombre de orden”, papel en virtud del cual tomó la iniciativa en el apartado migratorio. El único límite es que, como hombre de orden, su enfoque de la migración se rige por una máxima: la seguridad.

Para “gestionar” (así reza el discurso oficial, cuando en realidad debería decir “bloquear”) los flujos, Roma orientó su acción cada vez más al Sur, no solo en las costas libias. Conversó con actores estatales y no estatales de la frontera entre Níger y Libia, y pactó con ellos el bloqueo de la ruta subsahariana antes incluso de entrar en Libia. Paralelamente, los acuerdos con las milicias para detener las salidas (a los que probablemente se llegó indirectamente, por medio de las autoridades libias, que son quienes pagan a las milicias) y el apoyo italiano a la guardia costera libia mediante barcos y sistemas de radar muestran el compromiso italiano con las costas del país africano. El punto débil de la estrategia es que aquellos que Roma ha identificado como solución, a menudo son parte del problema. Las estrechas relaciones entre organismos gubernamentales, traficantes y milicias llevaron a Roma a cerrar acuerdos con los propios gestores del tráfico. Nunca se demostrará si de verdad existió la tristemente célebre maleta con cinco millones de euros, pero este acuerdo no escrito pretende garantizar a los señores de la guerra libios no solo dinero, sino sobre todo absoluta impunidad por sus actividades delictivas “colaterales”, como el tráfico de petróleo y el blanqueo de dinero. En agosto de 2017, la compensación para Italia quedó clara: un 85% menos de llegadas que dos meses antes (junio de 2017) y un 82% menos que en agosto de 2016.

Por su parte, el gobierno italiano defendió las políticas aplicadas en Libia aduciendo que habían contribuido a apaciguar una situación interna ya insostenible desde el punto de vista de la gestión de la emergencia y del orden social, y que, en este sentido, se había asestado un golpe a los traficantes. Como ya hemos dicho, las organizaciones que llevan el monopolio del contrabando de migrantes son las mismas que trabajan en el negocio de los centros de detención; por su parte, la guardia costera, que ha recibido ayuda logística y formativa de Italia, a menudo se ve involucrada en episodios de violencia contra las embarcaciones. Por consiguiente, no se puede decir que las políticas de control migratorio italianas en Libia vyan en contra de los traficantes. Su principal propósito es evitar que lleguen más personas al país. A partir de ahí, la estabilidad y los intereses de la propia Libia, la seguridad de los migrantes y la lucha contra las milicias armadas van por detrás del objetivo primordial. Hemos comentado que este objetivo se ha logrado en parte, así que las políticas italianas de control de la inmigración en terceros países han demostrado su eficacia. No obstante, el precio de dichas políticas es una Libia aún más inestable y miles de migrantes atrapados en centros de detención.

Este tipo de intervención también ha afectado directamente a las distintas ONG que llevan más de dos años trabajando con sus barcos en el Mediterráneo, en operaciones de búsqueda y rescate (SAR, por sus siglas en inglés) con el propósito de rescatar a los migrantes a merced del mar. Más de un actor político contrario a la inmigración ha acusado a menudo a las ONG de ser una de las causas del problema. Esgrimen la tesis básica de que los rescates, cada vez más cerca de las costas libias, fomentan la inmigración. A partir de ese punto de vista, el ministro Minniti promulgó el denominado código de conducta, que todos los barcos debían respetar para seguir operando en el Mediterráneo. La maniobra de desacreditación de las ONG estuvo acompañada de un traslado de la responsabilidad a la guardia costera libia, incluso más allá de sus aguas territoriales, en una zona que el gobierno de Trípoli declaró unilateralmente parte de las SAR libias. Como resultado, las condiciones en que operan las ONG son ahora más inseguras. En muchas ocasiones, amenazadas por las armas de las lanchas patrulleras libias, han tenido que entregar los barcos cargados de migrantes a la guardia costera libia y, por ende, a los centros de detención.

La opinión pública

La opinión pública, cada vez más preocupada por la inmigración, apoyó la medida. Los vencedores de las elecciones de 2018 han sido los partidos populistas, en la estela de esa impresión de estar siendo invadidos. Ahora bien, ¿qué está pasando en Italia? ¿Avalan los datos esta percepción? En los últimos tres años, el país ha recibido una media anual de 170,000 personas que han cruzado el Mediterráneo en busca de asilo. Es decir, aproximadamente un solicitante de asilo por cada 353 ciudadanos italianos. Por otro lado, las críticas por el dinero que el gobierno destina al mantenimiento del sistema de asilo actual son engañosas. Los partidos antiinmigración insisten en la cifra de 35-40 euros, insinuando que todo ese dinero va a parar directamente al bolsillo de los inmigrantes, tras sisarlo del de los italianos. Sin embargo, ese dinero es necesario para cubrir el coste global de las políticas de acogida, incluyendo los salarios de los empleados del sector, la alimentación, la atención sanitaria y la educación. Según los datos oficiales aportados por el documento económico y financiero italiano (DEF), el gasto total del sistema de acogida podría ascender en 2017 a 4,600 millones de euros, lo que equivale aproximadamente al 0,27% del PIB. Esta cifra correspondería a unos 70 euros por persona: más de 20 veces lo que los italianos destinan al juego, por mencionar una necesidad no exactamente básica. En cuanto a la correlación entre inmigración y terrorismo, no hay pruebas que permitan asociar ambos fenómenos. Del cerca de millón y medio de inmigrantes que han llegado a Europa en los últimos tres años, solo ocho han estado relacionados con ataques terroristas, un 0,0005% del total. Por último, a pesar de la impresión generalizada de estar siendo invadidos, Italia tiene el menor porcentaje de ciudadanos nacidos en otro país (el 9,7% de la población total), en comparación con los países europeos más importantes, como Alemania y Gran Bretaña (13,3%), Francia (11,8%) y España (12,7%), por no hablar de Bélgica (16,3%) y Suecia (17%).

Vías alternativas

Frente a estas pruebas objetivas, el gobierno italiano podría haber decidido acabar con la propaganda populista, mediante la elaboración de un contradiscurso y la búsqueda de una solución duradera a la “emergencia”. Podría haber tratado de transformar la inmigración en un factor de riqueza: proporcionar a los migrantes rutas más seguras y ayudar al crecimiento y el desarrollo de los países de origen y tránsito, para que en los países de nacimiento hubiera nuevas perspectivas. En este contexto, los gobiernos locales podrían haber desempeñado un papel importante, no en vano son la verdadera piedra angular en torno a la cual se diseñaron los actuales programas de asilo. Es más, debería ser responsabilidad de los municipios garantizar la existencia de espacios para la recuperación de los refugiados y de quienes han recibido el estatus de protección humanitaria, pero es algo que deben hacer de forma voluntaria. Hasta la fecha, de 8,000 ayuntamientos italianos, solo 2.880 han proporcionado alojamiento seguro a los refugiados. El resultado es que únicamente el 17% de los 175,000 refugiados y demandantes de asilo bajo protección de Italia entra en el sistema regular de Protección de Demandantes de Asilo y Refugiados (el llamado SPRAR, Sistema di Protezione per Richiedenti Asilo e Rifugiati). La gran mayoría (unas 135,000 personas) se agrupa en el sistema extraordinario, el CAS (Centri di Accoglienza Straordinari, Centros de Acogida Extraordinaria). Estos últimos parecen más centros de detención que de acogida, y su identificación y gestión está a cargo de las oficinas locales del Ministerio del Interior.

Italia consiguió “resolver” la cuestión migratoria ignorando los auténticos problemas (las razones de la inmigración procedente de África y la necesidad de integrar a los recién llegados en el contexto social y en el mercado laboral) y pactando con las “autoridades” libias. El resultado es que las fronteras italiana y europea casi se han trasladado físicamente a África, incluso más allá del Magreb. Se podría decir que se repite la actuación de la UE cuando alcanzó un acuerdo con Ankara para detener los flujos por el Mediterráneo oriental en marzo de 2016: delegar la solución en los vecinos (los países de origen y tránsito). El gran problema con Libia es que, a diferencia de Turquía, no cuenta con un Estado funcional, fuerte y centralizado, así que no se sabe dónde acabarán los fondos. Además, el único aspecto innovador del aún controvertido acuerdo entre la UE y Turquía era la previsión de un mecanismo de reasentamiento para “legalizar” a migrantes que, de lo contrario, podrían haber recibido el tratamiento de ilegales. No hay rastro de ningún mecanismo similar en el acuerdo que Italia firmó con los interlocutores libios.

Y esto nos lleva a la última pregunta: ¿qué otras medidas podría adoptar Roma para gestionar de verdad la inmigración? Una primera respuesta apela al enfoque mental del tema: mientras los flujos migratorios sigan viéndose como un mero asunto de seguridad, no habrá sitio para vías alternativas. Lo primero que habría que hacer es cambiar la ley actual de inmigración (conocida como “Bossi-Fini”), que permite entrar en el país por motivos de trabajo solo a quienes hayan obtenido previamente un contrato laboral. A raíz de las dificultades objetivas para cumplir este requisito, derivadas de la tasa elevada de desempleo en Italia (más del 11%, la mayor de la UE después de Grecia y España) y la desconfianza hacia los inmigrantes, la consecuencia ha sido la llegada de cientos de “ilegales” sin un contrato. Hoy es necesario instaurar un nuevo sistema que brinde cuotas legales y canales seguros para entrar en Italia, así como dejar de distinguir entre refugiados e “inmigrantes económicos”, puesto que estos últimos son quienes pueden generar riqueza a largo plazo. No solo está en juego la credibilidad de Italia y de la propia UE, sino también la protección de los mismos derechos que Italia y la UE defienden al hablar en público. Son muchas las fuentes que hablan de las condiciones inhumanas en que se ven obligadas a vivir las personas interceptadas directamente por la guardia costera libia. Las autoridades italianas y europeas tienen ante sí la oportunidad de mostrarse como unos actores creíbles, si son capaces de poner freno a esta crisis mediante la adopción de nuevas políticas. Desde El Cairo a Trípoli (pasando por Bengasi), se considera que Roma ha sido excesivamente pragmática y descuidada en cuanto a valores y derechos humanos. De todos modos, es muy dudoso que esos acuerdos perduren a la larga.



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