Nacional - Seguridad y Justicia

Las 43 sillas vacías de la graduación de Ayotzinapa 

2018-07-13

Un crespón blanco cubría el viernes la ya icónica composición de...

D. M. Pérez, El País

Antes de entrar a la iglesia, pasaron lista en el patio. Uno a uno, los nombres de los 43 estudiantes desaparecidos volvieron a sonar por los megáfonos de la escuela normal rural de Ayotzinapa. Este viernes, familiares, amigos, profesores y el resto de alumnos de su promoción homenajearon a unos muchachos encarnados ya en símbolo de los peores fantasmas de México durante la graduación que debería haberles convertido en profesores en Guerrero, una de las zonas más pobres, olvidadas y violentas del país.

Hace casi cuatro años, la noche del 26 septiembre de 2014, recién ingresados en esta humilde escuela heredera de la misión pedagógica de la Revolución de extender la educación y la dignidad por los esquinas más atrasadas del país, un grupo de jóvenes –veinteañeros, hijos de familias campesinas del estado sureño– fue atacada a balazos y secuestrados en Iguala, a pocos kilómetros del colegio, por policías locales aliados con un grupo de narcos, quienes según la versión oficial los asesinaron y quemaron los cuerpos en un basurero cercano al confundirles con una banda rival.

El caso, plagado de puntos ciegos, dobleces e incertidumbres, creció como una bola de fuego convulsionando política y socialmente a México hasta convertirse en el hito más oscuro de la legislatura de Enrique Peña Nieto. Expertos internacionales han impugnado la versión oficial, criticada también por Naciones Unidas. Las familias siguen clamando justicia y en los tribunales el caso sigue dando coletazos en las cuatro causas que aún siguen abiertas.

Un crespón blanco cubría el viernes la ya icónica composición de retratos de los 43 muchachos colocada en el arco de entrada a la escuela. Por debajo pasaron vestidos de pantalón, saco, chaleco y corbata azul los 74 compañeros supervivientes. Hace cuatro años, al comienzo de sus estudios, eran 140. Además los 43 desaparecidos, cuyas sillas marcadas con sus números de promoción permanecieron vacías durante la ceremonia, otros 23 estudiantes fueron abandonando por el camino. Un reciente informe de un grupo de psicólogos que trabajaron sobre el terreno constata las secuelas del trauma. Las familias, volcadas en una incansable búsqueda infructuosa, son ahora más pobres, están más enfermas y más solas.

Tras centenares de detenciones, resoluciones judiciales, declaraciones, actuaciones periciales y un expediente babilónico de casi un cuarto de millón de folios, las autoridades dieron carpetazo a la pieza central del caso. Las inculpaciones de los detenidos y restos óseos encontrados en un río, impugnados por expertos internacionales, fueron los mimbres que sostenían la ya famosa “verdad histórica”. La gestión del suceso erosionó gravemente las instituciones mexicanas, dejando un reguero de renuncias de los máximos mandatarios de seguridad. En menos de cuatro años van tres fiscales generales –procuradores general de Justicia–, un cargo hoy desierto y en disputa pendiente de la formación del nuevo Gobierno de López Obrador.

El caso sigue dando requiebros. Uno de los tribunales donde sigue abierta una de las cuatro causas, desestimó el mes pasado los cargos contra dos detenidos, que habrían tenido un papel importante en los hechos, concretamente, en la persecución y desaparición de los muchachos, de acuerdo a la investigación oficial. La Oficina del Alto Comisionado de la ONU publicó en marzo un demoledor informe constatando las sistemáticas violaciones a derechos humanos cometidas durante las pesquisas del caso: hasta 34 casos de tortura. En junio, otro tribunal mexicano ordenó la creación de una Comisión para la Verdad y la Justicia al concluir que la investigación de la fiscalía no fue suficiente para conocer lo que realmente pasó aquella noche de septiembre.



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