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Rusia después del Mundial: los espías y los estereotipos

2018-07-16

Rusia se abrazó al balón para que el mundo olvidara al menos por un mes guerras...

Ezequiel Fernández Moores

 

MOSCÚ — Desde la empleada del negocio que, a las pocas horas de haberme instalado en la capital rusa, corrió más de cien metros para disculparse y avisar que la tarjeta de crédito había sido pasada dos veces, hasta el cocinero tayiko de la calle Taganska que varias madrugadas nos sacaba de algún apuro con su shawarma. Desde las decenas que, al percibir que estábamos perdidos, se acercaron gentiles ofreciendo ayuda, hasta la niña que bailaba con el violinista que hacía sonar su Mullermanband furiosa en la estación de subte del viejo y hermoso barrio de Kitay-gorod. Sí, soy uno de los tantos periodistas que celebran felices su experiencia de Rusia 2018.

Con Argentina 78, el primero de mis ocho Mundiales, descubrí con menos de veinte años que el fútbol era más que once jugadores contra otros once corriendo detrás de un balón, como alguna vez ironizó Jorge Luis Borges y como conté al comenzar esta cobertura. También vi algo más que fútbol en todas mis otras Copas: España 1982, México 86, Italia 90, Francia 98, Sudáfrica 2010 y Brasil 2014. Hasta Alemania, ya bien poderosa, quería su Mundial de 2006 para ver también al pueblo en las calles orgulloso de su país sin que esto, por fin, fuera siquiera asociado al pasado nazi, como me respondió el entonces ministro de Interior, Wolfgang Schauble, en pleno debate días antes de que comenzara la Copa.

Rusia se abrazó al balón para que el mundo olvidara al menos por un mes guerras frías, espías, Hollywood o Netflix y, aun con el disfraz que impone siempre una Copa Mundial, el país fuera visto por primera vez con menos prejuicios y más vivencias personales. Con su grandiosidad y su encierro, sus virtudes y sus miserias. Como un país, no como un gulag. Habrá que ver ahora cuánto cambia y dura todo. Para Rusia también.

“Cuando escucho a periodistas que vinieron por primera vez y dicen asombrados que Rusia ‘es un país común’, con hermosos restaurantes y gente que no parece ‘alien’; cuando escucho amigos que ya estuvieron antes en lugares realmente peligrosos y estaban nerviosos de ir a Rusia, me pregunto si, como corresponsal extranjero, no debería haber hecho un trabajo mejor para explicar este país”. Jamás estuve antes en Rusia pero creo comprender qué quiere decir Shaun Walker en The Guardian. Me cansé de leer durante meses y meses informes sobre hooligans racistas y nacionalistas, sobre la pobre vida enjaulada de los rusos y que debíamos boicotear el Mundial porque Vladimir Putin lo usaría como Hitler con los Juegos Olímpicos de Berlín 36.

Inclusive, hasta minutos antes de que la selección rusa cayera eliminada en cuartos ante Croacia me llegaban informes que aseguraban que Putin le había “comprado” el Mundial a la FIFA. El presidente ruso, con todo lo bueno y lo malo que podamos saber de él, casi ni fue al estadio.

Es cierto, el país de los zares, las guerras y los sóviets tiene una democracia muy joven. Y el periodismo que hoy intenta contarnos Rusia acaso pueda estar viviendo el viejo problema de la Ilustración francesa que hace tres siglos pretendía enseñarle civilización a la Rusia “bárbara y salvaje”, como cuenta Imperiofobia, un libro de 2017. Su autora, María Elvira Roca Barea, sostiene que fue allí, y no en Gran Bretaña, donde nació la rusofobia. Stalin, la KGB, los gulags hicieron lo suyo, claro. La Rusia de hoy no los esconde. Mucho menos lo hace con sus cerca de 30 millones de muertos de la Segunda Guerra Mundial, cuando Winston Churchill se juntó con Stalin porque había que frenar a Hitler, como bien lo recuerda un holograma que los muestra “conversando” en el Museo de la Gran Guerra Patriótica, en el imponente Parque de la Victoria.

Allí estuvieron también turistas de Mundial con sus camisetas de Brasil, México, Perú o Argentina. Buscando cuánto de cierto tiene eso de que “Rusia —como dijo el propio Churchill— es una adivinanza envuelta en un misterio dentro de un enigma”.

En la Rusia de Putin los carnés del PC, las medallas al mérito y los libros de Solzhenytsin se venden como souvenirs en el Mercado de Izmailovo. En la Plaza Roja, Lenin embalsamado mira al GUM, el centro comercial acaso más caro del mundo. Son recuerdo, y poco agradable, algunos programas de televisión de los 90: veinticuatro horas de oligarcas contando cómo habían ganado su primer millón, ostentando mansiones en medio del hambre.

Aun cuando realicé interminables viajes durmiendo en literas de tren hasta Kazán o Nizhny Novgorod (además de la inolvidable San Petersburgo), me faltó tiempo para escuchar a los rusos que no la pasan bien. Pussy Riot, con su invasión de campo en la final, ante la mirada de Putin, se encargó de que todos se enteraran. Me faltó más Rusia profunda, salir más de la bella Moscú. Conocer mejor el “alma rusa” a la que se refiere Orlando Fitges cuando cita a Tolstoi en Guerra y Paz, el pasaje en el que la bella condesa Natacha Rostov sorprende a su tío, deja sus oropeles y danza al ritmo de la balalaica que llega del cuarto de los sirvientes.

También Rusia, con la alegría habitual del verano tras el invierno siempre helado y eterno, escuchó otras músicas estas cuatro últimas semanas. Inclusive la de ingleses, croatas y sudamericanos cantando juntos en el subte “¡Ros-si-ya!”. Ahora vuelve el tiempo de los espías. Sin el refugio de la pelota.



Jamileth
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