Tras Bambalinas

El futuro de Venezuela después de los drones

2018-08-16

El intento de asesinato del 4 de agosto hizo que Maduro se viera débil y vulnerable. El...

 

Fue una metáfora perfecta para describir al gobierno del presidente Nicolás Maduro. En un desfile militar diseñado para mostrarlo como un comandante jefe poderoso, una explosión interrumpió a Maduro a la mitad de su discurso. Venezolana de Televisión, la televisión nacional del Estado, hizo un corte para enfocar las formaciones ordenadas de la Guardia Nacional, que estaban frente al escenario. Pero, cuando detonó una segunda explosión, la Guardia Nacional se desperdigó y huyó para salir de peligro. La cobertura de la televisión estatal hizo otro corte y comenzó a transmitir la animación triunfante de un semental a galope.

La primera tarea de cualquier autócrata es parecer fuerte e invencible. Sin embargo, el intento de asesinato del 4 de agosto hizo que Maduro se viera débil y vulnerable. El hecho de que un ataque poco profesional con drones pudiera acercarse tanto al presidente muestra el deterioro en el que se encuentra el aparato estatal venezolano. El hecho de que los soldados rompieran filas y se dispersaran para salvarse a sí mismos revela el apoyo endeble que el presidente tiene a su alrededor.

¿Qué habría sucedido si el intento de asesinato hubiera tenido éxito? Sin una oposición unida, lo más probable es que los partidarios militares de Chávez se habrían empoderado para asumir el control y, con ello, Venezuela se habría convertido finalmente en una verdadera dictadura militar. O podría haber iniciado un conflicto armado entre las facciones rivales dentro del chavismo.

Nadie sabe si el régimen de Maduro durará décadas o días, pero el ataque con drones debería servir como advertencia para las partes interesadas a nivel internacional. Para resolver de manera ordenada, democrática y no violenta la crisis venezolana, la comunidad internacional no solo debe ejercer presión, sino que también debe acercarse de manera constructiva tanto al gobierno como a la oposición.

Podría parecer que Maduro está fuerte: tiene el control de su partido y su gobierno, y la oposición está desorganizada. Pero en realidad el presidente de Venezuela está en una posición endeble. La inflación podría llegar a un millón por ciento, hay un declive en la producción petrolera y el país presenta incumplimiento en el pago de préstamos que han conducido a una economía con una contracción de dos cifras por tercer año consecutivo. El gobierno de Maduro no es capaz de pagar lo que debe y tiene pocos amigos a quienes recurrir.

Aunque muchos funcionarios del gobierno y el Ejército están involucrados en actos de corrupción que les posibilita tener generosas recompensas, saben que Maduro está llevando al chavismo —el sistema político que creó el expresidente Hugo Chávez— al abismo. El momento en el que consideren que su sustento está en riesgo, no se darán la vuelta y correrán como la Guardia Nacional el sábado 4 de agosto. Avanzarán y obligarán a Maduro a bajar del escenario.

El régimen de Maduro está bajo una considerable presión internacional. Catorce países latinoamericanos, Estados Unidos, Canadá y toda la Unión Europea se han negado a reconocer la reelección de Maduro del 20 de mayo. Estados Unidos, Canadá, la Unión Europea, Suiza y Panamá han impuesto sanciones de algún tipo. Además, las iniciativas del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas y el examen preliminar de la Corte Penal Internacional sobre posibles violaciones a los derechos humanos y uso de fuerza excesiva estatal ejercen una presión extraordinaria sobre el gobierno de Maduro. Esas medidas son necesarias, pero es poco probable que generen un cambio positivo por sí solas.

Por eso, los países preocupados por Venezuela no solo deben ejercer presión, también tienen que involucrarse. Es importante que el Grupo de Lima, un órgano multilateral de catorce naciones de la región, haya surgido para presionar a Venezuela, pero, también debe haber un “grupo de amigos” que pueda dialogar directamente con el gobierno de Maduro y facilitar una transición. Este tipo de diplomacia no se debería considerar una alternativa a la presión, sino un complemento paralelo.

El Grupo Contadora, que surgió en la década de 1980 — formado por los cancilleres de Colombia, México, Panamá y Venezuela—, fue crucial para que al final surgiera un plan de paz que puso fin a las guerras en Centroamérica.

Los gobiernos de Uruguay, Ecuador, República Dominicana y el nuevo gobierno de México podrían tener ese papel, quizá con la ayuda de las Naciones Unidas o algún país europeo con experiencia en negociaciones de paz. Este tipo de participación debería incluir discusiones sobre los mecanismos de justicia de transición que podrían servir de garantía para que algunos funcionarios sientan que pueden cambiar de rumbo sin ser objeto de persecución.

La intervención de la comunidad internacional no tiene que venir desde lo más alto ni llevarse a cabo en público. Iniciativas como la del Grupo Boston, la comisión que facilita el contacto entre legisladores estadounidenses y funcionarios venezolanos, pueden involucrarse directamente sin reconocimiento público. De hecho, por medio de este mecanismo el senador estadounidense Bob Corker logró que un ciudadano de su país fuera liberado de una cárcel venezolana unos cuantos días después de la reelección de Maduro.

Estados Unidos y otros países también deben dejar de facilitar la divulgación de las voces extremistas de los políticos venezolanos en el exilio —quienes, después de todo, no sufren las consecuencias de sus planes poco realistas— y dar prioridad a la gran cantidad de políticos que están en Venezuela. El apoyo de los aliados internacionales tiene que estar supeditado a la unidad de los líderes opositores. Como se ha dicho, las diferencias entre figuras como María Corina Machado y el excandidato presidencial Henri Falcón no son insuperables.

La manipulación burda del gobierno y el fraude descarado en las elecciones en los últimos dos años han debilitado la posición de los opositores moderados y han fortalecido la postura de los radicales: “Dictador no sale con votos”. La persecución política que siguió al atentado ha agudizado esta situación. El arresto del diputado opositor Juan Requesens —que viola su inmunidad parlamentaria e ignora las normas más básicas del debido proceso, lo que incluye la filtración de un video humillante— es el espectáculo clásico de un dictador que trata de desmovilizar a la resistencia. Mientras tanto, entre los opositores más radicales, ya circula una actualización del eslogan: “Torturador no sale con votos.”

Esta idea, sin embargo, es históricamente errónea. La presión que conduce a un pacto, que a su vez genera una votación es el mecanismo clásico para derrotar a un régimen autoritario. En 1988, gracias a un plebiscito, la oposición chilena derrocó al dictador Augusto Pinochet. Un año después, el movimiento Solidaridad en Polonia presionó para que se convocara una votación, aunque limitada, que sorprendió al gobierno al arrasar en las elecciones y que provocó su disolución. También mediante negociaciones, y una votación, Sudáfrica venció el apartheid.

En ninguno de estos casos los dictadores simplemente se entregaron y se rindieron después de un fin de semana de diálogo. Tampoco jugaron limpio. En cada caso, los opositores democráticos tuvieron que resistir meses y años de política despiadada y arduas negociaciones para ganarles la partida a los gobiernos autoritarios.



Jamileth
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