Ciencia y Tecnología

Nosotros, los robots

2018-10-25

En cierta ocasión, viajando en barco por el mar del Norte, el filósofo se...

Por MONTERO GLEZ, El País

25 OCT 2018 - 04:34    CDT Cuentan que Descartes, tras la muerte de su hija de cinco años, se obsesionó tanto con su ausencia que creó una muñeca muy parecida a la difunta y a la que llamaba de igual modo: Francine. No es de extrañar algo así, pues, para Descartes, el cuerpo era una máquina y la naturaleza un mecanismo inerte creado por Dios, es decir, por una sustancia infinita, eterna, inmutable e independiente, así como omnisciente y omnipotente, a la que el filósofo se quiso igualar ingeniando una muñeca articulada que vino a cubrir la ausencia de su hija.

En cierta ocasión, viajando en barco por el mar del Norte, el filósofo se llevó a la muñeca guardada en un cofre. El capitán del barco, intrigado, forzaría el cofre hasta conseguir abrirlo. Cuando vio que aquella muñeca se movía igual que si fuera humana, el capitán del barco la agarró y la tiró por la borda. Acto seguido, Descartes hizo lo mismo con el capitán y lo tiró por la borda. Con este espeluznante relato, se nos hace imposible separar la realidad de la ficción; algo muy común cuando las historias las protagonizan robots o autómatas que vienen a ocuparse de los quehaceres más cotidianos, incluso de ocupar el sitio de los muertos.

Así lleva ocurriendo desde los tiempos de la Grecia clásica, cuando los ingenios mecánicos eran asunto mitológico. Sin ir más lejos, Aristóteles, en su Política, hace referencia a ellos para justificar la esclavitud y nos dice que los empresarios no pueden prescindir de los operarios como tampoco lo pueden hacer los señores de los esclavos, ya que, los instrumentos no trabajan por sí mismos, tal y como lo hacían las estatuas de Dédalo que se resistían a permanecer en reposo, o los trípodes de Hefesto que, con sus ruedas de oro, se movían para reunirse con los dioses.

Recordemos que en la mitología clasica, Hefesto es el dios de la forja y al que se debe la creación de Talos, el primer robot mitológico de la Historia y al que se presentaba como el centinela de Creta, siempre vigilante para impedir a los extranjeros entrar en la isla. Cuando sorprendía a algún extranjero que había traspasado las lindes, Talos se hundía en el fuego hasta calentarse al rojo vivo y, con su abrazo, calcinaba al osado. Apolonio de Rodas, en el poema épico Las Argonáuticas, nos presenta a este robot mitológico “formado de bronce y sin fractura posible” lanzando peñascos a Jason y a los argonautas que, una vez alcanzada la isla de Creta, iban a hacerse con el vellocino de oro. Talos es el arquetipo mitológico que forma parte de la memoria del ser humano en su dimensión protectora. De igual manera tenemos el Golem, creado para defender el gueto de Praga por el Maharal de Praga, rabino del siglo XVI.

En definitiva, los ingenios mecánicos no eran más que una fantasía hasta la llegada de los tiempos cartesianos, marcados por el mecanicismo que explica lo animado en términos de materia en movimiento. Con tal antecedente, el terreno quedaría abonado para que Jacques Vauncason construyese en 1737 un autómata de tamaño natural que tocaba el tambor y la flauta desarrollando en su repertorio una docena de canciones. Ese mismo año, crearía dos autómatas más, un tamborilero y un pato con aparato digestivo que comía y digería cereales. Más tarde, alejado del divertimento de sus juguetitos, Vauncason construyó el primer telar automático moderno que refutaba a Aristóteles y que situaría el ingenio mecánico en una dimensión real.

Será a principios de los años veinte del pasado siglo, cuando el término robot aparezca por primera vez. Lo va a hacer en una obra teatral del dramaturgo checo Karel Čapek titulada R.U.R (Robots Universales Rossum) y que trata sobre una empresa que construye robots dotados con inteligencia artificial y que se sublevan contra los humanos. Algo, por otro lado, inadmisible para las leyes de la robotica elaboradas por Asimov años más tarde, en su relato Círculo vicioso (1942), donde establece, en primer lugar, que “un robot nunca hará daño a un ser humano”. En segundo lugar, que “los robots deben cumplir las órdenes dadas por los seres humanos, a excepción de aquellas que entrasen en conflicto con la primera ley” y, por último, que “un robot debe proteger su propia existencia en la medida en que esta protección no entre en conflicto con la primera o con la segunda ley”.

Todo esto viene a cuento porque, desde hace unos días y hasta el mes de febrero del próximo año, en Madrid, en el Espacio Fundación Telefónica se ofrece una exposición dedicada a los robots bajo el título: Nosotros los robots. No dejen de visitarla.



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