Editorial

Cien años del fin de la Primera Guerra Mundial: por la paz y el recuerdo

2018-11-12

Uno de los símbolos de homenaje más extendidos en mi país es colocarse en la...

SIMON MANLEY | El Mundo

A las 11:00 del domingo, en la undécima hora del undécimo día del undécimo mes, en el Reino Unido se guardarán dos minutos de silencio, como hacemos cada año desde 1919. Este año, además, es especial, porque se cumple un siglo desde la firma del Armisticio que puso fin a la Primera Guerra Mundial, una de las más devastadoras de la historia. Queremos dar gracias por la paz que se extiende hoy por toda Europa, y recordar y honrar a los millones de combatientes que perdieron sus vidas.

El domingo tendrá lugar una ceremonia histórica en Londres: el presidente alemán, Frank-Walter Steinmeier, será el primer dirigente de su país en depositar una corona de flores en el Cenotafio -un monumento conmemorativo situado en el centro de la capital británica- durante la ceremonia de homenaje a los caídos, simbolizando la reconciliación entre los antiguos enemigos. El viernes, la primera ministra, Theresa May, estuvo junto al presidente francés, Emmanuel Macron, en la localidad francesa del Somme, escenario de una de las batallas más terribles de la guerra. Y cada noche de esta semana, hasta mañana, se han encendido 10,000 antorchas colocadas en el foso que rodea la Torre de Londres, dejando una imagen impresionante.

El Día del Armisticio, que inicialmente fue un acto para conmemorar a los fallecidos en la llamada Gran Guerra, se ha ido convirtiendo también en una ocasión para recordar el sacrificio de aquellos que murieron en la Segunda Guerra Mundial y en otras guerras posteriores, como Irak y Afganistán. Además, recordamos a los que combatieron con nosotros, incluyendo a millones de soldados procedentes de toda la Commonwealth, y también a polacos, checos, eslovacos y muchos más, que escaparon del nazismo para luchar por la libertad de Europa durante la Segunda Guerra Mundial.

Uno de los símbolos de homenaje más extendidos en mi país es colocarse en la solapa una amapola que recuerda a las que brotaron del barro ensangrentado en las trincheras flamencas al final de la Primera Guerra Mundial. La recaudación, que el año pasado superó los 50 millones de euros, se destina a la Legión Real Británica para atender a los antiguos militares ancianos y discapacitados y también a los veteranos y familias de militares en activo.

Esta conmemoración se extiende globalmente. Las fuerzas británicas desplegadas por todo el mundo, incluyendo a los militares que trabajan codo con codo con las fuerzas españolas en lugares como Irak, celebran sus propios actos. Tal y como hacen las comunidades de ciudadanos británicos, entre ellos los 300,000 que viven aquí. Habrá actos especiales de conmemoración en los cementerios que acogen restos de soldados británicos -126 están enterrados en diferentes cementerios de toda España. En Madrid, nos reuniremos en la iglesia anglicana de San Jorge, como todos los años: una corneta marcará un minuto de silencio y las campanas tocarán a las 11 horas, al igual que en las demás iglesias anglicanas del resto de España, del Reino Unido y de la Commonwealth.

Esta semana he podido admirar personalmente una exposición en Madrid dedicada al extraordinario acto de humanidad que tuvo lugar en España, país neutral durante la Primera Guerra Mundial. El rey Alfonso XIII abrió una oficina en el Palacio Real para tramitar las peticiones de información que enviaban familiares de los soldados de todos los bandos con la esperanza de saber más sobre sus seres queridos. Gracias a los contactos internacionales del monarca y su red de embajadores, al final de la guerra se habían tramitado 500,000 peticiones, lo que contribuyó a identificar a miles de fallecidos. Un servicio del que el monarca español se sentía orgulloso, y con razón. Las personas que van a la guerra son, ante todo, el hijo, la hija, el padre, el hermano de alguien y, con frecuencia, sacrifican sus propias vidas.

El otro día enseñé a mi hija pequeña, de diez años, las medallas de su bisabuelo, uno de los primeros integrantes en la Fuerza Aérea Británica y que sirvió en el frente occidental reparando aquellos frágiles aeroplanos, y de su abuelo, mi padre, que estuvo de servicio en la Segunda Guerra Mundial. Para ella, estas historias parecen sacadas de una novela y son prácticamente inimaginables. Por ello, es vital que sigamos reflexionando sobre estas guerras y los sacrificios que se hicieron, y que sigamos trabajando juntos, como individuos y como miembros de nuestra comunidad de democracias europeas, para que nunca más vuelvan a tentarnos los cantos de sirena del militarismo y del nacionalismo. En una época en la que algunos pretenden sembrar la discordia y la intolerancia, nuestra tarea es construir puentes para reforzar la amistad y la cooperación entre los pueblos.
 



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