Muy Oportuno

Recuerdos del paraíso

2019-01-25

Dice el Génesis que a cierta hora de la tarde, con la brisa -probablemente perfumada y...

Por Antonio Borda

El hombre vestía de luces. Resplandecían colores sobre su piel desnuda que no se podía ver porque el cuerpo emitía luminarias coloridas de acuerdo al estado de ánimo que tuviera. Eran luces cromáticas matizadas, suaves, brillantes, refulgentes, maravillosas que ni el traje de un torero puede imitar. El hombre transpiraba esencias perfumadas agradables que se diseminaban por los lugares que frecuentaba en el paraíso. Exhalaba un humor propio, personal, variable, seductor incluso para los animales que lo reconocían sin temerle. La voz del hombre era de una sonoridad musical distendida y armónica de acuerdo con sus pensamientos y las palabras que pronunciaba. Caminaba elegantemente sin cansarse y si quería podía levitar de pie o levantar un vuelo ingrávido como pompa de jabón, y como ninguna ave lo podía hacer. Su visión alcanzaba hasta las más remotas estrellas y podía ir a hasta ellas en el mismo instante que lo pensaba a empaparse del polvo cósmico brillante y aromático de las nebulosas. Si quería sumergirse en las aguas y jugar con los peces lo podía hacer, y respirar tranquilo bajo el agua. No se enfermaba, no envejecía, no moría. Es lo que se concluye de todo lo que nos cuenta la sufrida Beata Ana Catalina Emmerick. (1)

En el paraíso el viento soplaba entre las ramas de los árboles y producía una sinfonía de armonías y concordias musicales infinitas, era un fondo melodioso constante que acompañaba la vida humana. La luz del sol variaba de colores mientras la tierra rotaba alrededor de él. Eran amaneceres con luz de plata que se iban dorando hasta llegar al cénit. Después, cuando comenzaba la tarde, los colores eran como luces a través de piedras preciosas, y hacia el final de ella un tinte lila cubría todo el paisaje mientras llegaba la noche azul oscura y profunda tachonada de estrellas de mil colores. Entonces aparecía el claro argenta de la luna brillante y robusta para hacer penumbras poéticas.

Dice el Génesis que a cierta hora de la tarde, con la brisa -probablemente perfumada y suave- bajaba Dios a conversar con esa su criatura magnífica, síntesis de la creación material y espiritual a la que preparaba para asumirlo totalmente y así unir el Cielo con la tierra. Un Jesús de Nazaret en cierne que brotaría de las entrañas inmaculadas de la mujer.

¿Y el heroísmo? ¿Y el combate? ¿Y la lucha? ¿No existían acaso? Una vez Dr. Plinio Corrêa de Oliveira nos dio la respuesta: ¡La prohibición! "No coma del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal porque el día que de él coma morirás" (Gn 2, 17) le advirtió a nuestro padre Adán quien seguramente se lo comunicó después a nuestra madre Eva. La prohibición es causa de una heroica lucha interna que cuenta con el apoyo de Dios si se lo suplicamos con humildad. Pero les pareció más fácil "seréis como dioses" (Gn 3, 5): ¡La tentación! ¡La desobediencia! Y no depender más de su Creador.

Desterrados y repudiados por Él -que tuvo la misericordia de no mandarlos de una vez a sufrir eternamente- nuestros primeros padres tuvieron que padecer el dolor de esa torpeza y trabajar la tierra con el cansancio y el sudor de la frente. Hoy las ropas coloridas reemplazaron las luces, los perfumes artificiales sustituyeron el humor y aroma paradisíaco que exudábamos, los altoparlantes estridentes la armónica voz, el automóvil y otros medios de transporte el elegante caminar sin cansancio, el avión la ingravidez del vuelo hasta las estrellas, el equipo de buceo el poder sumergirnos y respirar tranquilamente bajo el agua, y así todos estos inventos que sofocan y contaminan, fueron el resultado de esa búsqueda del hombre para intentar reconstruir el paraíso perdido. Pero ya vemos que el resultado ha sido intemperante y contaminantemente desastroso, y nos está empujando al otro extremo, al tribalismo salvaje y ecológico por el miedo a destruir el planeta, con lo que el remedio va resultar mucho peor que la enfermedad. Porque lo contrario de un desequilibrio no es el otro desequilibrio sino el equilibrio, decía también Dr. Plinio.

Al parecer, solamente nos queda un recurso para instaurar de nuevo sobre la tierra un proyecto de vida, que se estaba gestando maravillosamente en la Edad Media para reconstruir el paraíso a la sombra de catedrales, castillos y vitrales coloridos, y a los acordes de la música sacra gregoriana y del andar sonoro de la caballería: Atraer la gracia de Dios otra vez sobre el planeta. Intentar unir el Cielo con la tierra y luchar por instaurar el Reino de María prometido por Nuestra Señora en Fátima, si cumplimos lo que Ella dulce y tiernamente nos pidió a través de los tres inocentes pastorcitos. ¡Ella nos ayudará si nosotros tomamos la iniciativa!

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(1) Religiosa alemana Agustina, 1774-1824. Beatificada por el Papa San Juan Pablo II el 3 de octubre de 2004.



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