Mensajería

El mito de la media naranja

2018-12-05

El hombre, sin embargo, es libre (¡si no, el amor no sería tal!), y eso quiere decir...

Por: Rafael Pou Díaz de San Pedro LC 


¿Estamos hechos para otra persona?

En otro artículo, hace algún tiempo, hablábamos del romanticismo hollywoodiense, que nos cuenta

“…el mito de la media naranja y el príncipe azul, que preparan juntos una barbacoa de perdices para vivir felices forever after. Romanticismo que te dirá que estás esperando a que llegue ese “someone in the crowd”, como dice La la land, esa persona que te salvará, como sugiere ese himno de Oasis que es Wonderwall (‘coz maybe….you’re gonna be the one that saves me….’), que será la solución definitiva a ese problema que es tu vida”

Hoy quisiera que diéramos una vuelta más de tuerca a ese mito, y a su sentido más profundo. Su idea central es sencilla de entender: afirma que cada persona es esencialmente un ser incompleto, y que existe otra persona por ahí dando vueltas cuyo destino está ligado al tuyo, y que está llamada a completarte.

Y obviamente no nace con las películas, ni siquiera con el romanticismo. Probablemente existe desde que el hombre es hombre, y ya lo encontramos en Platón. En su obra “El banquete”, uno de los personajes afirma que el hombre era originariamente esférico, porque era algo ya completo en sí mismo, autosuficiente. Pero, en castigo por su soberbia, fue dividido en dos por Zeus, de manera que ahora anhela siempre su otra mitad y deseando llegar a ser de nuevo uno al fundirse con ella.

Estamos hablando, por tanto, de un anhelo de unión de totalidad de la persona que llega hasta sus dimensiones espirituales más profundas, pero que tiende a expresarse físicamente…siendo la expresión más alta el acto sexual en el que, como dice la Biblia, hombre y mujer se hacen “una sola carne”, una sola cosa…como si naciera allí una especie de nueva realidad “simbiótica”.

Este anhelo de comunión total con la otra persona -en la que sin embargo no pierdes tu “yo”- queda muy bien expresado, por ejemplo, en la película “Avatar”, en la que las que los na’vi –los pitufos estirados que pueblan el planeta- se unen a través de un vínculo físico (la “trenza” que llevan colgando) que permite una intimísima unión de sus interioridades (por la que “se ven por dentro”).

 De hecho, además de este vínculo entre enamorados, la “trenza” les permite crear otras clases de vínculos, como las del jinete con su cazador… podríamos catalogarlo de tonterías New Age y fantasías ecologistas, pero creo es más interesante rescatar la idea de que esta raza alienígena tiene una aguda conciencia de la unidad de todos los seres en el Ser. Por esta conciencia de la unidad subyacente a todos los individuos, tienen ese simpático ritual por el que, antes de zamparse esos perrosaurios que cazan, los honran y les agradecen su “ayuda” con una especie de oración ceremonial. En este mundo, los animales se tienen que devorar unos a otros, pero los na’vi no dejan por ello de reverenciar el Ser presente en todos los seres, y de captar su dignidad.

Ambos detalles de este planeta ficticio –esa íntima unión de las parejas en Avatar y esa unidad profunda con la Naturaleza- apelan a un deseo muy real del corazón humano, que es el anhelo de comunión. Anhelo de comunión que experimentamos como la exigencia de reparar una unidad rota.

El cristianismo no es ajeno a estos deseos, y haríamos mal en condenarlo como cursilerías hollywoodienses, por un lado, y “tonterías orientales y New Age”, por otro. La Revelación cristiana nos describe a Dios, no como un Llanero Solitario glorificado y omnipotente, sino como una comunión de tres personas – Padre, Hijo y Espíritu Santo- cuya existencia es total salida de sí, donación a las otras, amor, entrega. Dios Padre se da totalmente al Hijo, el Hijo honra, glorifica y da gracias eternamente al Padre, y el amor que une a ambos es el Espíritu. Y el universo entero es creado para unirse a esa relación de amor…

Porque el universo entero fue creado por medio de Cristo: el Hijo es la imagen del Padre, y todo lo que existe, todas las creaturas, son “imágenes de la Imagen”; modos parciales de reflejar el Ser, Bondad, Verdad y Belleza infinitas que es Dios, y que sólo el Hijo refleja totalmente. Todos los seres son, por tanto, imagen de Dios, pero sólo los seres humanos son, a título especial, “imágenes del Hijo”, porque son los únicos seres libres, capaces de amar y, por tanto, capaces de entregarse. A esos hombres les fue ofrecida la posibilidad de entrar en esa relación de amor trinitaria, convirtiéndose en “hijos en el Hijo”, formando el Cuerpo de Cristo: una relación simbiótica- del tipo que hablábamos antes- en la que, unidos a toda la Humanidad y llenos del Espíritu, nos uniríamos al Hijo en su eterna reverencia, adoración y amor filiales al Padre, ofreciéndole de vuelta al Padre, en actitud de gratitud de hijos, ese universo que Él nos da, como sacerdotes de la Creación, espiritualizando el universo, poniendo la materia al servicio del espíritu y el espíritu al servicio del Amor.

El hombre, sin embargo, es libre (¡si no, el amor no sería tal!), y eso quiere decir que este proyecto no se realizaría automáticamente, sino que dependería de nosotros. El relato del jardín del Edén nos dice que ese proyecto fracasó: el hombre optó por la autoafirmación del individuo a espaldas de Dios y de los demás. Se alzó el egoísmo contra el amor, la fragmentación contra la totalidad. La realidad quedó desgarrada, y caímos en la trampa de lo que los orientales llamarían el Velo de Maya: esa ilusión por la que cada uno defiende su parcela de felicidad contra el universo entero –percibido como enemigo- cegándose a la unidad profunda de todo. Inició la Rueda del samsara, con su ciclo fatal, no de reencarnaciones, sino de búsquedas sin fin de una felicidad y armonía nunca alcanzadas. Quedó roto el Cuerpo de Cristo. Y desde entonces, el universo gime con dolores de parto, llorando por la unidad perdida, e intuyendo un mañana en el que esa herida será sanada.

El ser humano era incapaz de revertir ese proceso: su decisión inicial había marcado demasiado profundamente su naturaleza y su relación con el Absoluto. Al hombre no le bastaba el conocimiento: necesitaba ser vivificado; sin savia nueva, era incapaz de caminar de nuevo por la senda de la luz y del amor. Y por eso, llegada la plenitud de los tiempos, el Hijo se hizo hombre, para iniciar en nuestra humanidad un camino de vuelta al Padre, para derramar sobre ella el Espíritu que les haría latir como hijos de nuevo: para reconstituir el Cuerpo de Cristo. Y mientras dure la Historia, la Iglesia no es otra cosa que el signo y el sacramento de ese Cuerpo, que llegará a su culmen cuando todas las cosas tengan a Cristo por cabeza, y Él mismo se someta al Padre, “para que Dios sea todo en todos”. Y entonces, y sólo entonces, nuestro anhelo de comunión será saciado.



regina