Panorama Norteamericano

Adiós a la diplomacia americana

2018-01-15

Los datos ofrecidos por la embajadora Stephenson ofrecen un panorama demoledor de la...

JOSÉ IGNACIO TORREBLANCA | Política Exterior


La marginación del departamento de Estado obedece a una doctrina exterior que busca en el unilateralismo la forma de servir al nacionalismo blanco que sostiene a Trump en el interior.

Life’s but a walking shadow, a poor player
That struts and frets his hour upon the stage
And then is heard no more. It is a tale
Told by an idiot, full of sound and fury
Signifying nothing.
William Shakespeare, Macbeth, Acto 5º, Escena V, 25.

El veto migratorio a siete países árabes y musulmanes. La retirada del Acuerdo de París sobre Cambio Climático. El abandono de las negociaciones sobre el Tratado Transpacífico de libre comercio (TPP, en inglés). La demanda de renegociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte con México y Canadá (Nafta). Los desplantes a los aliados de la OTAN y la Unión Europea. La continua desestabilización de Oriente Próximo, sea desde el apoyo a Arabia Saudí contra Catar, la hostilidad hacia Teherán y el cuestionamiento del acuerdo nuclear o el traslado de la embajada de Estados Unidos en Israel a Jerusalén. La escalada retórica con Corea del Norte y China. O la aún más sorprendente y sospechosa actitud conciliadora hacia Vladimir Putin por parte de alguien que no ha ahorrado calificativos a ningún líder mundial.

¿Responden todas esas medidas a un plan coherente o son el resultado de una gran improvisación, de tal manera que los historiadores, en un futuro, solo podrán hablar de lo ocurrido como en el fragmento de Macbeth: ¿“ruido y furia, cuento contado por un idiota que nada significa”? ¿Es justo ahora, después de años de debate y especulación sobre el declive americano, cuando podemos certificar el fin del liderazgo de Estados Unidos, paradójicamente, a manos de un líder cuyo programa político único y principal impulso electoral ha sido el de “hacer a América grande otra vez”? ¿O será el caso que el inmenso poder económico y tecnológico de EU, más su tupida red de alianzas, convertirá el paso de Donald Trump por la Casa Blanca en algo anecdótico que no logrará hacer mella en el poder, duro o blando, de EU?

Es pronto para saberlo. Mientras tanto, dos elementos nos permiten decir adiós (¿temporalmente?) a la diplomacia americana o adivinar en cualquier caso un largo y costoso periodo de recuperación del prestigio y la eficacia perdidos. Uno es la marginación del departamento de Estado, algo sin precedentes en la historia de la política exterior de EU; el otro es la puesta en marcha de una doctrina de política exterior inédita en la historia del país: el nativismo populista.

Rebelión en Foggy Bottom

El 29 de noviembre, Madeleine Albright, secretaria de Estado desde 1997 hasta 2001 con el presidente Bill Clinton, publicó una tribuna en The Washington Post titulada “La emergencia de seguridad nacional de la que no estamos hablando”. En ella, Albright describía la alarmante situación provocada en el departamento de Estado por la administración Trump y, especialmente, por la gestión política y presupuestaria llevada a cabo por Rex Tillerson, el expresidente de Exxon nombrado por Trump para dirigir la política exterior estadounidense. “La diplomacia” –señalaba Albright– es “nuestra primera línea de defensa (…) Las coaliciones y alianzas protegen nuestros intereses sin necesidad de recurrir a la fuerza. Y cuando hay que emplear la fuerza, nuestros diplomáticos se aseguran de que lo podamos hacer eficazmente con el concurso de otros países”.

Albright se hacía eco de la denuncia formulada por la embajadora Barbara Stephenson, presidenta de la asociación que agrupa a los diplomáticos estadounidenses (American Foreign Service Association) en una carta abierta dirigida a todos los miembros de la carrera diplomática publicada en Foreign Service Journal y titulada Time to Ask Why (“Hora de preguntar por qué”).

Los datos ofrecidos por la embajadora Stephenson ofrecen un panorama demoledor de la descapitalización sufrida por el departamento de Estado en los primeros 10 meses desde que Trump tomara posesión. Según Stephenson el departamento de Estado ha perdido el 60% de sus embajadores de carrera, los jefes de misión (el segundo rango más alto del servicio diplomático) han pasado de 33 a 19, y los ministros consejeros (el tercer rango más alto) de 431 a 369. En total, más de 100 diplomáticos de primer nivel han solicitado excedencias o bajas voluntarias.

Pero el problema no solo se manifiesta en los escalones superiores del departamento, sino también, peligrosamente, en el acceso y reclutamiento de nuevas promociones. Si en 2016, el departamento de Estado incorporó 366 nuevos diplomáticos, las previsiones para 2018 contemplan la incorporación de 100. La consecuencia de esta reducción, advierte Stephenson, es ya evidente en el número de aspirantes a diplomático: si en 2016, los exámenes de ingreso a la carrera diplomática congregaron a 17,000 aspirantes, para 2017, el número de solicitudes se había reducido a la mitad. Claramente, la hostilidad mostrada por Trump y Tillerson hacia los diplomáticos está haciendo mella en el atractivo del departamento de Estado entre los jóvenes profesionales.

La tribuna de Albright seguía al durísimo editorial del 18 de noviembre del New York Times, “The Trump Administration is Making War on Diplomacy”, en el que se acusaba al presidente de haber “declarado la guerra a la diplomacia”, y a una tribuna en el mismo diario de dos de los diplomáticos más experimentados del país, Nicholas Burns y Ryan C. Crocker, en la que acusaban a Trump de “desmantelar” la diplomacia americana. El editorial señalaba el tratado de paz entre Israel y Egipto, la unificación alemana o el final de la guerra en Bosnia como logros que ponían en evidencia la contribución del departamento de Estado al interés y seguridad nacional de EU, y recordaba que desde que Thomas Jefferson fuera secretario de Estado, el departamento había sido esencial para defender la seguridad de EU, como atestiguaban los 248 diplomáticos muertos en acto de servicio. Por eso no se entendía que la administración Trump planeara recortar en casi un tercio (31%) el presupuesto del departamento de Estado y los programas de cooperación y ayuda de la Agencia de Cooperación de EU (USAID) para reducirlo a 37,600 millones de dólares, mientras que, en paralelo, preveía incrementar el presupuesto de defensa en un 15%, hasta situarlo en 549,000 millones. Un desequilibrio en la asignación de recursos que también destacaban los embajadores Burns y Crocker al poner de manifiesto que el total de diplomáticos al servicio del gobierno, 8,000 desplegados en 280 embajadas y consulados, es solo una fracción de algo más de 1,200,000 militares adscritos al Pentágono que, además, Trump quiere aumentar en 20,000.

Los recortes van a la médula de los programas de cooperación al desarrollo más vitales. Este celo en reducir la ayuda al desarrollo no proviene, paradójicamente, de un país que esté comprometido en la materia. Al contrario, EU, que sin duda es la primera potencia del mundo en un gran número de magnitudes, incluido, por supuesto, el gasto militar, es el vigésimo donante de ayuda al desarrollo en relación a su PIB. Una posición que no hará más que decaer con el recorte aplicado por Trump, con consecuencias dramáticas. La reducción en ayuda alimentaria, por ejemplo, tiene una magnitud de más del 50% (desde 3,500 a 1,500 millones de dólares), lo que se traduce en 30 millones menos los beneficiarios de ese tipo de ayuda. Y lo mismo se puede decir de los fondos destinados a refugiados, recortados en un 20%, la ayuda de emergencia para crisis y catástrofes, que también cae a la mitad, o los fondos destinados a programas médicos clave, especialmente la vacunación, que perjudicará a millones de personas en el mundo, o el de la lucha contra el VIH/sida, recortado en un 25%. El resultado, según las estimaciones, será obligar a USAID a reducir sus oficinas regionales en un 65% y poner fin a unas 35 misiones de campo.

Para el equipo de Tillerson, que se ha puesto como objetivo introducir una reforma de amplio calado en el departamento de Estado, donde quiere imponer una cultura empresarial más afín al sector privado del que proviene, estas protestas solo reflejan el corporativismo y la resistencia al cambio de los diplomáticos. Una crítica en parte compartida por Anne-Marie Slaughter, que fue directora de Planificación Política con Hillary Clinton como secretaria de Estado. En un artículo reciente en Financial Times (“Rex Tillerson, Wrecker or Reformer of American Diplomacy”), Slaughter, sin endosar la gestión de Tillerson, defiende la (indudable) necesidad de renovación del departamento de Estado, al que acusa de falta de flexibilidad y capacidad de innovación para adaptarse al siglo XXI.

Pero para quien tuviera dudas de hasta qué punto la resistencia de Foggy Bottom (como se denomina a la sede de la secretaría de Estado en Washington DC) desborda lo puramente corporativo, el hecho de que los militares no apoyen el recorte de recursos a sus colegas es concluyente. Nada menos que 120 generales y almirantes retirados han escrito una carta a los líderes de las mayorías republicana y demócrata del Congreso y el Senado para pedirles que rechazaran el presupuesto planteado por Trump y forzaran la concesión de más recursos para el departamento de Estado. “En este momento en que usted y sus colegas discuten del presupuesto para el año fiscal 2018, le escribimos como generales de tres y cuatro estrellas retirados y otros oficiales de todas las ramas de las fuerzas armadas, para compartir con ustedes nuestra fuerte convicción de que elevar y fortalecer la diplomacia y el desarrollo junto con la defensa es fundamental para mantener América segura”, dice la carta. En un movimiento inédito en la administración pública, donde se supone que el ejecutivo pugna por obtener más recursos del legislativo, el departamento de Estado ha avisado a los líderes del Congreso y el Senado de que rechazará esos aumentos.

Sea como fuere, el hecho es que la hostilidad de Tillerson hacia Foggy Bottom es recíproca. Tras pocos meses en el cargo, el secretario de Estado no solo está aislado del presidente –y, según varias informaciones, a punto de ser sustituido por el director de la CIA, el senador Mike Pompeo, política e ideológicamente más afín a Trump– sino también internamente. Su principal apoyo dentro del departamento y el responsable de llevar a cabo esa reforma, Maliz Beams, ha dimitido tras tres meses en el cargo, desbordado, como tantos otros en la administración Trump, por la improvisación, el caos y el peso de directrices ideológicas frente a las técnicas o profesionales.

Por paradójico que parezca, la salida de Tillerson podría empeorar aún más las cosas si Trump situara al frente del departamento a un secretario de Estado que, a los errores ya cometidos por el actual, llevara al corazón de la diplomacia americana el desafortunado conjunto de ideas y prejuicios con los que Trump está desmantelando la eficacia y el prestigio del servicio diplomático de EU.

Crisis en la política exterior

Si hay un claro perdedor en la política exterior de EU tras la llegada de Trump, es el departamento de Estado. Mientras que el de Defensa ha aumentado su poder, tanto desde el punto de vista presupuestario como en el influyente papel y cercanía de destacados militares en el entorno del presidente, los diplomáticos han visto menguar de forma sostenida su poder e influencia.

Esta relegación se ha puesto de manifiesto en la reducción de recursos presupuestarios y personal diplomático así como en la marginación e irrelevancia del departamento de Estado y sus diplomáticos, manifestado en el hecho de que muchos de los principales puestos (incluyendo el embajador en Corea del Sur y otros relacionados con la no proliferación y el dosier norcoreano) siguen sin cubrirse un año después de la toma de posesión de Trump.

La hostilidad entre el presidente y los diplomáticos fue evidente con motivo de la rebelión protagonizada por estos hacia una de sus primeras medidas: el veto migratorio impuesto a siete países árabes y musulmanes al comienzo de su presidencia. Desde que en 1971 se instaurara el llamado Dissent Channel, una práctica codificada en el estatuto del personal del departamento de Estado que facilita un cauce por el que oficialmente los diplomáticos pueden expresar su discrepancia con las políticas seguidas por el gobierno, este mecanismo se ha utilizado en numerosas ocasiones. Su objetivo era evitar que se repitieran los errores cometidos durante la guerra de Vietnam, cuando la supresión de la discrepancia interna y la crítica constructiva por temor a represalias profesionales llevó a silenciar las opiniones de aquellos que pensaban que EU estaba dejándose atrapar en un conflicto del que solo podía salir derrotado.

El recurso al Dissent Channel nunca ha sido masivo. Hasta la llegada de Trump el número más elevado de diplomáticos que lo habían utilizado había sido de 51, todos ellos para protestar contra la decisión de Barack Obama de no intervenir en Siria en respuesta al uso de armas químicas por el régimen de Bachar el Asad. Sin embargo, la crítica contra el veto migratorio de Trump logró reunir 1,000 firmas. Y no solo bajo un argumento de política exterior (el incremento del sentimiento antiamericano y sus efectos serían contraproducentes para los intereses de EU en el mundo), sino con el argumento, demoledor, de que el veto “contradecía valores centrales de la Constitución americana que, como empleados federales, hemos decidido defender”. Un buen número de diplomáticos se alineó con el argumento de que el veto constituía, en lo esencial, una decisión inconstitucional basada en prejuicios raciales y/o religiosos, prueba de una política exterior no basada en el interés general de EU sino en la ideología “nativista” preconizada por Trump y que, en esencia, dejaba el gobierno americano en manos del nacionalismo de extrema derecha blanco y religioso.

La doctrina Trump

La rebelión de los diplomáticos revela que las tensiones que está sufriendo la política exterior estadounidense no son accidentales. Y obliga a profundizar en varias razones. Unas, como se ha visto, tienen que ver con el perfil de Tillerson y su fallido intento de introducir una cultura empresarial en la gestión del servicio diplomático. Otras, ¡cómo ignorarlo!, tienen que ver con la personalidad del propio Trump y su clara preferencia por una diplomacia del megáfono, esta vez vía redes sociales, cuyo objetivo primordial es el sostenimiento de una base electoral y de popularidad puramente unipersonal, en detrimento del Partido Republicano y cualquier otro tipo de actor que pudiera rivalizar con él.

La ruptura de Trump con el establishment de política exterior ha provocado una situación inédita. Si algo ha caracterizado históricamente la acción exterior estadounidense ha sido la estructura y profesionalidad de los procesos de toma de decisión. Tanto desde el punto de vista de elaboración doctrinal como de participación y consulta entre servicios o de ejecución y puesta en práctica, la política exterior de EU ha gozado de una de las maquinarias de toma de decisiones más establecidas y eficientes del mundo. Con Trump, esa maquinaria ha colapsado: el secretario de Estado es irrelevante, personas como Steve Bannon han tomado parte en las deliberaciones del Consejo de Seguridad Nacional. La hija del presidente, Ivanka, ha estado presente en reuniones con líderes extranjeros. Su yerno Jared Kushner ha tomado parte en las iniciativas sobre Rusia, Oriente Próximo o México, a la par que se han celebrado reuniones con Putin sin que quede constancia escrita de lo hablado.

La imprevisibilidad de Trump y sus sorprendentes intercambios de tuits con el líder de Corea del Norte Kim Jong-un han sembrado la preocupación en Washington. Ello ha llevado a discutir públicamente sobre los protocolos de autorización de lanzamiento de armas nucleares, y si los responsables militares podrían desobedecer una orden de Trump en ese sentido, o hablar sin ambages, como hace Politico, del “eje de los adultos” que rodean al presidente, (el jefe de gabinete, John Kelly, el secretario de Defensa, James Mattis, el consejero de Seguridad Nacional, H.R. McMaster, y el Jefe del Estado Mayor Conjunto, Joseph Dunford), que se habrían autoimpuesto el encargo de ser la última línea de contención entre la racionalidad demandada por la delicada lógica de la política exterior y la personalidad narcisista e inestable de Trump.

Es innegable que detrás del circo de anuncios, baile de contradicciones y giros políticos hay elementos doctrinales que tienen que ver con el tipo de política exterior que quiere impulsar Trump, fundamentalmente unilateral y proteccionista. Es decir, aunque la elaboración doctrinal e ideológica no sea el fuerte de Trump, eso no quiere decir que carezca de doctrinas o ideas. En realidad, es fácil conectar las decisiones tomadas por Trump con los instintos antielitistas y antiestablishment que, con Bannon como aglutinador y conductor, dominaron su carrera hacia la presidencia y, una vez lograda, su administración.

El resultado del primer año de política exterior de Trump es un triángulo en el que el presidente, en el vértice superior, se apoya en el departamento de Comercio, a un lado, y en el de Defensa, en el otro, pero no en el de departamento de Estado. Del tradicional tridente basado en la diplomacia, la defensa y el desarrollo, Trump favorecería claramente al segundo elemento en detrimento de los otros dos. Como señalara el director de la oficina de Gestión del Presupuesto, Mick Mulvaney, a la hora de rebatir las críticas frente al recorte del 31% en la asignación prevista para el departamento de Estado, en claro contraste con el aumento del presupuesto para Defensa, la política exterior de Trump se basaba en el “poder duro” (hard power), no en el “poder blando” (soft power).

Si hasta ahora, ambos tipos de poder, duro y blando, se han visto como dos caras de la misma moneda, la administración Trump ha dado un giro novedoso: castigar a la diplomacia americana por el doble pecado de promover el multilateralismo y construir el poder blando de EU en detrimento –se supone– del (auténtico) pueblo americano. Con Bannon o sin Bannon, la política exterior de Trump, como su política interior, busca un solo objetivo: afianzar el nacionalismo blanco. Si para el establishment americano de política exterior esta debía empezar en casa, como señala en su último libro el presidente del Council on Foreign Relations, Richard Haass, ahora es la política interior la que empieza fuera de las fronteras, porque es en el exterior donde se construye el cambio que Trump quiere promover dentro de América.

Por eso, aunque el presidente guste de presumir de imprevisible y sus críticos se deleiten en señalar sus incoherencias, nada como regresar a su discurso de investidura para capturar los elementos rectores que dominan su política exterior: el nacionalismo y el proteccionismo. No es casualidad que su primera referencia al mundo, a mitad de recurso, sea completamente hostil y configure un mundo donde la riqueza de unos es a costa de otros; siempre un juego de suma cero, nunca de suma positiva. “Durante décadas hemos enriquecido a las industrias de otros a costa de la nuestra; subvencionado los ejércitos de otros a la vez que permitido el debilitamiento del nuestro; defendido las fronteras de otros países pero rechazado defender la nuestra; gastado billones de dólares en el exterior mientras nuestras infraestructuras decaían; hecho ricos a otros países mientras nuestro bienestar, riqueza y confianza desaparecía; arrancado la riqueza de las casas de nuestras clases medias para distribuirla por el mundo”, afirmaba 

De ahí se deriva un discurso proteccionista sin ambigüedades: en adelante, “todas las decisiones sobre comercio, impuestos, inmigración y política exterior serán tomadas en beneficio de los trabajadores y las familias americanas. Vamos a proteger nuestras fronteras de los países que rapiñen nuestros productos, roben nuestras empresas y destruyan nuestros empleos. La protección nos traerá fuerza y prosperidad. Seguiremos dos reglas muy simples: compra americano, contrata americano”. La política de EU se regirá pues por la doctrina “América primero”.

En estas palabras brilla por su ausencia algo típico en sus predecesores: la referencia a EU y a sus valores y principios democráticos como modelo inspirador para todo el mundo, una ejemplaridad de connotaciones religiosas que históricamente ha sido la base del excepcionalismo americano (EU como “ciudad en la colina” a la que todos miran). La palabra “democracia” no aparece mencionada ni una sola vez, cuando en el caso de Obama era de uso frecuente. No es la democracia ni los valores los que hacen fuerte a EU, viene a decir Trump: lo que hace fuerte a EU es su fuerza.

¿Qué precedentes hay en esta visión de la política exterior? Trump conecta en parte con el presidente James Monroe (1817-25) y su deseo de preservar América, entendida continentalmente, para los americanos y excluir de ella a otros extranjeros. Pero ahí se acaba la conexión, porque Trump define América de forma mucho más limitada tanto geográfica como ideológica y racialmente. Trump deja claro que, para él, los inmigrantes “naturalizados”, sean latinos o musulmanes, no cuentan como verdaderos americanos, lo que le confirma, antes que nada, como nacionalista americano (blanco o supremacista).

Es importante en este contexto recordar que el eslogan “América primero” fue utilizado por primera vez en 1940 por los aislacionistas (muchos de ellos profundamente antisemitas) que se oponían a apoyar a Reino Unido frente a Hitler, como recuerda Krishnadev Calamur en “A Short History of ‘America First’” en The Atlantic. Trump no es, desde luego, antisemita en política exterior, tampoco aislacionista, aunque sus simpatías por Putin recuerdan bastante a las del aviador Charles Lindbergh por Hitler en razón de su común antisemitismo y la admiración por el nacionalismo racista de este.

En definitiva, Trump no conecta bien con los aislacionistas, pues lo que históricamente han defendido los herederos de George Washington y Thomas Jefferson era no implicarse en los juegos diplomáticos tejidos en el Viejo Continente para no sacrificar así los principios y valores típicamente americanos de libertad individual y colectiva. Quizá, aunque sorprenda, hay más conexiones entre los aislacionistas y el idealismo del presidente Woodrow Wilson que entre Trump y los aislacionistas, pues al fin y al cabo lo que el primero pretendía era participar en la diplomacia europea para transformarla de raíz, de tal manera que no provocara más conflictos.

Es más pertinente buscar en la doctrina de los grandes unilateralistas, como Andrew Jackson (1829-37), que a punto estuvo de ir a la guerra con Francia por no querer disculparse públicamente de una ofensa por él pronunciada, o de Theodore Roosevelt (1901-09), que acabó con los últimos vestigios coloniales españoles y proclamó aquello de “habla bajo y lleva un buen garrote” (una formulación temprana aunque tosca de la doctrina de la disuasión) como principio rector de la política exterior. Como señaló Walter Russell Mead en un artículo en The Wall Street Journal, al observar la carrera de Trump hacia la presidencia, los ecos y resonancias del nativismo-populista de Jackson eran bastante evidentes en el recién elegido presidente.

Lo exterior al servicio de lo interior

Un año es poco tiempo para responder a todas esas preguntas, pero suficiente para caracterizar la política exterior del presidente Trump desde el punto de vista de dos grandes pero desastrosas innovaciones que discurren en paralelo y se retroalimentan: una, la marginación del departamento de Estado como instrumento de acción exterior; dos, la puesta en marcha de una doctrina que busca en el unilateralismo exterior la manera de conectar y servir con el nacionalismo blanco de matriz religiosa (y fundamentalmente racista) que soporta a Trump en el interior.

Por primera vez en décadas, la política exterior de EU no se origina en una conversación sobre el mundo entre aislacionistas e intervencionistas, ni entre idealistas, liberales o realistas, sino en una dura pugna ideológica sobre cómo redefinir América, material e ideológicamente, valiéndose del mundo. Detrás de las profundas diferencias de política exterior que separaban a Jimmy Carter de Ronald Reagan, a George Bush (padre) de Clinton, y a Bush (hijo) de Obama había un entendimiento compartido de los valores y principios que la política de EU debía perseguir; valores y principios que emanaban y eran coherentes con su identidad y carácter histórico como democracia abierta al mundo. Trump representa una ruptura con todos ellos, y no tanto por sus decisiones concretas, pues EU, detrás de su profesión de fe multilateral, siempre jugó a ambos lados de la red y nunca despreció el unilateralismo cuando le convino, sino porque su presidencia es un intento deliberado de redefinir cultural e ideológicamente EU al servicio del nacionalismo blanco valiéndose de su política exterior.

Paradójicamente, como ha ocurrido a lo largo de la historia con todos aquellos que han querido revertir el declive con eslóganes basados en “hacer grande” a su país, Trump ha logrado ya el efecto inverso: destrozar su imagen en el mundo, hundir la credibilidad de su política exterior y, en definitiva, hacer pequeña a América. El declive americano es ahora real. 



regina