Testimonios

En las alegrías de la Navidad la Cruz de Cristo

2018-12-14

Caía copiosa la lluvia en la ciudad de Roma, en la noche del 24 de diciembre de 1075. El...

Gaudium Press

¡Navidades de toda la Historia! ¿Quién podrá tener noticia de todo lo que ocurrió en esas más de dos mil noches? ¿Cuántos milagros, cuántas gracias recibidas y cuántas comunicaciones del Infante Jesús a las almas en esos bendecidos días?

Navidades grandiosas o humildemente celebradas; en templos magníficos o en pequeñas capillas, semejantes en pobreza a la gruta de Belén. Noches Santas conmemoradas en medio a una multitud o entre los miembros de una pequeña familia. Entretanto, contrariando la nota tónica de alegría de todas las Navidades, algunos hubo que recuerdan los sufrimientos que Nuestro Señor Jesucristo quiso padecer ya en su entrada en este mundo.

Caía copiosa la lluvia en la ciudad de Roma, en la noche del 24 de diciembre de 1075. El frío era intenso, la atmósfera, pesada. Enfrentando las intemperies, el Papa Gregorio se dirigía a la Basílica de Santa María Mayor que, ya en aquella época, albergaba las tablas del pesebre donde el Niño Jesús fue reclinado, después de haber sido acogido por los brazos virginales de su Santísima Madre.

La primera iglesia de la Cristiandad dedicada a la Madre de Dios estaba iluminada por una cantidad considerable de candelabros, creando un ambiente de solemnidad y de sagrado misterio. El monje cisterciense Hildebrando, que dos años antes fuera electo sucesor de Pedro y adoptara el nombre de Gregorio VII, comenzó piadosamente la celebración del Santo Sacrificio y, haciendo eco al cántico de los Ángeles, entonó con firmeza el Gloria in Excelsis Deo.

Durante la Celebración, cada vez que la mirada del Papa recaía sobre las tablas sagradas, sentía él un frémito de emoción: ¡Hace más de diez siglos, el Verbo hecho carne allí había reposado! Y, después de la consagración, reposaría también en sus manos, en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, aunque oculto bajo las Sagradas Especies.

Fue ciertamente con sentimientos como estos en el corazón que San Gregorio VII celebró la Santa Misa. Pero, cuando se dirigía a los fieles para darles la Comunión, se oyó un ruido estruendoso y una turba armada penetró en el templo. Muchos fieles huyeron.

Comandados por un noble romano llamado Cencia, los invasores avanzaron contra el Papa, hiriéndolo con puñaladas. Lo despojaron de los paramentos sagrados, manchados con la sangre que le fluía del rostro, lo arrastraron para fuera y, bajo la lluvia torrencial, lo encerraron en una torre cerca del Panteón. Al rayar de la aurora, el pueblo de Roma, al saber del lugar donde estaba preso su Pastor, se reunió impaciente junto al Campidoglio y corrió a liberarlo.

Viéndose cercado y temiendo el furor de la multitud amenazadora, Cencio se lanzó a los pies de San Gregorio, implorándole clemencia. Este perdonó el atentado cometido contra su persona. En reparación por la ofensa hecha a la Iglesia, con todo, le impuso como penitencia una peregrinación a Jerusalén. Se dirigió en seguida a la ventana de su prisión y pidió al pueblo romano que no hiciese mal alguno al sacrílego agresor, el cual pudo, así, escapar libremente.

Liberado el Pontífice, el pueblo lo condujo en triunfo por las calles de Roma, en dirección al Palacio de Letrán, en la certeza de que, después de aquellos acontecimientos, él desearía cuidar de las heridas, lavarse, cambiar sus vestiduras y descansar. Este, sin embargo, indicó a la multitud otro destino: la Basílica de Santa María Mayor. Sin entender el motivo de tal decisión, los fieles obedecieron.

Allá llegando, San Gregorio subió al altar y finalizó la Liturgia de la Noche Santa, interrumpida horas antes. Solo después se dirigió al Palacio Lateranense. (Revista Heraldos del Evangelio, n. 132, p. 50-51)

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Para muchos esa fue una triste Navidad No para aquellos que tienen fe. Ya en aquella pequeña gruta en Belén dormía el Niño Dios, que asumiendo nuestra condición humana, iría al final de su vida morir por nosotros en la Santa Cruz. María y José contemplaban aquel dulce Niño y meditaban en sus corazones el inmenso amor de Él hacia los hombres. Estaba presente en las alegrías castas, santas e inocentes de aquella noche bendita la augusta Cruz de Cristo.


 



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