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Barcelona 3-Real Madrid 2: La camiseta de Messi

2017-04-24

El partido acababa de acabarse: el Barcelona, una vez más, había explicado por...

Lionel Messi tras marcar el tercer gol contra el Real Madrid, el domingo en el Santiago Bernabeu. Juan Carlos Hidalgo/European Pressphoto Agency

Entonces él se sacó la camiseta y la mostró. Fue un momento solemne, casi religioso: se paró detrás de su camiseta, los brazos extendidos y la mostró a cuatrocientos millones de personas. En ese momento en que cualquiera salta, grita, gesticula, Leo Messi, que acababa de volver de una derrota tan cantada, se paró frente al mundo y mostró su camiseta: este soy yo, miren y callen.

El partido acababa de acabarse: el Barcelona, una vez más, había explicado por qué el fútbol. Esta vez, con la ayuda inestimable del Madrid. Entre los dos habían armado un reto lleno de vaivenes, violencia, incertidumbre, lujos, emociones; entre los dos habían jugado con un cuero inflado y con la excitación de esos millones.

El partido había empezado suave: los jugadores contemporáneos corren tanto, hacen el campo tan chiquito que, en los partidos entre iguales, el fútbol suele aparecer cuando se cansan. Pero, en este, el equilibrio no duró. Algo se rompió a los 20 minutos: era la boca de Messi, sangre roja sobre barba pelirroja, y esa imagen de circo romano en que Marcelo, que acababa de partírsela, se limpiaba la sangre de su codo. El árbitro, que ya se había desinteresado de un penal a Cristiano, se escondió otra vez en la desidia.

Messi, entonces, empezó a jugar con una gasa entre los dientes, mordiéndola, escupiéndola; el partido también estaba roto. No se jugaba en la mitad: los dos pasaban por esa zona sin hacerle caso, buscando el área, los tres palos. El Madrid con más gente —Bale, Benzema, Cristiano, Modric, Carvajal, el propio Marcelo—, el Barcelona con alguno menos. El Madrid llegaba más y terminó por embocarla: después de un centro y unos rebotes feos, Casemiro la empujó sin gracia. No duró: en el minuto 33, Messi, con la gasa en la boca, entró en el área contraria haciendo slalom y la mandó al rincón. Todo volvía a empezar.

En el segundo tiempo se desbordaron los últimos reparos: todos corrían como posesos, iban y venían, y el partido terminó de hacerse incontenible. En la cancha había, entre otros, un muchacho que ayer no debe haber dormido: Alcácer, un suplente que tuvo su momento porque el incontinente de Neymar insultó, dos semanas atrás, a un árbitro. Alcácer no tuvo una buena temporada, su destino en el Barcelona parecía condenado.

Pero a los 55 minutos le llegó la mejor oportunidad de su vida para cambiar de vida. Es raro el fútbol: si en ese momento, en el medio del área, solo frente al arquero, hubiera apoyado mejor su pierna derecha y pateado con su izquierda se habría vuelto el héroe de la tarde, se habría asegurado un contrato por un par de años más, habría convertido su vida en una fiesta. No lo hizo: le entregó al portero Keylor Navas mansita la pelota… esa vida, unos cuantos millones.

El juego redoblaba: los arqueros eran los mejores porque los delanteros contrarios los forzaban. Hasta que, en el minuto 73, el más improbable, el croata casi tosco, Ivan Rakitic, hizo un recorte en la puerta del área y puso un zurdazo perfecto que —como decían los viejos relatores y cita aquí, cerveza en mano, mi amigo Juan Villoro— “Navas embelleció con su estirada”. Pero ni la tocó: el Barcelona ganaba 2 a 1, el Bernabeu enmudecía.

Y más enmudeció cuando, seis minutos más tarde, el gran capitán Sergio Ramos revoleó por los aires al pequeño subcapitán Lionel Messi y el árbitro lo echó del partido sin dudar. El Madrid se quedaba con diez y se quedaba, sobre todo, sin la esperanza del cabezazo salvador, la marca Ramos.

El Barcelona se confió: ganaba, tenía un jugador más, tuvo dos o tres chances de aumentar, no las aprovechó. En el otro lado, Cristiano demostraba que no solo para el Barça pasa el tiempo: perdía todas esas que antes no perdía, erraba todas esas que acertaba. A los 85 minutos, del otro lado de la cancha, el efecto Alcácer se registró invertido.

James Rodríguez es un muchacho colombiano que llegó al Real Madrid hace dos años, arropado por un Mundial extraordinario. Pero nunca encontró su lugar en un equipo donde hay varios que tienen el puesto fijo y está, dicen, por irse. Por un momento pensó que no sería necesario: a los 85 minutos aprovechó un centro desde la derecha y creyó que sí había cambiado su vida. Había hecho lo que el relator de la televisión llamó, con cierto apuro, “el gol de la Liga”: el que terminaba de dársela a su equipo. La suerte estaba hecha, echada, remachada… salvo que Messi opinara lo contrario.

No parecía que su equipo lo apoyara. El Barcelona se veía resignado a su derrota, no intentaba; unía la tristeza a la impotencia, la dejadez a la derrota. Pero en el último minuto, cuando faltaba, otra vez, nada de nada, Sergi Roberto, el héroe de la famosa remontada, tuvo un de repente.

Agarró la pelota en su rincón izquierdo, corrió para adelante, se fue hacia el centro, siguió corriendo, llegó hasta cerca del área del Madrid, estiró la pelota hacia la izquierda, por donde entraba Jordi Alba, el otro lateral. Si alguien quisiera analizarlo diría que es una metáfora de ese equipo que resignó su mediocampo: un lateral que sube, cruza la cancha, se la pasa al otro.

Pero nadie quiere porque Alba metió su centro atrás, y Messi, que entraba a la carrera, la puso en el único lugar donde Navas ni nadie llegó: 3 a 2, la victoria cuando ya todo era derrota, otra vez el milagro.

Y fue entonces cuando Messi dijo que era Messi, se sacó la camiseta, la mostró hiératico, altanero. Fue su gol número 500 en partidos oficiales y era él: su camiseta, él. Y era la respuesta brutal de un muchacho tan poco dado a lo brutal, a quienes lo menospreciaron estos días: que hacía tres años que no metía un gol en el clásico, que no aparece en los partidos importantes, que ya está de salida.

Es probable que la Liga termine siendo del Madrid: solo con ganarle al Celta recupera sus tres puntos de ventaja y quedan cinco partidos. Pero el partido fue —otra vez— un gran partido. Y esa foto de Messi quieto, mudo, casi místico, mostrándose a sí mismo, será una imagen para siempre.



yoselin