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Un nuevo orden internacional 


2023-12-01

Por Henry Kissinger | Política Exterior

Nos hallamos en un período histórico extraordinario. Resulta sorprendente que de manera simultánea hayan florecido tantos factores de política internacional, lo que probablemente se produzca tan sólo una vez cada cien años. Ahora existe una oportunidad y la necesidad de construir un nuevo orden internacional.

Los acontecimientos que tuvieron lugar el año pasado, la velocidad y el alcance con los que se desencadenaron y la agitación revolucionaria que se produjo, no pudieron ser previstos por nadie. En octubre de 1989 el presidente Gorbachov visitó Berlín para celebrar, junto a los dirigentes de la llamada República Democrática, el cuarenta aniversario de su creación. Un mes más tarde el muro de Berlín, uno de los pilares fundamentales de este Estado, se había desintegrado. Hace tan solo un año hablábamos de la OTAN, del Pacto de Varsovia y de las negociaciones entre ambas organizaciones para lograr una reducción de armamentos. Actualmente, se puede afirmar que, mientras todos sus miembros buscan su disolución, la propia pervivencia del Pacto de Varsovia es mera cortesía.

La existencia de estas transformaciones extraordinarias nos lleva a analizar en primer lugar el actual proceso de cambios en la Unión Soviética y su significado para el mundo occidental y especialmente sus implicaciones para Estados Unidos.

Con mucha frecuencia la propia idiosincrasia de cualquier revolución hace que sus consecuencias vayan más allá de lo previsto por sus creadores. Hace cinco años Mijail Gorbachov fue elegido Secretario General del PCUS por el Politburó del Partido. En aquella época ese era el único puesto oficial para el que había sido designado y precisamente era el cargo desde el que la Unión Soviética había si do gobernada la mayor parte de su existencia. Hoy hemos sido testigos de un Congreso del Partido en el que los antiguos dirigentes del Politburó abandonaban sus puestos, mientras que los colaboradores de Gorbachov anunciaban su deseo de mantener sus cargos gubernamentales mientras renunciaban a aquellos en el PCUS. Shevarnazde y los demás colaboradores del máximo dirigente soviético han afirmado que para desarrollar sus labores gubernamentales no tienen que permanecer necesariamente en el Politburó, lo que supone, en otras palabras, que el Partido Comunista ha dejado de ser institucionalmente el punto central de la actividad gubernamental. ¿Qué ha sucedido? Creo que la Unión Soviética se enfrenta a tres grandes crisis: económica, de legitimidad política y en la estructura del Estado. Hacer frente a cada una de ellas es una tarea formidable; resolverlas todas juntas, un hecho sin precedentes.

En el momento presente, la crisis económica es un dato por todos conocido, por lo que no requiere una larga explicación. La planificación centralizada, según el modelo estalinista, fue introducida con el propósito de poder predecir el crecimiento económico. Invariablemente ha producido estancamiento, corrupción y un nuevo tipo de sistema feudal. Esta regla se ha cumplido sin excepciones. En todos los países de economía planificada, el sistema ha ido produciendo estímulos erróneos al recompensar a un grupo concreto de personas cuyo oficio es la manipulación política y no la actividad económica y al generar incentivos que obstaculizan la innovación y el consumo. De hecho, resulta extraño que en lugar de haberse formado una cuantiosa masa de capital sobre la base del ahorro, todos estos países poseen un nivel de bienestar y de actividad industrial sorprendentemente bajo. Por lo general estos hechos nunca han sido reconocidos públicamente, pero sí han conducido a la adopción, por parte de todos los países comunistas, de los valores. de la economía de mercado como principios generales a seguir. Existen, sin embargo, dificultades para su puesta en marcha. Se han escrito cientos de libros sobre el funcionamiento de las economías de mercado pero nada se ha dicho de cómo pasar de un sistema a otro. Ningún país ha atravesado este camino con éxito. China fue quien más cerca estuvo de conseguirlo, pero incluso ésta sufrió una crisis por el desequilibrio existente entre el progreso económico conseguido y el fracaso obtenido a la hora de avanzar en el terreno político. Todo esto lo sabemos ahora. Sabemos que el problema ha residido en el modo de realizar la transición. En un principio Gorbachov pensó que podría utilizar al Partido Comunista como un instrumento de reforma. Desde entonces ha comprendido que el PCUS es el problema y no la solución y por ello en los tres últimos años el coraje y la decisión de Gorbachov han socavado sistemáticamente la institución que lo llevó al poder y que ha sido, además, su única base de legitimidad. Todo ello fue posible gracias a un sistema electoral extremadamente complicado que en la práctica permitía la expresión de agravios pero que no favorecía la creación de organizaciones nacionales. Cada ministerio, academia, universidad e institución podía elegir a algún miembro del órgano central de poder, pero ninguna organización de alcance nacional o estatal tenía posibilidades para ello a excepción del Partido Comunista. Ese órgano central no eligió a Gorbachov como Presidente, él debió pensar en sustituir la legitimidad gubernamental por la ideológica: Corrió el riesgo de encontrarse con un PCUS desmantelado, sin su apoyo, y sin haber obtenido el de la estructura gubernamental. Su peligro reside en hacerse demasiado fuerte como para ser reemplazado pero demasiado débil como para gobernar y tal y como es actualmente la estructura de poder soviética no es fácil identificar las instituciones u organizaciones de base nacional que apoyen la labor del Presidente soviético.

Lo dicho hasta ahora serviría para explicar lo que califico estrictamente de crisis de legitimidad política, pero ésta se compone de otro problema adicional: por primera vez en la historia de Rusia es necesario plantearse cuál es la naturaleza del Estado, de un Estado que se ha extendido desde Moscú hasta el centro de Europa, llegando a las puertas de la India, adentrándose hasta Manchuria, y a lo largo y ancho de Siberia hasta el Pacífico; un Estado, compuesto de quince repúblicas, que es once veces mayor que España y en el que sólo la mitad de la población tiene como lengua materna el ruso.

Las reformas democráticas introducidas por Gorbachov con el propósito de socavar los cimientos del PCUS, no obtuvieron un consenso nacional, aunque sí consiguieron reunir a cada República en torno a lo que podríamos llamar un consenso regional étnico.

Por primera vez en la historia de Rusia, todas las nacionalidades sometidas fueron dotadas de un foro donde poder expresarse desde su propio territorio de forma autónoma. Como resultado de todo ello la institución gubernamental central contaba con menos apoyo que la institución étnica. Una persona como B. Yeltsin, recientemente elegido Presidente de la República Federada de Rusia, disfruta de un poder de base que con el tiempo puede llegar a alcanzar un gran significado, tal y como ha sucedido en los Estados del Báltico, Moldavia, Georgia y Armenia. Muchas de estas repúblicas han convertido su propia lengua en idioma oficial, dificultando de este modo el desarrollo de la lengua rusa. Asimismo han aprobado leyes, probablemente inconstitucionales de acuerdo con la legislación soviética, según las cuales sólo resultarán aplicables en el territorio de la República Federada las leyes del Soviet Supremo de la URSS a las que el órgano legislativo de la misma República otorgue también su aprobación. Este proceso se ha extendido incluso a la ciudad de Leroz, en la parte oeste de Ucrania, donde la ley del organismo central no tiene vigencia a menos que sea aprobada por su ayuntamiento.

Mijail Gorbachov merece toda nuestra credibilidad por haber llegado a comprender que su sistema era inviable y por la valentía con que ha abordado la cuestión. Pero el problema que ahora surge en Occidente es mucho más profundo.

El proceso iniciado en la URSS no puede, desde mi punto de vista, estar personificado en un individuo. Cuando los dirigentes occidentales afirman: “debemos apoyar a Gorbachov”, ¿saben en realidad de lo que están hablando? Dentro del proceso descrito, ¿qué es lo que debe ser apoyado? y… ¿cómo? ¿Es sensato pretender que nos hallamos ante las acciones de un simple individuo, lo que implicaría que nos está haciendo favores que otros no nos harían? Quiero insistir en que me siento profundamente impresionado por Gorbachóv, aunque mis motivos para ello son distintos. No dudo de sus cualidades, pero Occidente no puede caer en el error de confundir la política exterior con las relaciones personales. Debemos entender bien lo que nosotros mismos pretendemos en la Unión Soviética. Occidente debe presentar ideas que cualquier dirigente ruso razonable esté dispuesto a apoyar sin que ello nos ponga a merced de procesos que posteriormente cobren un impulso propio. El debate entre nosotros, los occidentales, debería pues indagar sobre cuáles son esas ideas. Pongamos un ejemplo: existe la propuesta de dotar a la URSS de una ayuda cuantiosa, pero ¿qué se pretende lograr con ella?, ¿en qué principios se basa? Siempre he mostrado gran interés por el desarrollo de las nuevas democracias en América Latina e invariablemente se me ha dicho que a menos que estos países elaborasen programas concretos de reforma económica y ofrecieran expectativas de progreso, no podrían beneficiarse de nuestra ayuda económica a pesar de su cercanía geográfica e histórica con Estados Unidos y Occidente. Decenas de veces se ha argumentado que no podíamos arrojar dinero sobre los problemas sin conocer la marcha de los acontecimientos y si esto es cierto para Brasil, México y Argentina, ¿por qué no lo es también para la URSS?, ¿cuál es el programa económico que se supone que vamos a apoyar? ¿cuáles sus premisas? Para todos estos interrogantes deberíamos encontrar respuesta.

Por todas partes podemos leer que debemos infundir tranquilidad a la Unión Soviética y sinceramente creo que es justo que lo hagamos. Sin embargo, si nos detenemos a analizar la Historia, veremos con claridad cómo a lo largo de los últimos cuatrocientos años el Imperio ruso ha intervenido en gran manera en los asuntos de todos sus vecinos. Es el único país del mundo que no ha establecido ni una sola de sus fronteras sin suscitar la oposición de todos los países afectados. Y, además, no podemos olvidar que en los dos últimos siglos tanto Berlín, París y Budapest, como Corea, Afganistán e Irán han visto irrumpir a los rusos en sus propios territorios. Si estamos hablando de un orden europeo, Rusia tiene derecho a ser apoyada, pero también lo tiene Europa, por lo tanto cualquier propuesta concreta tiene que basarse en la reciprocidad, principio éste que siempre ha sido el fundamento de una política exterior efectiva.

Rusia tiene derecho a recibir una ayuda razonable contra posibles ataques de Occidente, pero esto también es cierto a la inversa y, en mi opinión, éste podría ser un tema de conversaciones que no creo pueda resolverse mediante una visita del Presidente soviético al cuartel general de la OTAN, cuyo fin último resulta difícil de entender. Ahora bien, por lo que respecta a otros posibles acuerdos, es importante que la unidad de Europa se promueva con la mayor celeridad posible y que el progreso económico sea secundado por el progreso político. Si esto resultara positivo, sería necesario conocer claramente y con anterioridad los resultados que se pudieran obtener.

Actualmente existen tres grandes instituciones: la Alianza Atlántica, la Comunidad Europea y la Conferencia de Seguridad y Cooperación en Europa. La Comunidad Europea debería asumir, desde mi punto de vista, responsabilidades políticas cada vez mayores que tendrían que extenderse paulatinamente al terreno de la defensa. La CEE se verá en la obligación de hacer frente al desafío que suponen hoy los países del Este europeo. Aquellos de estos países que se han transformado o que han emprendido el camino hacia la democracia y la economía de mercado, como Polonia, Checoslovaquia y Hungría, están en condiciones de asociarse como países miembros, para lo que deberían tener una oportunidad tan pronto como ello fuera posible. Sin embargo, no es posible incluir entre ellos a la Unión Soviética. Su complejidad étnica, su crisis económica, resultarían extrañas a una Comunidad que se ha forjado con la mirada puesta en futuro común de base europea. Asuntos tales como los temas relacionados con el medio ambiente, el desarrollo económico, los derechos humanos y la regulación de armamentos no podrían ser tratados sino en el seno de las instituciones existentes, tal y como están configuradas hasta la fecha.

La relación entre Estados Unidos y los acontecimientos que ahora se desarrollan en Europa tiene su origen en la etapa inmediatamente posterior a la posguerra. En aquel período EU disfrutaba del monopolio atómico y obtenía cerca del cincuenta por ciento del PNB mundial. Su papel como potencia dominante era inevitable, lo que no sólo contribuyó a la estabilidad de Europa sino que constituyó la base para su recuperación. En nuestros días el protagonismo económico norteamericano se ha reducido considerablemente y los factores de seguridad poseen connotaciones distintas, de ahí que nos planteemos cómo conectar Estados Unidos y Europa. Hoy por hoy, en estos momentos de dificultades, la única institución formal que tiene ese objetivo es la Organización del Tratado del Atlántico Norte. Las propuestas que pretenden convertir a la OTAN en una organización con mayores tintes políticos deben ser analizadas, pero, en definitiva, una alianza militar tiene una función primordial de seguridad que es necesario definir con claridad para que la propia organización no encuentre obstáculos en su pervivencia. Existe, por otra parte, un problema adicional: los europeos no pueden alcanzar a comprender las dificultades psicológicas con las que se encontrará Estados Unidos en el futuro a la hora de dirigir su política exterior.

El año pasado hemos visto la culminación de todo aquello que Estados Unidos pretendió llevar a cabo y se dispuso a poner en práctica en los años cincuenta. Desde este punto de vista, ese ha sido uno de los mayores éxitos obtenidos en nuestra historia reciente. Pero una vez que se ha logrado, ¿qué hacemos ahora? Todos los que se hayan parado a analizar la historia de América estarán de acuerdo conmigo cuando afirmo que nuestra nación ha sido tanto más eficaz cuanto mayor o más difícil de resolver era el peligro al que tenía que enfrentarse. Le ha resultado posible movilizar el idealismo, el espíritu misionero, la dedicación de América, pero, en este momento, en el mundo que acabamos de describir no existe un peligro abrumador y ni tan siquiera existe un problema digno de mención que sea estrictamente eso, un problema. El mundo se está fraccionando en diversos centros de poder, con muchos temas importantes que tratar pero que deben ser abordados sobre una base de continuidad.

En el período en el que formaba parte del Gobierno me sorprendía enormemente la manera que tenían los medios de comunicación de dar cuenta de cualquier éxito que hubiésemos obtenido. Era como una papeleta que autorizaba la admisión al siguiente paquete de problemas. No es que con su información los medios de comunicación sellaran el final de la historia, sino que abrían la puerta para una nueva, dándonos cuenta de que nos hallábamos inmersos en una empresa interminable. Esta no es la lección que América tiene que aprender. Con todo lo dicho hasta aquí pretendo infundir la idea de que tenemos que tratar de construir un sistema; un sistema de equilibrio, de práctica gradual, de transformación de un vasto imperio, tal y como es en la actualidad, en algo que nunca ha sido, y hacerlo todo de manera paulatina en concierto con otros países. América nunca se había visto antes en esta situación. Nos hallamos frente a algo completamente nuevo. Durante décadas muchos dirigentes europeos han conversado con nosotros, han hecho apelaciones a sus propias opiniones sobre asuntos nacionales, han podido estar seguros de que ambos perseguíamos de la misma forma los objetivos de seguridad y de que perseverábamos en nuestra opinión a pesar de sus consejos en sentido inverso. En la actualidad la relación es distinta. Ahora los europeos tienen que pensar cuidadosamente en las propuestas y las recomendaciones que hagan a Estados Unidos porque, con toda seguridad, ahora sí que éste las aceptará. Esto implica necesariamente un mayor grado de responsabilidad compartida.

Quisiera dejar claramente expresado que no creo que exista razón alguna para el pesimismo. Por el contrario, todo lo descrito hasta aquí se ha producido por la cohesión entre las democracias y por el derrumbamiento económico, político y moral de la ideología comunista.

Recientemente he visitado los países del Este de Europa y la única dificultad política que he podido apreciar es que no se mueven hacia Occidente con una rapidez tal como para intimidar a sus vecinos y tener que darles ya una oportunidad para que se integren en la comunidad occidental a la que siempre han pertenecido.

Estamos dejando atrás un mundo demasiado conocido por todos nosotros. Ahora nos dirigimos hacia una nueva exploración. Y esto, en realidad, lo que significa es que nosotros, el mundo occidental, podemos afirmar frente a los demás, que el diseño del futuro está en gran manera en nuestras propias manos.

Bush ha cruzado su Rubicon en el desierto saudí

La valiente decisión del presidente George Bush de desplegar una importante fuerza militar en Arabia Saudí ha levantado no sólo expectativas de éxito, sino también temores de derrota. Y es que, en realidad, Estados Unidos ha superado el punto de no retorno. Por eso, en estos momentos es de crucial importancia determinar qué es lo que debe considerarse un éxito o un fracaso.

El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas ha exigido unánimemente la retirada incondicional de las fuerzas iraquíes y la reposición del gobierno legítimo. Estados Unidos ha justificado el bloqueo de las rutas de navegación como una respuesta a la petición del gobierno kuwaití en el exilio. En estas circunstancias, si Irak consiguiera permanecer en Kuwait o ejercer su control indirecto mediante un gobierno títere, la demostración de fuerza americana podría llegar a convertirse en una derrota.

Si, en último término, Irak controla Kuwait y las fuerzas de Estados Unidos permanece en Arabia Saudí, la crisis habrá desembocado en una demostración de la irrelevancia de Estados Unidos y de la opinión pública mundial.

En cualquier caso, ni los políticos árabes, ni los americanos estarían dispuestos a sostener por mucho tiempo un despliegue significativo de tropas en Arabia Saudí. El argumento de que Estados Unidos ha salvado a Arabia Saudí sería contrarrestado por la percepción de un fracaso americano que sacudiría la estabilidad política, económica y financiera de todo el mundo. Es más, incluso el logro de los objetivos de la ONU apenas supondría un respiro si Sadam Husein continúa en el poder e Irak prosigue la construcción de su arsenal químico y nuclear.

El tiempo no está de parte de Estados Unidos. La resistencia americana ante la presión de la opinión pública, regional y aliada, es por lo general inversamente proporcional al nivel de despliegue. Por ello, si tras un cierto tiempo el conflicto parece reducirse a un cerco, Estados Unidos se verán obligados a considerar la puesta en práctica de nuevas medidas que lo lleven a su conclusión.

El éxito de Irak en Kuwait provocaría una serie de sacudidas que con toda seguridad desembocarían en una guerra generalizada en Oriente Medio. Un gobierno tan cauto como el de Arabia Saudí jamás habría solicitado la presencia de tropas extranjeras si no hubiera temido por la propia supervivencia del Estado. La Cumbre Árabe tampoco habría condenado a un país hermano. Ni Egipto, Siria y Marruecos habrían mandado tropas para ayudar a Arabia Saudí. Del mismo modo, en el mundo desarrollado, en el que tantos países tienen fronteras más precarias, incluso más recientes, así como vecinos con ambiciones territoriales, una victoria iraquí podría abrir un período de graves disturbios.

Los intereses vitales de los países industrializados están siendo afectados de forma directa. Si Irak consigue una definitiva anexión de Kuwait, podría determinar el precio del barril de petróleo chantajeando a los Estados de la península arábiga –que, junto a Irak y Kuwait, controlan cerca del cuarenta por ciento de las reservas petrolíferas del mundo– para que redujeran su producción.

Estados Unidos tenía tres posibilidades a la hora de enfrentarse a la crisis: Podía apoyar el consenso que emanara de las Naciones Unidas cualquiera que éste fuese; podía apoyar lo que las demás democracias industrializadas –más dependientes del petróleo de Oriente Medio que Estados Unidos– estuvieran dispuestas a hacer conjuntamente; o, por último, podía tomar la iniciativa en la resistencia frente a Sadam Husein, tratando de organizar el apoyo internacional para un esfuerzo en el que la carga principal recaería sobre Estados Unidos.

Pero había muchas excusas para evitar tomar una decisión.

El argumento más utilizado es el de que la defensa del área debería ser una cuestión árabe. Pero, a la postre, se ha visto que las coartadas no evitan las consecuencias de la falta de resistencia. Ninguno de los Estados árabes es suficientemente fuerte, ni siquiera coordinando sus esfuerzos, para derrotar al ejército iraquí, endurecido por una larga guerra, armado con avanzada tecnología militar por la Unión Soviética y por Francia durante ese tiempo y apuntalado por la ayuda económica de las demás democracias industrializadas, incluido Estados Unidos. Este argumento apunta a un retorno del aislacionismo americano, de modo especial entre los conservadores. Si prevaleciera este argumento, desembocaría en una abdicación de Estados Unidos, precisamente ahora que ha sido superado el conflicto Este-Oeste.

Otro argumento utilizado para eludir el papel de Estados Unidos en el conflicto consiste en afirmar que, incluso en el caso de que Irak controlara todo el petróleo del Golfo, tendría que venderlo en un mercado mundial regido por la ley de la oferta y la demanda. Pero si Irak consiguiera culminar su designio estratégico, se encontraría en posición de fijar el nivel de la oferta mediante un recorte de la producción en zonas poco pobladas de la península arábiga, y todo ello sin afectar a su propia población. La habilidad para originar una crisis económica mundial no es la clase de poder que deba dejarse en manos de un gobernante que ha atacado a dos de sus seis vecinos, que ha declarado la guerra a muerte a otros dos y que ha utilizado gas tóxico contra la población disidente de su propio país.

La administración Bush habrá pensado con toda seguridad que cualquier acción que no estuviera marcada por el liderazgo de Estados Unidos habría llevado a la permanencia de la dominación iraquí en Kuwait y a la caída de los gobiernos moderados de la región, incluido el de Egipto.

Una vez asumido el compromiso de liderazgo por Estados Unidos, el presidente Bush tomó otra decisión de crucial importancia. El papel militar de Estados Unidos podía haberse limitado al bloqueo marítimo y al despliegue de una fuerza reducida que dejara claro que un ataque contra los pozos petrolíferos sauditas provocaría una guerra con Estados Unidos. Pero el presidente Bush y sus asesores optaron por un despliegue masivo.

Las razones para ello se encontraban, al parecer, en las inesperadas sanciones de las Naciones Unidas, que podían provocar un cambio en los cálculos de Sadam Husein. Puede que el dictador iraquí no hubiera tenido en un principio intención de hacerse con los pozos petrolíferos saudíes. Si no hubiera surgido resistencia, no habría tenido necesidad de hacerlo. Los gobernantes de la península arábiga, tanto en la península arábiga como en los Emiratos, habrían sucumbido ante la presión iraquí o habrían sido derrocados, o, más probablemente, ambas cosas a la vez.

Pero cuando se votaron las sanciones, los cálculos de Sadam Husein tuvieron que cambiar. Mientras los precios del petróleo se mantengan estables, lo más probable es que las sanciones continúen durante muchos meses. Y los precios oscilarán en torno al nivel actual si Arabia Saudí aumenta su producción en 2,5 millones de barriles. Los restantes 1,6 millones de barriles, hasta llegar a la disminución en 4,1 millones de barriles provocada por la falta de producción de Irak y Kuwait, podrían ser alcanzados, al menos hasta el invierno, por Venezuela, Los Emiratos, Nigeria y otros pequeños productores de forma conjunta. Pero si la producción saudí fuera destruida o reducida drásticamente, la falta de petróleo iraquí y kuwaití tendría como consecuencia una subida alarmante de los precios del petróleo. Con la producción saudí reducida al mínimo y con la amenaza de una crisis mundial, cada vez sería más difícil mantener las sanciones. Sadam Husein habría ganado la batalla.

El Presidente Bush y sus asesores probablemente llegaron a la conclusión de que, enviada ya una fuerza militar, la mejor alternativa para terminar con la crisis de forma rápida era realizar un despliegue masivo para hacer frente a la amenaza y para ir más allá si fuera necesario. Pero la administración tiene que calcular cuidadosamente el margen de oportunidad de que dispone para alcanzar sus objetivos.

Debe también procurar no confiar demasiado en el amplio apoyo interno e internacional del que goza en la actualidad. Y es que la más legítima preocupación por las probabilidades de éxito expresada en debates televisivos y en artículos de prensa, unida a las insistentes declaraciones tranquilizadoras de los portavoces de la administración, terminarán debilitando con el tiempo la credibilidad de la estrategia americana. Cuanto más tiempo dure la intervención en el conflicto, habrá más interpelaciones del Congreso. Llegará un momento en el que surgirá la pregunta de dónde está la luz y el final del túnel.

Además, cuanto más tiempo dure la crisis, más precaria será la situación de Oriente Medio en su conjunto. No debe subestimarse el impacto que pueda tener en el mundo árabe la propaganda antioccidental lanzada desde Bagdad y la hábil conexión de los problemas de Kuwait y Palestina. Un golpe en uno de los Emiratos o un sabotaje en las explotaciones petrolíferas supondría otro mazazo a la economía regional y mundial. Debe buscarse un equilibrio entre el tiempo necesario para que las sanciones tengan efecto y los posibles factores susceptibles de socavar la cohesión internacional.

Un análisis como el que se acaba de hacer debe tomar en consideración que la prueba de fuego de las sanciones no es cuánto petróleo no puede salir de la región, sino qué productos y en qué cantidades pueden ser suministrados a Irak. El bloqueo de las exportaciones de petróleo iraquí es relativamente sencillo. Pero las fronteras de Irak son extensas y productos como los alimentos pueden cruzarlas con facilidad. Esta posibilidad irá aumentando a medida que se prolongue la crisis, y a medida que los vecinos de Irak vayan llegando a la conclusión de que tendrán que aprender a vivir junto al dictador iraquí, por muy peligroso que sea. Una crisis corta y aguda sería en interés de todos aquéllos que buscan una solución moderada, mucho más que un largo asedio.

No estoy en condiciones de asegurar si las sanciones funcionarán dentro de los límites de tiempo aquí propuestos. También soy consciente de que Estados Unidos ha de considerar el riesgo de que un cariz más violento del conflicto les restaría parte del apoyo internacional con que actualmente cuenta. Este apoyo tampoco continuaría ante una eventual percepción de derrota americana. Los Estados Unidos son los que más tienen que perder ante un eventual asedio prolongado, independientemente del impacto económico sobre Europa y Japón.

Una retirada vergonzante como la emprendida tras el desastre del Líbano –y toda retirada, aunque se la intente disfrazar, cuando se hace sin haber cumplido los objetivos marcados, es vergonzante– supondría el punto final al papel estabilizador de América en Oriente Medio. Y ningún otro país podría llenar el vacío. Además, una retirada reduciría peligrosamente la capacidad de la administración para superar la crisis económica a la que inevitablemente daría paso.

Sería un error fijarse solamente en las dificultades de los Estados Unidos. En último término, Irak es un país en vías de desarrollo, fuertemente endeudado, con una población de tan sólo 16 millones, debilitado por la reciente guerra con Irán y con relaciones hostiles con cuatro de sus seis vecinos. No está en condiciones de entrar en un conflicto prolongado con los Estados Unidos. Saddam Hussein demostró durante la guerra contra Irán que está dispuesto a negociar cuando es necesario. Su última oferta aceptaba el principio de retirada de Kuwait, pero a cambio de condiciones inaceptables. Puede ser el principio de un intento de negociación oscurecido por la fanfarronería una vez que Irak se hunda en la realidad de sus desalentadoras opciones. La oferta de retirada podría volver a aparecer, desprovista esta vez de absurdas connotaciones.

El problema es que los Estados Unidos no pueden permitirse un error, y mucho menos un fracaso. Si se llegara a la conclusión de que las sanciones son demasiado inseguras y la diplomacia infructuosa, los Estados Unidos tendrían que considerar una destrucción quirúrgica y progresiva de la fuerza militar iraquí, sobre todo porque una acción que no defenestrara del poder a Saddam Hussein y que dejara intacto su poderío militar no sería más que un interludio entre agresiones.

Sería irresponsable por parte de alguien ajeno al tema presionar para que siguiera el despliegue, cuando se trata de una situación en la que se depende tanto de la información, una información que no está al alcance de todos. Pero hay que comprender que los Estados Unidos han cruzado el Rubicón. Todos los que están preocupados por la paz mundial y por el bienestar económico deberían olvidar sus posibles recelos tácticos en favor del seguimiento de la única política que puede llevarnos al éxito.



aranza


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