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De la vida y para la vida


2009-12-07

Autor: SS Juan Pablo II

Todos juntos sentimos el deber de anunciar el Evangelio de la vida
 
� Vosotros sois el pueblo adquirido por Dios para anunciar sus alabanzas � (cf. 1 P 2, 9): el pueblo de la vida y para la vida

La Iglesia ha recibido el Evangelio como anuncio y fuente de gozo y salvación. Lo ha recibido como don de Jesús, enviado del Padre � para anunciar a los pobres la Buena Nueva � (Lc 4, 18). Lo ha recibido a través de los Apóstoles, enviados por El a todo el mundo (cf. Mc 16, 15; Mt 28, 19-20). La Iglesia, nacida de esta acción evangelizadora, siente resonar en sí misma cada día la exclamación del Apóstol: � ¡Ay de mí si no predicara el Evangelio! � (1 Cor 9, 16). En efecto, � evangelizar �como escribía Pablo VI� constituye la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar �. 101

La evangelización es una acción global y dinámica, que compromete a la Iglesia a participar en la misión profética, sacerdotal y real del Señor Jesús. Por tanto, conlleva inseparablemente las dimensiones del anuncio, de la celebración y del servicio de la caridad. Es un acto profundamente eclesial, que exige la cooperación de todos los operarios del Evangelio, cada uno según su propio carisma y ministerio.

Así sucede también cuando se trata de anunciar el Evangelio de la vida, parte integrante del Evangelio que es Jesucristo. Nosotros estamos al servicio de este Evangelio, apoyados por la certeza de haberlo recibido como don y de haber sido enviados a proclamarlo a toda la humanidad � hasta los confines de la tierra � (Hch 1, 8). Mantengamos, por ello, la conciencia humilde y agradecida de ser el pueblo de la vida y para la vida y presentémonos de este modo ante todos.

Somos el pueblo de la vida porque Dios, en su amor gratuito, nos ha dado el Evangelio de la vida y hemos sido transformados y salvados por este mismo Evangelio. Hemos sido redimidos por el � autor de la vida � (Hch 3, 15) a precio de su preciosa sangre (cf. 1 Cor 6, 20; 7, 23; 1 P 1, 19) y mediante el baño bautismal hemos sido injertados en El (cf. Rm 6, 4-5; Col 2, 12), como ramas que reciben savia y fecundidad del árbol único (cf. Jn 15, 5). Renovados interiormente por la gracia del Espíritu, � que es Señor y da la vida �, hemos llegado a ser un pueblo para la vida y estamos llamados a comportarnos como tal.

Somos enviados: estar al servicio de la vida no es para nosotros una vanagloria, sino un deber, que nace de la conciencia de ser el pueblo adquirido por Dios para anunciar sus alabanzas (cf. 1 P 2, 9). En nuestro camino nos guía y sostiene la ley del amor: el amor cuya fuente y modelo es el Hijo de Dios hecho hombre, que � muriendo ha dado la vida al mundo �. 102

Somos enviados como pueblo. El compromiso al servicio de la vida obliga a todos y cada uno. Es una responsabilidad propiamente � eclesial �, que exige la acción concertada y generosa de todos los miembros y de todas las estructuras de la comunidad cristiana. Sin embargo, la misión comunitaria no elimina ni disminuye la responsabilidad de cada persona, a la cual se dirige el mandato del Señor de � hacerse prójimo � de cada hombre: � Vete y haz tú lo mismo � (Lc 10, 37).

Todos juntos sentimos el deber de anunciar el Evangelio de la vida, de celebrarlo en la liturgia y en toda la existencia, de servirlo con las diversas iniciativas y estructuras de apoyo y promoción.

� Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos � (1 Jn 1, 3): anunciar el Evangelio de la vida

� Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de la vida... os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros � (1 Jn 1, 1. 3). Jesús es el único Evangelio: no tenemos otra cosa que decir y testimoniar.

Precisamente el anuncio de Jesús es anuncio de la vida. En efecto, El es � la Palabra de vida � (1 Jn 1, 1). En El � la vida se manifestó � (1 Jn 1, 2); más aún, él mismo es � la vida eterna, que estaba vuelta hacia el Padre y que se nos manifestó � (ivi). Esta misma vida, gracias al don del Espíritu, ha sido comunicada al hombre. La vida terrena de cada uno, ordenada a la vida en plenitud, a la � vida eterna �, adquiere también pleno sentido.

Iluminados por este Evangelio de la vida, sentimos la necesidad de proclamarlo y testimoniarlo por la novedad sorprendente que lo caracteriza. Este Evangelio, al identificarse con el mismo Jesús, portador de toda novedad 103 y vencedor de la � vejez � causada por el pecado y que lleva a la muerte, 104supera toda expectativa del hombre y descubre la sublime altura a la que, por gracia, es elevada la dignidad de la persona. Así la contempla san Gregorio de Nisa: � El hombre que, entre los seres, no cuenta nada, que es polvo, hierba, vanidad, cuando es adoptado por el Dios del universo como hijo, llega a ser familiar de este Ser, cuya excelencia y grandeza nadie puede ver, escuchar y comprender. ¿Con qué palabra, pensamiento o impulso del espíritu se podrá exaltar la sobreabundancia de esta gracia? El hombre sobrepasa su naturaleza: de mortal se hace inmortal, de perecedero imperecedero, de efímero eterno, de hombre se hace Dios �. 105

El agradecimiento y la alegría por la dignidad inconmensurable del hombre nos mueve a hacer a todos partícipes de este mensaje: � Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros � (1 Jn 1, 3). Es necesario hacer llegar el Evangelio de la vida al corazón de cada hombre y mujer e introducirlo en lo más recóndito de toda la sociedad.

Ante todo se trata de anunciar el núcleo de este Evangelio. Es anuncio de un Dios vivo y cercano, que nos llama a una profunda comunión con El y nos abre a la esperanza segura de la vida eterna; es afirmación del vínculo indivisible que fluye entre la persona, su vida y su corporeidad; es presentación de la vida humana como vida de relación, don de Dios, fruto y signo de su amor; es proclamación de la extraordinaria relación de Jesús con cada hombre, que permite reconocer en cada rostro humano el rostro de Cristo; es manifestación del � don sincero de sí mismo � como tarea y lugar de realización plena de la propia libertad.

Al mismo tiempo, se trata se señalar todas las consecuencias de este mismo Evangelio, que se pueden resumir así: la vida humana, don precioso de Dios, es sagrada e inviolable, y por esto, en particular, son absolutamente inaceptables el aborto procurado y la eutanasia; la vida del hombre no sólo no debe ser suprimida, sino que debe ser protegida con todo cuidado amoroso; la vida encuentra su sentido en el amor recibido y dado, en cuyo horizonte hallan su plena verdad la sexualidad y la procreación humana; en este amor incluso el sufrimiento y la muerte tienen un sentido y, aun permaneciendo el misterio que los envuelve, pueden llegar a ser acontecimientos de salvación; el respeto de la vida exige que la ciencia y la técnica estén siempre ordenadas al hombre y a su desarrollo integral; toda la sociedad debe respetar, defender y promover la dignidad de cada persona humana, en todo momento y condición de su vida.

Para ser verdaderamente un pueblo al servicio de la vida debemos, con constancia y valentía, proponer estos contenidos desde el primer anuncio del Evangelio y, posteriormente, en la catequesis y en las diversas formas de predicación, en el diálogo personal y en cada actividad educativa. A los educadores, profesores, catequistas y teólogos corresponde la tarea de poner de relieve las razones antropológicas que fundamentan y sostienen el respeto de cada vida humana. De este modo, haciendo resplandecer la novedad original del Evangelio de la vida, podremos ayudar a todos a descubrir, también a la luz de la razón y de la experiencia, cómo el mensaje cristiano ilumina plenamente el hombre y el significado de su ser y de su existencia; hallaremos preciosos puntos de encuentro y de diálogo incluso con los no creyentes, comprometidos todos juntos en hacer surgir una nueva cultura de la vida.

En medio de las voces más dispares, cuando muchos rechazan la sana doctrina sobre la vida del hombre, sentimos como dirigida también a nosotros la exhortación de Pablo a Timoteo: � Proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y doctrina � (2 Tm 4, 2). Esta exhortación debe encontrar un fuerte eco en el corazón de cuantos, en la Iglesia, participan más directamente, con diverso título, en su misión de � maestra � de la verdad. Que resuene ante todo para nosotros Obispos: somos los primeros a quienes se pide ser anunciadores incansables del Evangelio de la vida; a nosotros se nos confía también la misión de vigilar sobre la trasmisión íntegra y fiel de la enseñanza propuesta en esta Encíclica y adoptar las medidas más oportunas para que los fieles sean preservados de toda doctrina contraria a la misma. Debemos poner una atención especial para que en las facultades teológicas, en los seminarios y en las diversas instituciones católicas se difunda, se ilustre y se profundice el conocimiento de la sana doctrina. 106 Que la exhortación de Pablo resuene para todos los teólogos, para los pastores y para todos los que desarrollan tareas de enseñanza, catequesis y formación de las conciencias: conscientes del papel que les pertenece, no asuman nunca la grave responsabilidad de traicionar la verdad y su misma misión exponiendo ideas personales contrarias al Evangelio de la vida como lo propone e interpreta fielmente el Magisterio.

Al anunciar este Evangelio, no debemos temer la hostilidad y la impopularidad, rechazando todo compromiso y ambigüedad que nos conformaría a la mentalidad de este mundo (cf. Rm 12, 2). Debemos estar en el mundo, pero no ser del mundo (cf. Jn 15, 19; 17, 16), con la fuerza que nos viene de Cristo, que con su muerte y resurrección ha vencido el mundo (cf. Jn 16, 33).



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