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... Y el presidente todavía es el juez supremo


2016-10-14

Jesús Cantú, Proceso

Cuando se pensaba que el presidencialismo metaconstitucional había terminado, Enrique Peña Nieto y sus corifeos decidieron que ellos podían seleccionar arbitrariamente a los sacrificados para validar que su partido, el PRI, encabezará la cruzada contra la corrupción y la impunidad. Eligieron a Javier Duarte, el gobernador veracruzano, y algunos de sus allegados.

Después de las elecciones del pasado 5 de junio, el presidente y su círculo cercano concluyeron que la derrota en siete de las 12 gubernaturas en disputa era una expresión ciudadana de repudio a la corrupción, por lo cual el nuevo dirigente priista, Enrique Ochoa Reza (al asumir su cargo el 12 de julio de 2012) señaló que su partido “tiene que ser garante de la honestidad de sus gobiernos” y exigir “su fiscalización, incluso su destitución”.

Para respaldar sus señalamientos, los peñanietistas eligieron a Javier Duarte y a un grupo de sus amigos como los sacrificables. Así, el pasado 26 de septiembre resolvieron suspender los derechos como militantes priistas del todavía gobernador y otros seis políticos veracruzanos.

Es evidente que es una decisión arbitraria, porque aunque ciertamente pesan muchas denuncias públicas en contra del mandatario –además de que la Procuraduría General de la República atrajo las averiguaciones vinculadas a las denuncias presentadas en su contra– es un hecho que hay otros gobernadores, exgobernadores e incluso exfuncionarios veracruzanos que están en la misma o peor situación, y el partido no actúa de la misma manera.

Desde luego, el caso más escandaloso entre los exgobernadores es el del coahuilense Humberto Moreira, expresidente del Comité Ejecutivo Nacional del PRI: el exsecretario ejecutivo del Sistema de Administración Tributaria de dicha entidad, Héctor Javier Villarreal, y su suegra, Herminia Martínez de la Fuente, llegaron a un acuerdo con el gobierno estadunidense y entregaron algunas de sus propiedades en aquel país a cambio de su libertad.

Tampoco se puede menospreciar el caso del exmandatario de Nuevo León Rodrigo Medina. Un juez de control ya lo declaró sujeto a proceso por uso indebido de funciones, con lo cual incurriría en la causal establecida para la suspensión de sus derechos como priista.

Sin embargo, en ninguno de los dos casos –como tampoco en los del exgobernador de Quintana Roo, Roberto Borge Angulo, o del todavía gobernador de Chihuahua, César Duarte– los mandos priistas han procedido con la misma celeridad y comedimiento.

Pero todavía es más cuestionable que no haya procedido la suspensión de los derechos de otros siete militantes priistas, que en su momento fueron denunciados por la Auditoría Superior de la Federación como parte de la red de operadores del gobernador veracruzano… y que hoy son ­diputados federales y locales.

El caso se vuelve aún más criticable cuando uno se enfoca en la familia de Peña Nieto o en el propio presidente del Comité Ejecutivo Nacional del PRI: en esos casos, el priismo ni siquiera habla de irregularidades, ilegalidades o conductas cuestionables, sino simplemente de “errores” o de la aplicación de la normatividad.

Así, el pasado 18 de julio el presidente intentó cerrar el caso de la Casa Blanca al señalar, durante la promulgación de la Ley General del Sistema Nacional Anticorrupción: “No obstante que me conduje conforme a la ley, este error afectó a mi familia, lastimó la investidura presidencial y dañó la confianza en el gobierno. (…) Por eso, con toda humildad, les pido perdón”.

Y Ochoa Reza, al ser cuestionado sobre la millonaria indemnización que recibió al renunciar a la Dirección General de la Comisión Federal de Electricidad (CFE), respondió: “Es correcto porque así lo establece la normatividad”. Esto a pesar de haber aceptado previamente que la suya había sido una separación voluntaria, porque él había presentado su renuncia, y que el Manual de Trabajo para los Servidores Públicos de Mando de la CFE señala con toda claridad que en el caso de la separación voluntaria procede únicamente una compensación, que significaría menos de la sexta parte de lo que recibió.

Las evidencias no dejan lugar a dudas: no se aplica el mismo rasero para todos los casos; la “impartición de justicia”, como en el pasado, es totalmente arbitraria y depende de la voluntad del presidente en turno.

Pero lo peor, el mandatario federal (consciente o inconscientemente) pretende exculparse y en el discurso que pronuncia con motivo del inicio de la Semana Nacional de la Transparencia, el pasado miércoles 28, señaló: “La corrupción está en todos los órdenes de la sociedad y en todos los ámbitos. No hay alguien que pueda atreverse a arrojar la primera piedra”. Con esto insistió en la idea de que se trata de un mal generalizado en México y el mundo, tal como dijo en una entrevista con comunicadores en “Conversaciones a fondo”, con motivo del 80 aniversario del Fondo de Cultura Económica, el 20 de agosto de 2014, justo unos días antes de que se cancelara la licitación del tren rápido Ciudad de México-Querétaro y estallara el escándalo de la Casa Blanca.

Las huellas de sus arbitrariedades fueron todavía más evidentes unos párrafos más adelante, cuando expresó: “Y creo que si realmente queremos avanzar en el combate, entre otras cosas, de la corrupción, tenemos que hacerlo, no por razones de oportunismo político, de revanchismo político, sino realmente porque estemos seria y genuinamente comprometidos en cambiar el modelo que rige actualmente el actuar de las instituciones del Estado mexicano, de los agentes políticos y de los agentes sociales”.

Nunca mejor aplicado el dicho que reza: “Explicación no pedida, acusación manifiesta”.

Toda la actuación del Ejecutivo federal, desde luego encabezado por el propio presidente Enrique Peña Nieto, en relación con el supuesto combate a la corrupción y la impunidad son un último y desesperado intento por tratar de evitar el colapso electoral del PRI; pero tan burdo y descarado que, como los malos magos, deja el truco al descubierto.



JMRS


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